Doi: https://doi.org/10.17398/2695-7728.36.579

 

 

 

 

EL CONSENTIMIENTO PATERNO PARA CONTRAER MATRIMONIO: DE LA REAL PRAGMÁTICA DE 1776 AL PROYECTO DE CÓDIGO CIVIL DE 1836

 

PARENTAL CONSENT FOR MARRIAGE: FROM THE PRAGMÁTICA OF 1776 TO THE SPANISH PROJECT OF CIVIL CODE OF 1836

 

 

Elisa Díaz Álvarez

Universidad de Extremadura

 

 

Recibido: 01/10/2020             Aceptado: 09/12/2020

 

Resumen

Desde el punto de vista histórico, jurídico y sociológico, el matrimonio ha sido considerado una de las instituciones fundamentales del Derecho civil, en cuanto que constituye la base de la familia y es indispensable para la conformación de los grupos. Aun reconociendo la influencia que la Iglesia ha ejercido sobre los pormenores de su regulación, es justo pensarlo como un contrato peculiar, en el que los derechos y obligaciones de las partes no se rigen por la autonomía de la voluntad, sino por una legislación que responde a las demandas sociales. Como elemento esencial del contrato, el requisito del consentimiento también ha tenido que adaptarse a las convenciones de cada momento histórico, siempre relacionadas con el modelo de familia. El objeto de este trabajo es analizar su tratamiento entre la promulgación de la Real Pragmática de 1776 y el Proyecto de Código Civil de 1836, teniendo presentes los antecedentes normativos y el componente consuetudinario.

Palabras clave: consentimiento, familia, naturaleza jurídica, esponsales, recopilación, codificación, regalismo, liberalismo.

Abstract

As the basis of family and cognation, marriage has been considered one of the main institutions of Civil Law from a historical, sociological and legal point of view. Despite Church’s great influence in its regulation over the centuries, it can still be seen as an unusual contract, governed by social demands instead of the classical free will principle. Therefore, the evolution of the requirement of consent–an essential element according to Contract Theory– has been in sync with the development of family structures. The aim of this paper is to analyze the legal approach to parental consent for marriage in the period between the enactment of the Bourbons’ Real Pragmática of 1776 and the Spanish Project of Civil Code of 1836, regarding previous national legislation and customary law.

Keywords: consent, family, legal nature, betrothal, compilation, codification, regalism, liberalism.

 

Sumario: 1. Introducción: breve evolución histórica del matrimonio. 1.1. Antes del Concilio de Trento (siglos XII-XVI). 1.2. Después del Concilio de Trento (siglos XVI-XVIII). 2. El matrimonio en el discurso ilustrado y liberal. 3. La Real Pragmática de Carlos III de 1776. 3.1. La minoría de edad. 3.2. El requisito del consejo y el permiso paterno. 3.3. El irracional disenso: recursos. 4. La Real Pragmática de Carlos IV de 1803. 4.1. Principales diferencias respecto a la Real Pragmática de 1776. 4.2. El reforzamiento de la autoridad paterna. 5. El matrimonio en el Código Napoleónico: influencia sobre los códigos españoles. 6. El Proyecto de Código Civil de 1821. 6.1. El individualismo liberal frente al poder regulador de las familias. 7. El Proyecto de Código Civil de 1836. 7.1. Una vuelta a la tradición: la regulación de los esponsales. 7.2. El consentimiento y sus límites. 8. Conclusiones.

 

1. INTRODUCCIÓN: BREVE EVOLUCIÓN HISTÓRICA DEL MATRIMONIO

El matrimonio, como núcleo de la sociedad primitiva –prima societas in ipso coniugio est, que decía Cicerón en su obra De officis–, es anterior a toda ley escrita y se fundamenta en la tradición y la costumbre en cuanto a la forma de realizarse. Desde que el ser humano abandonara la vida nómada, la religión ha impregnado el ámbito doméstico, revistiendo las uniones conyugales de un carácter sagrado. Esto supuso, durante muchos siglos, la pérdida de la independencia del hombre y de la libertad de la mujer, cuya condición social sirve hoy de parámetro para analizar las vicisitudes que ha experimentado esta figura[1]. Asimismo, es preciso traer a colación las dos consideraciones que José María Manresa y Navarro ha hecho acerca del matrimonio desde el punto de vista histórico. La primera es que ha estado siempre condicionado por el fuerte poder del padre y del marido, ejercido ya en las operaciones previas. Esta característica responde a una antiquísima concepción de las nupcias como una compraventa donde la mujer era un mero objeto contractual que debía entrar en la esfera de dominio del adquirente. La segunda se refiere a la dificultad para trazar una línea divisoria entre las naturalezas del matrimonio (el concepto religioso y el contrato civil), puesto que, desde tiempo inmemorial, los sacerdotes han participado en las ceremonias establecidas consuetudinariamente, acompañando a las solemnidades simbólicas de ritos sacros[2].

En el caso particular de España, la doctrina mayoritaria coincide en que el matrimonio civil fue una institución prácticamente desconocida[3] hasta la promulgación de la Ley Provisional de Matrimonio Civil de 1870. Para facilitar el estudio de un sistema que durante tantos siglos ha sido exclusivamente religioso, hemos estructurado la introducción en dos etapas separadas por la celebración del Concilio de Trento (1545-1563), que introdujo importantes modificaciones en materia de familia.

 

1.1.           Antes del concilio de Trento (siglos XII-XVI)

El panorama jurídico de los reinos europeos bajomedievales estaba condicionado por la formación y recepción del Derecho Común o ius commune, producto de la armonización de los Derechos romano-justinianeo, canónico medieval y feudal, si bien este último estaba a un nivel inferior y su influencia era decadente[4]. En el reino de Castilla –que, por cuestiones de espacio, nos servirá como referencia para hablar de la realidad peninsular–, donde la política regia se había guiado por el Fuero Juzgo, el cambio se materializó a mediados del siglo XIII con la articulación de dos nuevos instrumentos por parte de Alfonso X: el Fuero Real y las Siete Partidas. En lo que a la esfera doméstica se refiere, ambas normas respondían a una concepción patriarcal heredada de la tradición romana, en la que el cabeza de familia, esposo y padre, sometía a su autoridad a los miembros de la unidad[5]. Como ejerciente de la patria potestad, controlaba el estado de los hijos autorizando el matrimonio a través del consentimiento previo.

El Fuero Real, que data aproximadamente del año 1255, subordinaba el consentimiento familiar al de la hija, que no podía ser obligada a casarse por sus padres o parientes, tipificando tal comportamiento como delito de rapto[6]. Esto no significaba que las mujeres dispusieran de plena libertad; de hecho, la norma hacía una interesante distinción en base a la condición de la novia. Las doncellas contraían unión legítima siempre que el pretendiente fuera “convenible para ella o su linaje” y contaran con la aquiescencia del padre o, en su defecto, de la madre y hermanos. La inobservancia del primer requisito era una causa absoluta de desheredación, mientras que en el segundo caso cabía la dispensa a través del perdón. Pero si las doncellas eran mayores de treinta años dejaban de estar sometidas a la patria potestad, con lo que solo se les exigía la premisa del “hombre conveniente”. Por el contrario, las viudas y las que hubieran estado unidas en barraganía o de forma ilegítima podían casarse con cualquiera sin necesidad del consentimiento familiar y sin temor a la desheredación.

Posteriormente se redactaron las Partidas, que influyeron decisivamente en los juristas ulteriores por su gran calidad. La regulación del matrimonio ocupaba deliberadamente el centro de la obra –la Partida IV, por delante de los contratos–, convirtiéndose en el corazón de la misma. Ello ennobleció a la familia, presentada como un núcleo que difundía la concordia al relacionarse con otros por amor[7]. El consentimiento era considerado un elemento indispensable para la existencia del matrimonio entre el varón y la mujer, quienes habían de estar presentes y prestarlo libremente, sin amenazas ni presiones. Al mismo tiempo, se reforzaba la tutela del padre, que mostraba su “buen juyzio” en la elección del marido para el adecuado desarrollo del compromiso; sin embargo, la unión tenía que ser justa, no podía causar agravio contra la hija. El despliegue de la patria potestad era, pues, muy claro en la legislación alfonsina, que contemplaba la posibilidad de desheredar tanto a la mujer que rechazara la propuesta como a la que contrajera nupcias sin el consentimiento previo, aunque la mayoría de edad se redujo a los veinticinco años[8]. Además, la norma dedicaba un tratamiento pormenorizado a la figura de los esponsales, pues la promesa verbal de matrimonio era una vía efectiva para asegurar un enlace ventajoso y acorde con los intereses económicos de la familia.

No debemos olvidar que las regulaciones civiles del casamiento operaban de forma paralela al Derecho canónico, dado que la Iglesia era exclusivamente competente para reconocer el carácter sagrado del vínculo. Razón por la cual Alfonso X oficializó las leyes eclesiásticas en Castilla y se esforzó en respaldar la nueva concepción de matrimonio que se había forjado durante el siglo XII. Nos referimos a la letra recogida en el Decreto de Graciano, cuyas principales aportaciones se trasladaron a la legislación peninsular: la desautorización de la praxis de que las hijas fueran prometidas por sus padres sin contar con su beneplácito y la prohibición de que los contrayentes accedieran al matrimonio en contra de su voluntad[9]. Aunque los cánones relativos al consentimiento iniciaron la línea interpretativa predominante en la doctrina hasta la actualidad, tuvieron que ser revisados y completados debido a la complejidad de la obra. Esta labor le fue encomendada al dominico catalán Raimundo de Peñafort, autor de las Decretales de Gregorio IX. En su obra se contemplaban los requisitos para emitir un consentimiento matrimonial válido: la aptitud física y psíquica, la “discreción de juicio” o idoneidad de conocimiento y la madurez[10]. Pero lo más sobresaliente del contenido fue la incorporación de la carta magna de libertad matrimonial de Alejandro III, que decía: “no tiene lugar el consentimiento donde interviene miedo o coacción. Por eso hay que investigar en el ánimo de quien lo presta, no sea que alguien, por temor diga que quiere aquello que en realidad aborrece”[11].

Los decretos que este Pontífice había promulgado en el siglo XII fueron una auténtica revolución jurídica y teológica. Hasta ese momento, el acceso al matrimonio había estado condicionado por los requisitos que imponía el Derecho canónico, a saber: el consentimiento paterno, la ratificación de la comunidad con amonestaciones en la iglesia parroquial y la celebración de la misa nupcial por un sacerdote. Lo que establecía la doctrina consensualista alejandrina era mucho más simple; para la creación de un vínculo válido bastaba la voluntad común de los esposos para casarse, siempre que no mediara violencia o intimidación, sin necesidad de que la Iglesia interviniera y sin el apoyo de las formalidades mencionadas.

La práctica fue, sin embargo, muy distinta. La usencia de restricciones que propugnaba el consensualismo desembocó en la proliferación de matrimonios clandestinos, uniones ilícitas entre parientes y casos de bigamia y poligamia[12]. El problema alcanzó tal magnitud que el principio alejandrino, el único por el que se regía el matrimonio, tuvo que ser matizado en concilios y sínodos. Así ocurrió en los cánones 50 y 51 del IV Concilio de Letrán (1215), donde Inocencio III sancionó el deber de los novios de informar previamente del enlace mediante la proclama de amonestaciones, a fin de que pudieran conocerse legítimos impedimentos para la celebración. La Iglesia occidental quedó obligada a celebrar los matrimonios in facie ecclesiae –por un sacerdote, en la parroquia y ante testigos–, respetando las exigencias formales[13]. Fue entonces cuando las nupcias adquirieron las características que las han definido durante siglos: sacramentales, solemnes, indisolubles, monogámicas y vitalicias[14]. Como hemos comentado antes, la legislación castellana no tardó en adoptar el nuevo criterio, de ahí que, además del consentimiento paterno, se insistiera en la publicidad del matrimonio.

Volviendo al orden civil, la intensa actividad legislativa continuó en el reinado de Alfonso XI, que promulgó el Ordenamiento de Alcalá de 1348 inspirándose en el Derecho territorial castellano y la tradición romano-canónica. Su mayor logro fue oficializar el orden de prelación de fuentes que presidiría la historia posterior: mandó que se aplicara en primer término el Derecho real, con lo que los fueros quedaron reducidos a la categoría de normas supletorias. Solo podían operar en aquellos lugares en que estuvieran en uso y siempre que no fueran “contra Dios o razón” ni contra las leyes del rey[15]. A la par que se consolidó el imperio de la ley general sobre los particularismos jurídicos, se apuntaló el principio de desheredación contenido en las Partidas. Y con ello se terminaron las colisiones con el Derecho popular, que en su momento habían frenado el afán generalista del Rey Sabio. Por lo que respecta al consentimiento, el Ordenamiento de Alcalá optó por ubicarlo en la parte dedicada a los adulterios y fornicios en lugar de mantenerlo en los títulos relativos al casamiento. El cambio era razonable, considerando el carácter casuístico de la norma. Cuando se producía un matrimonio con la mujer de la casa del señor en contra de la voluntad de este, había dos consecuencias. La mujer era condenada a la desheredación por el padre, la madre, los parientes hasta el tercer grado o el señor con el que viviere; por su parte, el hombre era castigado con el destierro, que podía convertirse en una pena de muerte si osaba retornar. Esto significaba que se sustituía la venganza privada recogida en las Partidas por una pena de índole pública[16].

El Ordenamiento de Alfonso XI rigió en los territorios hispánicos hasta la promulgación de las Leyes de Toro en 1505 por Isabel la Católica. Según María José Muñoz García, “supusieron una revitalización del Fuero Real y de las Partidas, porque al remitirse a ellos se estaba produciendo la recepción práctica del Derecho común, se estaba reconociendo como Derecho tradicional castellano”. Sea como fuere, la reina de Castilla atajó directamente el problema de desobediencia filial que estaban generando los matrimonios clandestinos mediante una serie de medidas destinadas a reforzar la autoridad paterna. En base a la Ley 49, el incumplimiento de las formalidades requeridas por la Iglesia para la celebración del matrimonio no era ya solo una causa justa de desheredación de la hija –no así del hijo, pues había que preservar la sucesión–, sino un delito de omisión del consentimiento familiar[17]. Otra diferencia relevante con respecto a las regulaciones pasadas fue la restricción de los sujetos que podían ejercer la potestad de desheredación: el padre o la madre (en caso del fallecimiento del primero), quedando excluidos los hermanos de la mujer infractora, incluso en los supuestos admitidos en el Fuero Real[18].

Ambas previsiones tenían su razón de ser en los cambios que sufrió la configuración jurídica de la familia castellana en la Edad Moderna. Frente al grupo consanguíneo amplio medieval, el núcleo moderno estaba habitualmente conformado por el matrimonio y los hijos, es decir, por los convivientes[19]. El padre seguía teniendo plena autoridad sobre el resto de miembros, pues era considerado el representante de Dios en el ámbito doméstico; por tanto, los hijos que no cumplieran con su deber de honrarle y desobedecieran sus decisiones, no solo cometían una ofensa contra el hombre, sino contra Dios mismo. Así, con el objeto de asegurar el poder paterno, la Ley 49 distinguía entre el matrimonio clandestino y el que se contraía sin el consentimiento familiar para la imposición de penas. En el primer supuesto, la desheredación operaba de forma automática, mientras que en el segundo su aplicación era potestativa, quedaba al arbitrio de los padres[20]. En general, se endurecieron los castigos, estableciéndose como pena accesoria la pérdida de los bienes y el destierro de los contrayentes y testigos, pero también de cualesquiera otros que hubieran participado en el acto[21].

 

1.2. Después del Concilio de Trento (siglos XVI-XVIII)

El punto de inflexión en la evolución de las normas relativas al matrimonio tuvo lugar unas décadas más tarde con la celebración del Concilio de Trento, que significó el principio del fin de la validez de las uniones clandestinas. Dado que la Reforma protestante había puesto en tela de juicio el valor de los sacramentos, la Iglesia Católica procedió a elaborar una doctrina precisa sobre el matrimonio en la que se ocupó de la clandestinidad, la publicidad, la libertad de los contrayentes y el consentimiento paterno[22].

La herramienta jurídica fue el Decreto Tametsi, aprobado el 11 de noviembre de 1563 tras su discusión en la Sesión XXIV. Desde el punto de vista técnico, resulta especialmente llamativo en materia de eficacia. Como no contemplaba la retroactividad, los efectos eran desplegados ex nunc, por lo que se trazaba una frontera temporal contradictoria con el espíritu del Concilio. Eran válidos los matrimonios celebrados antes 1563, sin importar que fueran clandestinos o contraídos públicamente sin el consentimiento paterno. En cuanto a las uniones posteriores a la citada fecha, los eclesiásticos –influidos por las protestas que llegaban desde las cortes europeas– adoptaron dos medidas. Por una parte, sancionaron la clandestinidad con la incapacidad para contraer nupcias (para contratar) amparándose en la problemática que suscitaba[23]; por otra, declararon nulas las uniones que se verificasen sin las condiciones establecidas, facultando a los obispos para castigar a párrocos, contrayentes y testigos[24].

Lo cierto es que siempre hubo cierto temor entre los padres conciliares a que la imposición de requisitos formales para la validez del sacramento acabase con la idea de que este nacía del consentimiento libre, aunque al final juzgaron más necesario detener los estragos que el relajamiento de las regulaciones anteriores había ocasionado. La solución tridentina fue distinguir entre la forma de emisión del consentimiento por los contrayentes y su recepción por la Iglesia[25]. Sin alterar la doctrina consensualista en lo concerniente a la manifestación de un consentimiento no viciado, se estableció un requisito de publicidad para comprobar la capacidad y libertad de los novios, pero también para llevar un control sobre el estado de las personas. Es por ello que la validez quedó vinculada a la salvaguarda de una serie de solemnidades previas: el compromiso en los esponsales mediante palabra de matrimonio –libre, sincera, recíproca y con la aquiescencia de los contrayentes y del padre– y las amonestaciones, que daban publicidad a la boda y permitían a la comunidad alegar posibles impedimentos[26]. Después tenía lugar la misa de velación o ceremonia nupcial, donde el consentimiento se emitía delante del sacerdote (in facie ecclesiae) y de dos o tres testigos, fijando el punto de partida de la convivencia y la legitimidad de la descendencia[27].

Pero las aspiraciones del Concilio no se cumplieron en su totalidad. Para empezar, la falta de concreción en la redacción del Tametsi suscitó un sinfín de dudas interpretativas; por ejemplo, nada se decía sobre si el párroco competente para oficiar el acto era el del lugar donde iba a celebrarse o el del domicilio de los contrayentes, ni tampoco se mencionaba si su presencia activa era obligatoria. Además, la brevísima vacacio legis del Decreto (de tan solo treinta días) hizo que este nunca llegara a estar vigente en todas las diócesis y parroquias debido a las dificultades de comunicación, la oposición de los poderes políticos y la negativa de otras confesiones cristianas. Y, al no especificar si su aplicación era territorial o personal, tampoco pudo imponerse de manera uniforme dentro de un mismo Estado, lo que supuso la persistencia de los matrimonios sin forma[28]. La Monarquía Hispánica figuraba, de hecho, entre las excepciones. Como paladín de la ortodoxia católica, Felipe II se dio prisa en trasponer las disposiciones tridentinas. En el mismo año de 1563 introdujo modificaciones en las Leyes de Toro: implantó penas patrimoniales y de destierro para los párrocos que bendijeran las uniones sin licencia paterna e hizo extensiva la desheredación a los hijos varones menores de veinticinco años que se casaran sin permiso[29].

En vista de las lagunas jurídicas del Tametsi, los esfuerzos de los monarcas y padres conciliares terminaron fracasando. Con el tiempo, surgieron nuevas formas de desobediencia filial que hicieron peligrar los intereses de las familias. Acogiéndose a la letra del Decreto, muchos novios solicitaron la celebración privada de las nupcias alegando razones fundadas de que se estaba forzando su voluntad, ya que los trámites eran distintos cuando se prescindía del requisito de publicidad. En estos casos el obispo era quien se encargaba de dispensar las amonestaciones y de registrar el matrimonio en un libro independiente a efectos probatorios, mientras que el párroco y los testigos habían de guardar secreto. Aprovechando estas circunstancias, al problema de las uniones clandestinas se sumó el de los llamados “matrimonios por sorpresa”[30]. Siendo ambas excepciones cada vez más frecuentes, el Papa Benedicto XIV decidió regularlas en la Encíclica Satis Vobis Compertum de 1741. En caso de que concurriera alguna de las circunstancias tasadas en la norma, se admitía el matrimonio sin publicidad, pero no el clandestino. Este fue rechazado de pleno por “desviarse concienzudamente de la dignidad del Sacramento y de las disposiciones de las leyes eclesiásticas”. Tras la experiencia de Trento, la competencia para oficiar el matrimonio secreto se atribuyó en exclusiva a los sacerdotes ordinarios siempre que existiera previa acreditación de una causa justa y grave; no obstante, si la situación afectaba a la raíz del sacramento (a saber, la convivencia pública como marido y mujer en estado de concubinato o la consanguinidad incestuosa) había que informar a Roma. En cualquier caso, correspondía al oficiante la tarea de recabar el libre consentimiento de los contrayentes, asegurándose de conocer el pensamiento íntimo de las personas[31].

En síntesis, podemos decir que la Encíclica intentó establecer un equilibrio –temporal, como daría a entender el paso de los años– entre los intereses individuales y familiares. Para quienes decidían casarse con alguien de distinta condición social contrariando a sus parientes, era un mecanismo para regularizar su situación. Un mecanismo especialmente ventajoso en los territorios hispánicos ultramarinos, donde los españoles solían mantener relaciones con indias esclavas[32]. No obstante, a fin de no contrariar a las familias, la Iglesia exigió ciertos requisitos para que la unión pudiera inscribirse en los libros secretos. En última instancia, si la desigualdad entre los novios era tan manifiesta que se revelaba insalvable, se castigaba al contrayente que ostentara honores, títulos o privilegios por desobediencia a la autoridad paterna.

 

2. EL MATRIMONIO EN EL DISCURSO ILUSTRADO Y LIBERAL

La llegada de los Borbones al trono español en el siglo XVIII marcó el inicio de un proceso regalista que tuvo por objeto la afirmación de la autoridad del monarca frente a la multiplicidad de poderes que había caracterizado a la etapa anterior[33]. El instrumento clave para que la nueva política calara en las unidades de poder más básicas fue la familia, que funcionaba como una representación del Estado a pequeña escala. De ella dependía en gran medida la estabilidad social, por lo que los conflictos relativos al matrimonio se convirtieron en una de las principales inquietudes de los ilustrados. Como ya hemos apuntado, el Concilio de Trento (1545-1563) había decretado la preceptiva concurrencia de unos requisitos formales para la validez del acto; sin embargo, hubo algunas divergencias porque esas mismas previsiones seguían respetando la antigua doctrina consensualista. En otras palabras: la Iglesia despreciaba el matrimonio clandestino e insistía en que los hijos recabaran el consentimiento de sus padres, al tiempo que se resistía a prohibir la celebración de aquellas uniones que no hubieran obtenido la aprobación paterna porque ello implicaba una vulneración del principio de libre elección[34]. Entretanto, se abrió un debate doctrinal acerca del monopolio de la jurisdicción eclesiástica y la naturaleza del matrimonio. Se adoptaron dos posiciones antagónicas: había quienes afirmaban que, como sacramento, la competencia para declarar la nulidad del matrimonio clandestino correspondía a la Iglesia; otros lo consideraban un contrato civil, de modo que la nulidad operaba automáticamente, por la inobservancia de uno de los elementos esenciales.

La postura regalista era muy clara al respecto. En su particular forma de entender las relaciones entre los dos grandes poderes, explica el Diccionario del español jurídico, “el Estado ejercía un poder indirecto sobre lo espiritual, lo que se traducía en el ejercicio de un poder absoluto sobre los súbditos, también en materia religiosa”. Aunque no negaba la naturaleza sacramental del matrimonio cristiano, el regalismo preconizaba la separación entre la dimensión religiosa y contractual, colocando así al Estado como única autoridad competente para conocer de los litigios que afectaran a la familia y reservando la parte espiritual a la Iglesia. En cualquier caso, como se desprende de la evolución normativa, hasta bien entrado el siglo XVIII la ley no diferenciaba entre la unión sacramental, regida por las normas eclesiásticas, y el contrato civil, regulado por el monarca[35].

El cambio decisivo se produjo en 1776, a raíz de la promulgación de una serie de Pragmáticas y Reales Cédulas cuyo propósito era impulsar la autoridad de los padres y tutores en el seno familiar[36]. La libre elección de cónyuge que indirectamente se estaba fomentando desde la esfera eclesiástica suponía un peligro para las familias y para el Estado, ya que los enlaces social o económicamente desiguales obstaculizaban la perpetuación de las élites en el poder. Lo deseable eran las uniones de conveniencia, que no solo constituían un medio muy eficaz para crear redes clientelares y familiares[37], sino también un reflejo de la clase y el prestigio de un grupo consanguíneo. Asegurar la jerarquía dentro de la unidad doméstica se convirtió, pues, en una medida imprescindible para evitar que la desobediencia filial manchara la honra de todos sus miembros. En el orden establecido de cada casa, el elemento central había de seguir siendo la patria potestad, ejercida por el padre y sustentada en el principio de obediencia y el binomio fama-honra[38]. Además, hemos de tener en cuenta que el entorno doméstico estaba inserto en una comunidad que ejercía como “elemento de presión” para mantener estos rígidos esquemas, propios de una sociedad estamental basada en la desigualdad y el privilegio. Su función era la constante fiscalización del correcto funcionamiento de las relaciones familiares de dependencia, en virtud de las cuales el padre quedaba obligado a cuidar, castigar y aconsejar a sus hijos, pero también a administrar sus bienes y a defenderlos en los juicios[39].

En general, las relaciones paterno-filiales no experimentaron variación alguna a pesar del fomento de la pedagogía entre los círculos ilustrados y burgueses: siguieron siendo de tipo obligacional, cimentadas en los clásicos principios severos de convivencia[40]. Y lo mismo sucedió con el matrimonio, al que podemos definir como un acto que requería de un consentimiento triple –individual, familiar y comunitario[41]– con el objeto de preservar los valores proverbiales y el equilibrio social. Estos modelos persistieron hasta que el triunfo del liberalismo tras la Guerra de la Independencia (1808-1812) desmanteló las estructuras políticas, económicas y sociales del Antiguo Régimen, introduciendo una serie de cambios sustanciales: el desarrollo de una economía capitalista en algunos territorios del norte peninsular, la disminución de la hegemonía cultural de la aristocracia y la Iglesia y el nacimiento de una nueva sociedad sin privilegios de clase[42]. Los doceañistas, partidarios del progreso, trataron de acabar con la arbitrariedad del absolutismo mediante un proceso constituyente que garantizara los derechos individuales y la soberanía nacional. Unas ideas que repercutieron también en la familia, que fue abandonando progresivamente su carácter autoritario.

El discurso político liberal, muy proclive al uso de las alegorías, concebía la unidad doméstica como la encarnación de la comunidad nacional, con lo que todos sus miembros debían volcarse en defenderla: los hijos la honraban siendo viriles, fuertes y aventureros, mientras que las hijas, “guardianas del honor nacional”, debían poseer virtud, pureza y una moralidad inmaculada para poder transmitir los valores patrios[43]. El orden público quedaba sustentado en el orden familiar privado, presentado como un espacio en el que los cónyuges desempeñaban el papel que les había sido asignado en la jerarquía de sexos[44]. Y si esta forma de pensar recuerda al siglo XVIII es porque en España, el liberalismo burgués se reveló incapaz de desprenderse por completo de las viejas concepciones misóginas, con lo que la idea heredada de feminidad gozó de buena salud hasta la década de 1920.

Naturalmente, la definición de los roles de género afectó al matrimonio. Si bien uno de los pilares del liberalismo decimonónico era la consideración del individuo como un ser libre que actuaba de acuerdo a su voluntad, tal libertad solamente era aplicable a la elección de iniciar o terminar una relación sentimental, puesto que en el ámbito doméstico el padre o marido aún gozaba de una posición predominante[45]. Sea como fuere, es innegable que existía ya un espacio mayor para la voluntad personal de los jóvenes, que no estaban atados por aquel patrón basado en la patria potestad y la obediencia, presidido por el honor y la buena fama[46].

 

3. LA REAL PRAGMÁTICA DE CARLOS III DE 1776

En el siglo XVIII, el debate que la Corona y la Iglesia mantenían sobre el matrimonio giraba en torno a dos cuestiones: la autoridad de los padres para intervenir en las decisiones de sus hijos y la libre voluntad de los contrayentes. Las tensiones se resolvieron finalmente en favor de la Monarquía, pues el reinado de Carlos III fue un período de esplendor para el regalismo, esa nueva política que convirtió toda cuestión religiosa en un problema de Estado[47]. Otro factor importante fue el movimiento ilustrado, cuya concepción del Derecho recogía la idea del matrimonio como un contrato civil, regulado por el poder temporal en su dimensión natural y por la jurisdicción eclesiástica en su vertiente sacramental.

 

3.1. La minoría de edad

Salvando el contexto y la mentalidad ilustrada, la Real Pragmática de 1776 compartía ciertos rasgos estructurales con la legislación castellana precedente. El más sobresaliente era la fijación de un límite de edad hasta el cual era preceptivo obtener el consentimiento paterno para casarse: los veinticinco años, la misma frontera que marcaba la mayoría de edad civil. Como novedad respecto al Derecho tradicional, esta norma hizo extensivo el requisito de la autorización paterna a los hijos varones, que hasta el momento afectaba tan solo a las mujeres. Pero la participación activa de los padres en la elección de estado de sus descendientes no acababa cuando estos cumplían los veinticinco, sino que, por vez primera, se prolongaba a través de la figura del consejo. En realidad, consentimiento y consejo no eran sino una forma de graduar la intervención familiar: para el consentimiento se pedía la aprobación expresa y el asesoramiento, mientras que en el consejo bastaba con que el hijo recibiera algunas pautas orientativas, sin quedar completamente sometido al juicio de sus parientes. 

 

3.2. el requisito del consejo y el permiso paterno

Como espejo de la sociedad jerárquica de la Ilustración, el matrimonio perseguía la consecución de los objetivos de la comunidad, que debían anteponerse a cualquier deseo particular. En la práctica, esto significaba que los sentimientos no bastaban para concertar un enlace ni representaban un motivo de peso para provocar la disolución de un acuerdo ya establecido. Siendo la convivencia social el fundamento del contrato, era indispensable que quien ejerciera la patria potestad diera su aprobación para cualquier asunto que generara efectos socioeconómicos[48]. En este sentido, Carlos III fue contundente a la hora de instaurar un orden de prelación de las personas que habían de prestar el consentimiento: el padre, la madre, los abuelos por ambas líneas, los dos parientes de mayor edad más cercanos y los tutores o curadores. Aun así, limitó la capacidad de actuación de los que no fueran familiares directos, exigiéndoles una autorización previa de la autoridad estatal competente; el Juez Real, el Corregidor o el Alcalde Mayor.

Si antes hemos mencionado que estas disposiciones derribaron las tradicionales barreras legales de género, ahora debemos añadir la discriminación por razón de estamento. A partir de la entrada en vigor de la norma de 1776, todos los menores de veinticinco años estaban obligados a recabar el consentimiento paterno, “desde las mas altas clases del Estado, sin excepcion alguna, hasta las mas comunes del Pueblo”, porque entendía el rey que el deber de respeto a los mayores emanaba del Derecho natural y divino. Más severo fue en lo concerniente a las penas por incumplimiento, que respondían a la idea de reforzar el control paterno sobre los hijos para impedir matrimonios desiguales, peligrosos para los intereses de la familia y del Estado. Por eso la tutela persistía de forma encubierta después de los veinticinco adoptando la forma de consejo. Era este un detalle de suma importancia, pues las penas por incumplimiento (tanto del requisito del consentimiento como del consejo) eran bastante duras: se privaba al hijo díscolo de sus derechos patrimoniales y sucesorios, lo cual incluía la dote en el caso de las mujeres.

A nuestro modo de ver, el análisis de las penas es de gran interés porque nos permite extraer tres conclusiones clave para comprender la legislación posterior. La primera es que el incumplimiento tenía solamente efectos civiles –patrimoniales y sucesorios–, descartando por fin aquellas tremendas consecuencias penales como la muerte por enemistad del Fuero Real o el destierro de las Leyes de Toro. Incluso se respetaba la prestación de alimentos del padre hacia sus hijos. La segunda conclusión es que la ausencia de aprobación paterna (ya fuera el consentimiento o el consejo) no suponía la nulidad del matrimonio. Este seguía siendo jurídicamente válido, lo que parece apuntar que, de alguna manera, se estaba poniendo en valor el consentimiento unipersonal de los contrayentes a pesar de los condicionamientos sociales y familiares. Por último, hemos de subrayar la concepción del incumplimiento como ingratitud. Nos lleva a pensar esto que la Pragmática de Carlos III podría haber sido el precedente de las llamadas causas de indignidad para suceder que la Codificación introdujo posteriormente. Se trataba, en palabras de Carlos Lasarte, de “tachas sucesorias consistentes en establecer que quienes cometen actos de particular gravedad contra un causante determinado pierden el derecho a heredar lo que tendencialmente podrían ostentar”. Incurrir en una de estas tachas sucesorias significaba que eran los mismos descendientes quienes, con su conducta deshonrosa hacia los padres, se evidenciaban incapaces para recibir la herencia.

 

3.3. El irracional disenso: recursos

Conforme al principio de obediencia a la autoridad paterna, la familia del Antiguo Régimen funcionaba más como una unidad productiva que emocional, cuyo cometido era transmitir la propiedad y la posición social entre generaciones[49]. Era el instrumento de difusión de la costumbre y la moral, la célula social donde se definía el papel del hombre y de la mujer, de los padres y de los hijos. Consciente de esta realidad, Carlos III se esforzó en perpetuar el espíritu tradicional en la ley, si bien tuvo que adaptarse al contexto del último tercio del siglo XVIII, donde los jóvenes comenzaban tímidamente a reivindicar la libertad para decidir sobre su matrimonio y su futuro.

A pesar de que los poderes públicos se habían mostrado reticentes en más de una ocasión a mantener el precedente histórico que obligaba a los hijos a casarse en contra de su voluntad, era la primera vez que actuaban en consecuencia. Bien podemos asegurar entonces que la “verdadera revolución” de la Pragmática carolina fue ofrecer a los descendientes afectados por esos rígidos principios la posibilidad de litigar contra sus padres. El requisito era que los parientes se hubieran negado al matrimonio sin una “justa y racional causa”; es decir, solo estaban legalmente amparados para ignorar los deseos de sus hijos si existía una ofensa grave al honor de la familia o un perjuicio para el Estado. Según la letra de la ley, esta imposición se introdujo porque cada vez era más frecuente que los padres y parientes atendieran más a sus intereses personales que a los fines del sacramento, lo cual causaba “gravísimos perjuicios temporales y espirituales” a la República civil y cristiana. Ante esta tragedia, la Corona decidió promocionar los matrimonios “justos y honestos”, aquellos en que los contrayentes fueran libres y se profesaran un afecto recíproco.

Los juicios de disenso tenían lugar cuando un joven que deseaba casarse se topaba con la negativa injustificada de su padre. El procedimiento se iniciaba cuando el afectado ponía esta situación en conocimiento de la justicia, buscando siempre obtener una licencia que le permitiera acudir después a la Iglesia y contraer nupcias[50]. Sin embargo, también podía suceder que los padres presentaran una queja judicial ante la sospecha de que sus hijos iban a casarse ignorando su negativa[51]. En uno y otro caso, las autoridades territorialmente competentes para conocer del litigio eran los tribunales municipales y las audiencias regionales, que actuaban como primera y segunda instancia. Se trataba de un procedimiento sumario, en cuanto que existía cierta premura por solucionar algo que trascendía lo meramente individual, que incumbía a la familia, a la comunidad y al Estado. La justicia real ordinaria disponía de un plazo de ocho días para resolver, pero si el actor no estaba de acuerdo con la resolución, la ley contemplaba el recurso de alzada ante la segunda instancia. El Consejo, Chancillería o Audiencia disponía de treinta días para pronunciarse, pero contra el fallo no cabía recurso ordinario ni extraordinario, presumiblemente para evitar dilaciones. Entonces la resolución devenía firme y adquiría fuerza de cosa juzgada, imposibilitando la apertura de un nuevo procedimiento con identidad de sujetos, objeto y causa.

Por supuesto, el procedimiento se llevaba a cabo con suma discreción. A las partes solamente se les notificaba el fallo, pero no las objeciones o excepciones que se hubieran interpuesto en el trascurso del pleito para “evitar disfamaciones de personas o familias”. Los documentos eran custodiados celosamente en archivos separados a los que nadie podía acceder sin autorización expresa del Consejo. De hecho, los jueces y escribanos que dieran una copia simple o certificada de los expedientes judiciales quedaban inhabilitados para el ejercicio de la profesión. Tanto secretismo impedía, por un lado, que los padres realizaran confesiones comprometedoras para el honor de la familia en el momento de exponer las razones del disenso; e igualmente era un freno para que la sociedad supiera de las desgracias de sus convecinos, eliminando así futuros obstáculos para que el joven se casara con otra persona[52].

En conclusión, podría decirse que en la Real Pragmática de 1776 se produjo una colisión entre los dos mundos que protagonizaban el panorama nacional en el Siglo de las Luces. El movimiento ilustrado, tan útil para embellecer el país y dar una imagen de progreso, veía diluida su consigna fundamental –la libertad del hombre para elegir el camino hacia la felicidad– en las vetustas estructuras del Antiguo Régimen, férreo defensor de la autoridad paterna y de las alianzas entre miembros de la élite por vía matrimonial[53].

 

4. LA REAL PRAGMÁTICA DE CARLOS IV DE 1803

Pese a la contundencia de su redacción, las disposiciones de la Real Pragmática de 1776 fueron tachadas de caóticas en su tiempo por la confusión que despertaba el uso de algunas expresiones en la práctica jurídica. Fue entonces cuando los Consejos de Castilla e Indias solicitaron aclaraciones a Carlos IV, quien promulgó un Real Decreto el 10 de abril de 1803 con las nuevas reglas para la celebración de matrimonios y formalidades de los esponsales de los hijos de familia, de los obligados a solicitar licencia especial de sus respectivos jefes y de los Infantes y demás personas reales. Entre las disposiciones se incluyó una cláusula retroactiva, de modo que todos los enlaces concertados pero no celebrados antes de la entrada en vigor de la norma debían regirse por lo que en ella se ordenaba, sin que hubiera espacio para “glosas, interpretaciones ni comentarios”. La regulación fue rematada en la Novísima Recopilación de 1805, que decretó la nulidad de cualquier Real carta o mandamiento que pretendiera casar a una mujer contraviniendo sus deseos.

 

4.1. Principales diferencias respecto a la Real Pragmática de 1776

En líneas generales, la Real Pragmática de 1803 poseía un espíritu similar al de su predecesora, si bien contemplaba ciertos cambios que afectaban fundamentalmente a dos cuestiones. La primera era la recuperación de la vieja distinción por sexos en cuanto a la edad hasta la cual los hijos estaban obligados a solicitar el consentimiento paterno para contraer matrimonio, que suprimió la figura del consejo. La segunda, relativa a los autorizantes, les eximía de motivar su negativa al enlace[54].

En el sistema de Carlos IV existía una multiplicidad de edades, por lo que la mayoría de edad para estas cuestiones matrimoniales no era la misma que se exigía para otros efectos civiles. No era una técnica legislativa original, sino un nuevo regreso a la tradición histórico-jurídica castellana. Se adaptaron los parámetros del Fuero Real a las circunstancias de principios del siglo XIX, de ahí que no se estimara necesario haber alcanzado la mayoría de edad civil para darse en matrimonio[55]. Un cambio sustancial respecto de la Pragmática de 1776, que había optado por igualar los tiempos bajo el pretexto de facilitar la práctica jurídica. A la pluralidad de edades se añadieron otros aspectos rescatados de la legislación alfonsina medieval. Emulando al Rey Sabio, el Borbón articuló su Pragmática en base a dos criterios: el sexo de los contrayentes y la condición de la persona habilitada para dar su aprobación. Sobre la primera cuestión, la cifra base eran los veintitrés años para las hijas y los veinticinco para los hijos, pero solo si era el padre quien prestaba el consentimiento. En caso de que fueran otras personas (la madre, los abuelos, los tutores o la autoridad estatal), había que restar un año a medida que se avanzaba en el orden de prelación. Al introducir estas “desigualdades”, consideraba el monarca que el sistema ganaba en equidad y justicia, pues no se colocaba en una posición de debilidad a ninguna de las partes[56]. 

Como podemos comprobar, tampoco aquí se contemplaba el supuesto de incapacidad o enfermedad del padre, que, presumiblemente, continuaba ocupando una posición prevalente en vida. Una sutileza significativa era la mención expresa a los abuelos paterno y materno, que zanjaba la polémica de 1776 acerca de la subsidiariedad de las líneas de sangre. Jerárquicamente, en 1803 se omitía la antigua referencia a los dos parientes más cercanos que se hallaran en la mayor edad –en la que no se concretaba el grado ni la naturaleza de la línea, recta o colateral–, pasando directamente a los tutores y al Juez del domicilio. Pero en caso de que el menor contrajera nupcias sin haber solicitado el consentimiento de los parientes o tutores, el castigo era mucho más severo: la desheredación y la indignidad se sustituían por la expatriación y confiscación de los bienes del contraventor y sus descendientes; además, se sancionaba a los eclesiásticos que hubieran oficiado el enlace, que en la mentalidad regalista tenían la condición de funcionarios del Estado.

 

4.2.  El reforzamiento de la autoridad paterna

A simple vista, podría parecer que la Pragmática favorecía a los hijos, pues abolió la pesada carga que suponía el consejo paterno a partir de la mayoría de edad: “los hijos que haian cumplido veinte y cinco años, y las hijas que haian veinte y tres, podrán casarse a su arbitrio, sin necesidad de pedir ni obtener consejo ni consentimiento de su Padre”. Sin embargo, lo que Carlos IV hizo realmente fue culminar el proyecto de su progenitor reforzando aún más el control de los padres y parientes. Ahora solo tenían que motivar la aprobación del matrimonio de los jóvenes, sin necesidad de que concurriera causa justa o racional cuando decidieran oponerse.

En los procedimientos de disenso se estableció una diferencia entre los que requerían un permiso real y los del resto de súbditos. En el primer supuesto, el recurso había de interponerse ante el mismo monarca o sus autoridades delegadas, que eran la Cámara, el Gobernador del Consejo y los Jefes respectivos. Las otras clases del Estado tenían que acudir a los órganos de jurisdicción civil, que eran los Presidentes de las Chancillerías o Audiencias o el Regente de las Asturias. La tramitación era idéntica para todos los interesados: se elaboraban cuantos informes se estimaran oportunos para la resolución del litigio, aunque con menos garantías debido a la ausencia de fundamentos que ofrecieran detalles sobre la vida familiar. No obstante, el juzgador estaba facultado para inadmitir el recurso a trámite por inobservancia de los requisitos formales o por la falta de otorgamiento de escritura pública. 

5. EL MATRIMONIO EN EL CÓDIGO DE NAPOLEÓN: INFLUENCIA SOBRE LOS CÓDIGOS ESPAÑOLES

A finales del siglo XVIII, teóricos del Derecho y burgueses revolucionarios manifestaron la necesidad de diseñar una teoría general de creación y fijación de las leyes que pusiera fin a la inseguridad provocada por la acumulación de normas dispares, confusas e incongruentes del Antiguo Régimen[57]. En cuestión de años, la influencia recíproca entre el iusnaturalismo racionalista, el liberalismo burgués y la Ilustración, transformó por completo los conceptos en que tradicionalmente se había sustentado el sistema europeo occidental. Bajo el signo de la Constitución en el Derecho público y del Código en el privado[58], la ley pasó a convertirse en el fruto de la voluntad nacional y, frente a la práctica tradicional de las recopilaciones, se optó por reducir los materiales para redactar ex novo textos completos y sistemáticos que abarcaran las distintas ramas del ordenamiento: penal, mercantil, procesal y civil[59].

“Por codificación, en sentido estricto, se entiende, como dice Sánchez Román, la reunión de todas las leyes de un país o, en un aspecto más limitado, las que se refieren a una determinada rama jurídica, bajo un solo Cuerpo legal, presidido en su formación por unidad de criterio y de tiempo. En términos más breves, puede decirse que un Código es una ley general y sistemática. Si el Derecho es un organismo, el Código es la ordenación legal que lo recoge y formula. Con acierto lo ha llamado Filomusi un sistema en el campo de la legislación[60].

El paradigma codificador fue la Francia de Napoleón, a quien debemos la unificación legal que se exportaría al resto del mundo. Pero, por más que marcase el rumbo de este movimiento, el Code Napoleón no era más que la visión particular de un legislador condicionado por sus circunstancias históricas. Los excesos cometidos en el transcurso de la Revolución de 1789 condujeron al Consulado y después al Imperio a rescatar los principios de autoridad política y doméstica con el objeto de reforzar el poder del Estado. En consecuencia, el Derecho privado –al margen de regular los bienes, personas y contratos– se enfocó en la supresión del arbitrium judicial a través del triunfo absoluto de la ley[61]. Lo civil se redujo a una disciplina estatal de las instituciones prácticamente volcada en la propiedad privada, los instrumentos de aprovechamiento y los titulares de la misma. Esta concepción técnica de la Codificación, que aglutinaba lo revolucionario y lo reaccionario, se extendió enseguida por el continente, sobre todo a raíz de la exitosa política exterior de Napoleón. Su periplo europeo fue un proyecto de conquista, pero también ideológico, como demuestra el otorgamiento de cartas constitucionales en las que se recogía la necesidad de sistematizar el ordenamiento jurídico de los territorios que iban a ser incorporados al Imperio[62]. La única excepción fue la Monarquía de España, donde, en vista del conflicto que podía ocasionar un cambio en el espíritu de unas leyes con siglos de historia, se decidió respetar temporalmente el ordenamiento originario, con la expectativa de implantar en el futuro un modelo de corte imperial. 

Sin duda, esto no fue óbice para que los franceses imprimieran su huella en la España decimonónica. Es más, dice José Manuel Pérez-Prendes que el Code fue el factor decisivo para que los legisladores se decantaran por abandonar el camino de la recopilación. Los doceañistas dejaron constancia de ello en el artículo 258 de la Constitución de Cádiz: “el Código civil y el criminal y el de comercio serán unos mismos para toda la Monarquía sin perjuicio de las variaciones, que por particulares circunstancias, podrán hacer las Cortes”, aunque no tuvieron tiempo de redactar ningún proyecto de Código civil[63]. A partir de entonces, el fenómeno codificador, siempre ligado al inestable constitucionalismo peninsular, inició un camino repleto de obstáculos que no dio sus frutos hasta 1889, cuando muchos países del entorno contaban ya con importantes obras legislativas, como el ABGB austríaco o el BGB alemán.

6. El proyecto de código civil de 1821

Desgraciadamente, el sueño constitucional gaditano se truncó poco después de nacer. Tras su regreso de Valençay en 1814, Fernando VII restauró el absolutismo, con el retroceso que ello suponía: se derogaron todas las reformas aprobadas en las Cortes, se frenó la desamortización y se restablecieron los Consejos, la Inquisición, la jurisdicción señorial y los privilegios del Antiguo Régimen. La oposición liberal, que fue perseguida por su ideología “imitadora de los principios proclamados por los revolucionarios franceses”, canalizó su malestar con la gestión que estaba haciendo el gobierno fernandino a través de la conspiración y de varios intentos revolucionarios que fueron rápidamente sofocados. Habría que esperar a enero de 1820 para que el oficial Rafael del Riego se sublevara en Las Cabezas de San Juan y desencadenara el cambio político. Comenzó así el Trienio Constitucional (1820-1823), que obligó al rey a jurar la Constitución de Cádiz y trató de poner en práctica las medidas que los doceañistas nunca llegaron a ejecutar.

En este contexto, se consideró oportuno conformar Comisiones técnicas ajenas a las Cortes que retomaran la tarea codificadora sin injerencias políticas[64], siempre en vista de que “los españoles tuviesen un manual fijo y claro de sus derechos y obligaciones”. Para ello se siguieron las pautas recogidas en la Miscelánea de comercio de Javier de Burgos, según la cual la renovación del Derecho pasaba por aprobar tantas comisiones como códigos[65]. La Comisión especial del Código Civil, elegida el 22 de agosto de 1820 por iniciativa parlamentaria de Damián La Santa, estaba integrada por siete académicos y magistrados –Nicolás María Garelly, Antonio Cano-Manuel, Pedro de Silves, Antonio de la Cuesta y Torres, Juan Nepomuceno Fernández San Miguel, Martín Hinojosa y Felipe Benicio Navarro– que en menos de un año lograron redactar las intenciones y el esquema[66]. El resultado ha sido elogiado por la doctrina, que coincide en describir el Proyecto de 1821 como una obra legal de gran calidad a pesar de la rapidez con que se realizó y del enorme número de cuestiones que pretendía regular. Era, en palabras de Luis Díez-Picazo, “de características muy especiales, una curiosa fusión de principios progresistas y criterios tradicionales”. Y aunque quizás podría pensarse que el acierto de los liberales fue debido al hecho de que tomaron el Code Napoleón como referencia, lo cierto es que su objetivo fue publicar un trabajo global más que un tratado acerca de las relaciones entre ciudadanos privados, de ahí que en él se perciban ecos de la Novísima Recopilación o las Partidas, de los códigos ilustrados de Austria y Prusia y de las teorías de Bentham[67]. Lo más sorprendente es que ese afán totalizador acabaría siendo, a la larga, el mayor obstáculo de la Comisión, incapaz de abarcar la totalidad de las materias que se había propuesto.

Efectivamente, además de las cuestiones propias del Derecho civil –el estatuto de las personas (vecindad, ciudadanía, registro civil y restitución), las obligaciones y contratos (responsabilidad civil, tasa del interés y negocios sobre géneros prohibidos), la propiedad y otros derechos reales (posesión, censos y oficios de hipotecas), la familia (autoridad paterna, minoría de edad y matrimonio de los hijos) y las sucesiones (testada e intestada, con exclusión de especialidades territoriales)–, los técnicos quisieron extender en exceso el marco de la ley incluyendo regulaciones “de interés general”, como el cauce legal de la religión y las pías asociaciones, los tributos, los cargos públicos y representativos, las temporalidades de los jesuitas y la desamortización del patrimonio de la Iglesia[68]. Por tanto, el Código Civil de 1821 se apartaba del modelo napoleónico no solo en su vocación totalizadora, sino también en su concepción como ley especial, cuya función era concretar y ejecutar las bases trazadas en la Constitución[69].

 

 

6.1. El individualismo liberal frente al poder regulador de las familias

En lo que a la familia se refiere, el Proyecto de 1821 se incardina en un momento histórico en el que Europa comenzaba a sumarse a la tendencia secularizadora planteada en el Code. Había algunos círculos intelectuales en España que apoyaban el intervencionismo total del Estado en las cuestiones proverbialmente atribuidas a la jurisdicción eclesiástica, pero por razones políticas sus aspiraciones nunca llegaron a materializarse[70]. Tendrían que transcurrir casi cincuenta años para que se quebrara ese profundo respeto hacia la tradición castellana y canónica, que impedía poner en duda el carácter sagrado del matrimonio. Con todo, su tratamiento en el texto legal fue muy progresista, seguramente por la mentalidad aperturista y anticlerical del nuevo gobierno, que además de llevar a cabo la desamortización de los bienes del clero, abolió la Compañía de Jesús, el Santo Oficio, las órdenes monásticas y el Fuero eclesiástico. Siguiendo los postulados del jansenismo, los liberales dejaron la disciplina canónica interna –los asuntos puramente espirituales– a los religiosos, mientras que ellos se apropiaron de la dimensión externa, colocando la potestad secular sobre la Cátedra de San Pedro[71].

Además, la política matrimonial del Trienio se apoyaba en el regalismo del siglo XVIII y en el Código de Napoleón, si bien este último sufrió una “cristianización moderada”. De la combinación del ideario católico con el liberalismo decimonónico surgió una fórmula hasta entonces desconocida en el Derecho patrio: la celebración de una unión civil ante el alcalde que después se repetía in facie ecclesiae. En realidad, el procedimiento respondía a la definición de matrimonio recogida en el artículo 278, que sin perder los tintes romano-canónicos, omitía cualquier mención a los fines tradicionales de la procreación y educación de la descendencia. Ya era simplemente “el convenio entre varón y hembra, celebrado según las leyes, por el que se obligan a la recíproca cohabitación perpetua y a la comunión de sus intereses”. Es importante destacar que, al regularse como un contrato, su validez no dependía en exclusiva de la observancia de las formalidades tridentinas, sino que debían concurrir la capacidad y el consentimiento de los contrayentes. Para los requisitos de capacidad se tomaron como referencia las disposiciones eclesiásticas, considerando aptos a los varones mayores de dieciséis y a las mujeres mayores de catorce que no fueran estériles ni estuvieran ligados a la profesión religiosa. Tampoco se admitían la bigamia ni el parentesco en grado prohibido por la Iglesia.

Con respecto a la figura del consentimiento, desarrollada con mayor profusión en los preceptos contiguos, se establecían una serie de características. En primer lugar, tenía que emitirse libremente, sin que hubiera intervenido miedo grave o coacción moral extrínseca, aunque no se entendían como tales la persuasión, las promesas o amenazas relativas a intereses ni el moderado castigo paternal. A esto había que sumar la salvaguarda de las formalidades legales, es decir, la comparecencia ante el alcalde del domicilio de la mujer con la presencia de un escribano y dos testigos varones mayores de veinticinco años que supieran leer y escribir. En el mismo acto habían de acreditar documentalmente que tenían la edad prescrita y que habían obtenido la aprobación o el consejo de sus mayores, aunque era posible obtener la aprobación si comparecían en el momento las personas que debían darla. De los trámites se expedía un acta firmada y se entregaba una copia a los interesados para que acudieran al párroco “a fin de que ante él se realice la celebración del matrimonio, previos los requisitos y con arreglo a las solemnidades que prescribe el ritual de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana”. Por último, el texto obligaba a los hijos de familia que no hubieran cumplido los veinticinco a recabar el “consentimiento ilustrado” de los padres, abuelos, parientes o tutores.

Al igual que el Code –que, recordemos, era retrógrado en algunos aspectos–, el Proyecto de 1821 utilizó las licencias típicas del Antiguo Régimen con el objeto de reforzar la cohesión familiar y evitar enlaces que resultaran poco convenientes a las clases burguesas[72]. Para ello, el legislador español aprovechó los precedentes jurídicos más inmediatos en la materia, las Reales Pragmáticas de 1776 y 1803. Fue recopilando, de esta forma, diversas ideas que le permitieron articular una regulación adaptada a su tiempo. No obstante, quizás por la influencia del liberalismo, se aprecia una cierta relajación en las encorsetadas disposiciones que habían regido el matrimonio en tiempos de los Borbones. Por ejemplo, la regla general de la mayoría de edad, fijada en los veinticinco años, admitía dos excepciones: no se requería el consentimiento previo cuando fueran las segundas nupcias del interesado o este, superados los veinte años, careciera de todos los parientes señalados en la ley. Si no se daba ninguna de estas circunstancias, los primeros en autorizar eran los dos progenitores; incluso, se preveía el supuesto de que el padre estuviera incapacitado, en cuyo caso el poder recaía sobre la madre. En cuanto al resto de parientes –abuelos, hermanos mayores de veinticinco, tíos y tíos abuelos–, se imponía el criterio de la mayoría, pero siempre en positivo, de modo que ante un empate había que aprobar el matrimonio. Los tutores eran solamente necesarios cuando el afectado fuera menor de veinte años, existiendo la posibilidad de que se le designara uno cuando los parientes residían fuera de la provincia. La misma función cumplían los dirigentes gubernamentales de los establecimientos públicos de educación, instrucción o beneficencia en que los jóvenes se estuvieran formando. Faltando el consentimiento, además de ser causa de nulidad del matrimonio, los hijos y sus cómplices eran castigados con las penas contenidas Código Penal[73].

De la Real Pragmática de 1776 se mantuvo la figura del consejo una vez cumplidos los veinticinco años, aunque las personas que podían emitirlo eran exclusivamente los padres y abuelos y el interesado podía ignorar su opinión sin miedo a represalias legales. La razón de este cambio de parecer es que los redactores pensaban el consejo como una forma de respeto a los mayores o un acto de sumisión[74] más que como una imposición. A falta de cualquiera de estos parientes o en caso de que se hubieran alcanzado los veinte años sin tener familia, había plena libertad para contraer matrimonio. En cualquier caso, el Código volvía a ofrecer la vía del disenso a los hijos menores que resultaran agraviados por la negativa de sus padres, parientes o tutores. Sorprendentemente, esto no se contemplaba en la legislación francesa, pero sí en muchos cuerpos legales que descendían directamente de ella. Colmando los vacíos de sus predecesores, el artículo 301 fue muy explícito en cuanto a lo que se consideraba “causa racional para la desaprobación del matrimonio”, plasmando los valores y criterios en los que los redactores entendían que se fundamentaba la familia: la depravación de costumbres de uno de los que intentan el matrimonio; la muy notable diferencia de edad entre ellos; la muy notable desigualdad de sus fortunas, que no esté contrabalanceada con esperanzas fundadas en el empleo o prendas personales del pobre; la falta de medios actuales y que no se ven de próximo para sostener las cargas del matrimonio u otras razones iguales.

Para José María Laina Gallego, lo que denota la exigencia del consentimiento ilustrado es “una sobrestimación de la patria potestad” en detrimento del principio canónico de libertad individual para contraer matrimonio. Después de tantos siglos de alteraciones legales, las primeras décadas del XIX representaban la máxima degradación o desnaturalización del primitivo significado de la licencia paterna, que era el cuidado de los hijos. Se había convertido “en un pretexto para una intervención administrativa más”, como reconoce Federico de Castro. Hay que tener presente que el Código era una aproximación al futuro sistema de matrimonio civil obligatorio, con lo que resulta lógico que la Comisión se decantara por favorecer la opción más conveniente para el Estado, que era la continuidad del consentimiento previo de padres, parientes y tutores. Solo así se lograba debilitar la tendencia milenaria de contraer nupcias conforme a las prescripciones de la Iglesia.

 

7. EL PROYECTO DE CÓDIGO CIVIL DE 1836

La caída del gobierno del Trienio a manos del ejército francés en 1823 dio paso a la segunda fase del reinado absolutista de Fernando VII, a menudo descrita como un paréntesis que retrasó la llegada definitiva del régimen liberal[75]. Sea como fuere, el escenario en que se desarrolló la llamada Década Ominosa era muy distinto al de 1814. El propósito político de la Santa Alianza al intervenir en España consistió en implantar una monarquía absoluta moderada, alejada de radicalismos que pudieran encender la llama de la revolución. Por tanto, aunque se derogaron muchas de las disposiciones aprobadas por las Cortes durante los años precedentes, se estimó inoportuno seguir gobernando con instituciones del Antiguo Régimen. El Ejecutivo, apoyado por un equipo ministerial sólido, asumió nuevamente la competencia legislativa, recurriendo a técnicos expertos en Derecho para poner en marcha sus planes de reforma.

El denominador común de los reformadores, nacidos en el último tercio del siglo XVIII, era la pertenencia a una burocracia formada en la ideología del despotismo ilustrado, pero modernizada por la experiencia napoleónica[76]. A ellos encomendó el rey retomar las labores de codificación, que habían sido interrumpidas a raíz del derrocamiento de los liberales. En lo que al ámbito civil respecta, hasta la publicación del Proyecto de García Goyena en 1851 no hubo ningún texto especialmente reseñable. Sin embargo, son dignos de mención los escritos del abogado e historiador Pablo Gorosábel, que, preocupado por el caos normativo de su tiempo, editó por iniciativa privada la Redacción del Código Civil de España, esparcido en los diferentes cuerpos del derecho y leyes sueltas de esta nación, escrita bajo el método de los códigos modernos en 1832. Basándose en el Código de Napoleón, la legislación tradicional castellana y la doctrina española, realizó un trabajo reconocido por su gran precisión en los conceptos y las diversas figuras jurídicas. El propio José María Antequera Bobadilla –futuro secretario de la Comisión General de Codificación en la Restauración borbónica– consideraba “muy digno de aprecio, extenso y meditado” su tratamiento de los estados domésticos (matrimonio, patria potestad y tutela), el régimen de las cosas (clasificación de las mismas, tipos de propiedad y derechos reales en cosa ajena) y los modos de adquirir la propiedad (ocupación, contratos, testamentos, prescripción y sucesión intestada)[77].

Es posible que la doctrina del momento prestara escasa atención a la obra de Gorosábel porque desempeñaba su profesión en un ámbito completamente ajeno a los círculos de poder donde se fraguaban los debates legislativos; pero tampoco se puede descartar que sirviera de acicate para que se reemprendiera la Codificación tras una larga pausa de once años[78]. En 1833, el rey promulgó un Decreto de 9 de mayo confiando al jurista madrileño Manuel María Cambronero la redacción de un Código civil. La fortuna quiso que este falleciera a los pocos meses, con lo que la culminación del texto quedó en manos de una Comisión especial no parlamentaria conformada por tres miembros: Eugenio Tapia, Tomás Vizmanos y José Ayuso. Mientras completaban su tarea, el panorama político español sufrió otro giro inesperado. La muerte de Fernando VII permitió que los liberales regresaran a las instituciones bajo la regencia de María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, quien a raíz del Motín de La Granja, tuvo que derogar el Estatuto Real, de corte moderado, y promulgar la Constitución de 1812. Curiosamente, este cambio de tendencia no repercutió demasiado en las actividades de la Comisión, que diseñó la ley sobre los materiales dejados por Cambronero. Así, el 16 de noviembre de 1836 los redactores presentaron ante las Cortes una obra titánica de 2458 artículos, divididos en cuatro libros y un Título Preliminar.

Al igual que había sucedido con Gorosábel, el Proyecto de 1836 apenas despertó el interés del poder político, algo que Francisco Tomás y Valiente achaca a la inquietud generada por el estallido de la Primera Guerra Carlista (1833-1840). Como el jurista tolosano, la intención de la Comisión fue integrar el Derecho antiguo con las nuevas disposiciones en las distintas materias civiles, a fin de no romper totalmente con el pasado. Bien es cierto que no introdujo grandes novedades en comparación con la obra de 1821, pero sí que podría decirse que fue el primer Código civil en sentido estricto, dado que solo regulaba las materias concernientes al Derecho Privado; esto es, “las relaciones de los individuos del Estado entre sí, para el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de sus obligaciones respectiva”, excluyendo “las leyes políticas y todas las relativas a la administración pública en sus diferentes ramos”[79].

 

7.1. Una vuelta a la tradición: la regulación de los esponsales

A pesar del espíritu de renovación y reforma que presidió el proceso codificador español, no debemos olvidar que la redacción del Proyecto de 1836 se inició en un momento en que el absolutismo volvía a desplegarse sobre el orden político, social, económico y religioso. Los pilares que había construido Cambronero estaban adaptados al ideario de Fernando VII y su gabinete, con lo que era inevitable que en el resultado final –aunque inspirado por su predecesor– hubiera tintes conservadores. Y es que la esencia de esta ley respondía más a la tradición jurídica castellana sintetizada en la Novísima que a las revolucionarias ideas del Code francés. En consecuencia, no es extraño que la Comisión concediera gran importancia a la controvertida figura de los esponsales, cuya pertinencia había sido puesta en tela de juicio por aquellos civilistas que entendían que entraba en conflicto con los principios y valores de la sociedad decimonónica[80]. Mientras que el legislador de 1821 había optado por omitir cualquier referencia en su articulado, en este Código se les dedicó el Título V del Libro I, que se correspondía con los artículos 108 a 144.

Definidos como “una promesa recíproca y solemne de futuro matrimonio entre varón y mujer”, los esponsales quedaban sujetos a la concurrencia de una serie de requisitos. A la ausencia de impedimentos legales para contraer matrimonio se sumaba el haber alcanzado una edad mínima, fijada en dieciséis años para los varones y catorce para las mujeres. Fue esta una novedad muy destacada, ya que los comisionados rompieron la antiquísima tradición legal castellana, que autorizaba tanto a los mayores de siete años a celebrar los esponsales de palabra o por escrito como a los púberes –los varones de catorce y las mujeres de doce– a casarse. La explicación que ofrecieron en la Exposición de Motivos fue extremadamente gráfica, criticando lo absurdo de la situación: “¿qué discernimiento puede haber en los tiernos años para hacer una elección acertada; qué juicio para gobernar una familia; qué que prudencia para tolerar sus mutuos defectos; qué seso y conocimiento para dirigir la educación de los hijos?”[81].

Asimismo, se exigía el “libre consentimiento de parte de los contrayentes”, sin “error sobre la identidad de la persona” ni “fuerza o miedo grave, o coacción moral equivalente a ese miedo grave”. Lo interesante en este caso es que la terminología empleada supone un reconocimiento tácito de la institución matrimonial como contrato civil. Lo que hizo el legislador fue condicionar la validez de los esponsales a la inexistencia de vicios en la formación y declaración de la voluntad de las partes que aceptaban obligarse, a la manera de los elementos esenciales recogidos en la teoría general de los contratos. Luego esta figura jurídica también se entendía como un mecanismo generador de derechos y obligaciones para los contrayentes, vinculados a la realización de su promesa por el mero hecho de haberse comprometido a ello, por haber prestado su consentimiento, ya fuera de palabra, por escrito o mediante señas[82].

Al igual que en la legislación histórica española, a estos requerimientos de fondo se añadieron otros de forma. El otorgamiento de esponsales había de realizarse en escritura pública, haciendo constar el cumplimiento de las premisas del mencionado artículo y en presencia de las personas llamadas por la ley para dar su licencia a los menores[83]. Sin la escritura no podría admitirse “demanda ni excepción alguna de esponsales, aun por vía de impedimento en los Tribunales civiles, ni en los eclesiásticos”. Este inciso, según Luis Crespo de Miguel, se inspiraba en las doctrinas de Pothier y el Sínodo de Pistoya de 1786, partidario del jansenismo político-eclesiástico. En esta ciudad italiana se había acordado limitar la potestad de la Iglesia a las cuestiones estrictamente espirituales, con lo que la regulación del matrimonio quedó en manos de las autoridades civiles por su naturaleza contractual. La Comisión parecía reivindicar el lugar de la Santa Sede en los trámites concernientes a los esponsales, quizás en un intento de conservar ese vínculo con la tradición.

 

7.2. El consentimiento y sus límites

En contraposición al principio de libertad individual enunciado más arriba, el artículo 109 contemplaba un último requerimiento que entraba directamente en conflicto con aquel: dependiendo de la situación y condición de los contrayentes, se les demandaba solicitar el consejo o el consentimiento de los padres, abuelos, hermanos mayores de veinticinco o curadores para la celebración de los esponsales. Hubo aquí una clara inspiración en las disposiciones sobre el “consentimiento ilustrado” para el matrimonio contenidas en el Proyecto de 1821, con lo que la letra del texto era prácticamente un calco[84].

Los redactores mantuvieron la mayoría de edad en los veinticinco años, sin distinción de sexo, al tiempo que en “las naciones cultas de Europa” estaba establecida en los veintiuno. En la Exposición de Motivos adujeron que no existían razones de peso para alterar la legislación vigente, de manera que debía dejarse subsistente lo antiguo. También explicaron que el propio Código preveía “otros medios para salirse de la patria potestad y de hacerse independiente a los dieciocho años, esto es, o casándose o siendo emancipado”. Sin embargo, el joven que se independizara, aun habiendo abandonado la esfera de la patria potestad, seguía encontrando un obstáculo a la hora de contraer matrimonio, ya que necesitaba la licencia paterna. Incluso quedaba sujeto a la norma del consejo cuando cumpliera los veinticinco. No adquiría una libertad absoluta, aunque podía ejercer acciones judiciales contra el irracional disenso de sus familiares[85]. La contradicción se agravaba con la otra excepción a la regla general, que era el supuesto de viudedad. El articulado eximía de la obligación del consentimiento previo a “las viudas” menores de edad, lo cual generaba controversia. No tenía sentido terminar con las diferencias entre varones y mujeres para después “privilegiar” a las hijas que hubieran sobrevivido a su futuro cónyuge, más si cabe cuando en 1821 se había abolido por completo este tipo de discriminación. Así, los únicos que quedaban totalmente liberados de la injerencia paterna eran los jóvenes abandonados, algo que se daba cuando los padres, hermanos o ascendientes incurrían en el “descuido absoluto en la educación de los hijos, descendientes o hermanos y el negarles los alimentos necesarios, teniendo medios con que atender a esta obligación”.

En cuanto al orden de prelación de los familiares habilitados para consentir, la novedad era la supresión de los tíos del interesado, que en el primer Proyecto ocupaban la posición siguiente a los hermanos. Asimismo, cuando se tratara de “hijos naturales” reconocidos por el padre, en ausencia de los progenitores o en caso de incapacidad, pasaban directamente a los curadores, independientemente de que tuvieran abuelos o hermanos mayores. Nada se decía de los hijos naturales no reconocidos por el padre, con lo que suponemos que la primera persona autorizada para dar la licencia sería la madre. Y si había algún desacuerdo entre los familiares, todavía se daba preeminencia al voto de los varones, mientras que para los empates permanecía la regla de la aprobación de los esponsales.

Sin duda, la mayor discordancia del Proyecto de 1836 en relación con los esponsales afectaba al Derecho canónico. Hemos indicado en el otro apartado que su espíritu era conservador, menos beligerante hacia la Iglesia en comparación con la legislación del Trienio Liberal. Y, sin embargo, la Comisión asestó el golpe definitivo a las disposiciones eclesiásticas –sentando las bases del Código civil de 1889– al rescatar los antiquísimos precedentes romanos en la materia. Se privó a la promesa de matrimonio de sus clásicos efectos vinculantes en favor de mantener la libertad de los contrayentes hasta el preciso instante de manifestar el consentimiento en la celebración de las nupcias. Esto significaba que los esponsales carecían de alcance contractual, que no eran un precontrato ni un mero acuerdo, sino un uso social que estaba identificado legislativamente pero que carecía de virtualidad normativa[86]. Jurídicamente, los actos realizados por los novios eran considerados como el presupuesto habilitante para la aplicación de los preceptos referentes al incumplimiento unilateral de la promesa. Luego, independientemente de quién hubiera quebrantado la obligación esponsalicia –los jóvenes o sus familiares–, la ley exigía la devolución de todo cuanto hubiera recibido de la otra parte y el resarcimiento de los perjuicios ocasionados. 

Observamos, por tanto, que lo que comenzó siendo un acoplamiento del absolutismo a las fórmulas legislativas liberales terminó marcando la cuarta etapa del Estado Constitucional liberal, consolidando el principio de incoercibilidad del consentimiento matrimonial[87].

 

8. CONCLUSIONES

Al hilo de las explicaciones anteriores, podemos concluir que el consentimiento para contraer matrimonio es una figura que se proyecta sobre diversas disciplinas como el Derecho, la Sociología y la Historia. En líneas generales, se trata de un concepto jurídico que hunde sus raíces en un cuerpo tan antiguo como el ser humano, anterior incluso a la existencia de las propias normas: la familia. Más que una realidad biológica, es una creación cultural que sirve para la consecución de una serie de fines, entre los cuales se encuentran la socialización, la subsistencia o la conformación de un patrimonio. Todas estas características hacen de ella una institución social que se transforma en institución jurídica, en cuanto que la convivencia da lugar a derechos y deberes que han de ser tutelados por el Derecho para evitar la conflictividad.

El matrimonio es una de las realidades generadoras de este acervo de relaciones jurídicas. Independientemente de que su naturaleza sea única o múltiple, humana o divina, el fundamento es siempre el consentimiento de los contrayentes. Esta sencilla consigna es lo que hoy refleja el artículo 45 de nuestro Código Civil, heredero en muchos aspectos de una tradición milenaria: “no hay matrimonio sin consentimiento matrimonial”. Sin embargo, la base convencional, ya sea ungida o investida, no basta por sí misma para la existencia del vínculo conyugal. La razón es que el conjunto de normas que regulan el matrimonio está contenido en la legislación civil o eclesiástica, de modo que no queda sujeto al principio de autonomía de la voluntad; es decir, las partes no tienen capacidad para establecer las reglas ni para realizar modificaciones. Lo que ocurre es que la primitiva fuente de las normas que componen el estatuto matrimonial es la costumbre, integrada por una amalgama de consideraciones (morales, religiosas, conductuales, técnicas y jurídicas) que surgieron en un mundo dirigido por hombres con poder de disposición sobre la vida y la muerte de los miembros del grupo. Trasladado al ámbito doméstico, tal poder recibía el nombre de patria potestad e implicaba el sometimiento de los hijos a la autoridad del padre, que entre otras cosas había de autorizar el casamiento. Por ende, ningún sujeto tenía entidad propia fuera de la comunidad social y familiar.

Este fue el esquema que presidió las relaciones paterno-filiales hasta el siglo XVIII. La primera crisis afectó a la naturaleza de la institución matrimonial. A raíz del movimiento ilustrado y de la introducción del regalismo, la monarquía de los Borbones asestó un golpe mortal a la religiosidad que había dominado las cuestiones nupciales desde aquellos primeros tiempos. Lo que durante siglos había sido un sacramento recuperó su condición contractual, arrebatando a la Iglesia la influencia sobre uno de los puntales del equilibrio social. El Estado se erigió entonces como entidad rectora del estatuto matrimonial, en el que se incluía el requisito del consentimiento paterno. Pero este modelo se implantó tarde, coincidiendo con la promulgación de las Pragmáticas de 1776 y 1803. Por aquel entonces, en los primeros años del siglo XIX, los cambios que habían desatado las revoluciones americana y francesa eran ya imparables. Las estructuras del Antiguo Régimen no resultaban operativas en un Estado que comenzaba a abrazar el liberalismo, a desligar a los jóvenes del despotismo de sus padres y de los viejos patrones de la obediencia y la honra. Por ello, la segunda y definitiva crisis sobrevino en materia de fuentes. La Codificación, contraria a la espontaneidad del Derecho, supuso una regresión en el reconocimiento del componente consuetudinario que habían instaurado las Partidas alfonsinas. Siguiendo las huellas de Napoleón, los proyectos decimonónicos de Código Civil instituyeron el principio del imperio de la ley, que por fin era completa, reguladora de todos los aspectos de la esfera pública y de lo privado. Había menos lagunas que cubrir y menos preceptos por aclarar, con lo que se redujo la necesidad de la costumbre.

En definitiva, la progresiva individualización que el ser humano ha experimentado a lo largo de los siglos se ha traducido en la desvinculación de los antiguos patrones de obediencia al padre por los que se regía la comunidad. Después de varios proyectos, el proceso cristalizó con la promulgación del Código Civil de 1889, que consagró la libertad individual y la incoercibilidad del consentimiento matrimonial como principios vertebradores de las relaciones en el ámbito familiar.

 

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Elisa Díaz Álvarez

Doctoranda en Derecho (Historia del Derecho)

Facultad de Derecho

Universidad de Extremadura

diazelisa005@gmail.com

https://orcid.org/0000-0002-9380-5902

 

 



[1]   José María Manresa y Navarro, Comentarios al Código Civil español, vol. I (Madrid: Instituto Editorial Reus, 1956), 396-397.

[2] Ibíd.

[3] Xavier O’Callaghan Muñoz, Compendio de Derecho Civil, vol. IV (Madrid: Editorial Universitaria Ramón Areces, 2016), 23-24.

[4] Jesús Lalinde Abadía y Sixto Sánchez-Lauro, Derecho histórico de los pueblos hispánicos. Fuentes e instituciones político-administrativas (Barcelona: Trialba, 2016), 143.

[5] María Ángeles Sobaler Seco, “Reflexión en torno al matrimonio de los hijos, la desobediencia filial y el consentimiento paterno: desde el marco legal a la práctica cotidiana durante la Edad Moderna”, en Jóvenes y juventud en los espacios ibéricos durante el Antiguo Régimen. Vidas en construcción, dir. por José Pablo Blanco Carrasco, Máximo García Fernández y Fernanda Olival, (Lisboa: Edições Colibri, 2019), 15.

[6] Rafael Gibert y Sánchez de la Vega, “El consentimiento familiar en el matrimonio según el Derecho medieval español”, Anuario de historia del derecho español 87 (1947): 739.

[7] Joaquín Gimeno Casalduero, “Alfonso El Sabio: el matrimonio y la composición de las Partidas”, Nueva Revista de Filología Hispánica, nº 36 (1988): 217-218.

[8] Sobaler, “Reflexión en torno..., 18-19.

[9] Antonio Pérez Ramos, “El matrimonio canónico en libertad: reflexiones al hilo de las fuentes históricas de su regulación”, Boletín de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de las Illes Balears, nº4 (1999): 51.

[10]        José Manuel Ferrary Ojeda, Incapacidades y anomalías en el consentimiento matrimonial: Nuevos desafíos sociales, nuevas respuestas jurídicas (Madrid: Universidad Pontificia de Comillas, 2008), 34.

[11]         Pérez, “El matrimonio…, 51.

[12]        Pilar Latasa Vassallo, “Escenarios de sorpresa: matrimonios clandestinos ante la audiencia eclesiástica de Lima, siglo XVII”, en Cultura legal y espacios de justicia en América, siglos XVI-XIX, dir. por Macarena Cordero, Rafael Gaune y Rodrigo Moreno, (Santiago de Chile: Universidad Adolfo Ibáñez-Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2017), 21.

[13]        José Sánchez-Arcilla Bernal, “La formación del vínculo y los matrimonios clandestinos en la Baja Edad Media”, Cuadernos de Historia del Derecho, nº 17 (2010): 9.

[14]        Pedro Santoja Hernández, “La situación de las mujeres y el matrimonio en la Edad Media y en los siglos XVI y XVII”, Cuadernos para investigación de la literatura hispánica, nº 40 (2015): 264.

[15]        Enrique Orduña Rebollo, Historia del municipalismo español (Madrid: Iustel, 2005), 77-78.

[16]        Gibert, “El consentimiento familiar..., 743.

[17]        Manuel Ángel Bermejo Castrillo, Entre ordenamientos y códigos. Legislación y doctrina sobre la familia a partir de las Leyes de Toro (Madrid, Dykinson: 2009), 141.

[18]        Ibíd.

[19]        Enrique Gacto Fernández, “El marco jurídico de la familia castellana. Edad Moderna”, Historia. Instituciones. Documentos, nº 11 (1984): 38.

[20]       Yolanda Quesada Morillas, “El delito de rapto en el Derecho castellano. Un análisis histórico-jurídico” (tesis doctoral, Universidad de Granada, 2014), 333.

[21]        Gacto, “El marco jurídico…, 47.

[22]        María Luisa Candau Chacón, “El matrimonio clandestino en el siglo XVII: entre el amor, las conveniencias y el discurso tridentino”, Estudios de Historia de España, nº 8 (2006): 178.

[23]        Ibíd.

[24]       Manresa, Comentarios..., 402.

[25]        José Tomás Martín de Agar, “La dispensa de forma en una respuesta de la Comisión de Intérpretes”, Ius canonicum 26, nº 51 (1986): 301.

[26]       Sobaler, “Reflexión en torno…, 23.

[27]        Ibíd.

[28]       Sara Acuña Guirola, “La forma del matrimonio hasta el decreto ni temere”, Ius canonicum 13, nº 25 (1973): 183.

[29]       Gacto Fernández, “El marco jurídico…, 47.

[30]       Los que se celebraban, según la RAE, expresando su consentimiento los contrayentes ante testigos aptos y un sacerdote con jurisdicción, pero no requerido para ello. Eran válidos, pero no lícitos.

[31]        Nora Siegrist de Gentile, “Dispensas y libros secretos de matrimonios en la segunda mitad del siglo XVIII y la primera del XIX en actuales territorios argentinos”, Revista de Historia regional y local 6, nº 12 (2014): 24.

[32]        Ibíd.

[33]        Daniel Baldellou Monclús, “Transgresión y legalidad en el cortejo del siglo XVIII: el secuestro de mujeres en la diócesis de Zaragoza”, Studia histórica. Historia Moderna 38, nº 1 (2016): 156.

[34]       Francisco Chacón Jiménez y Josefina Méndez Vázquez, “Miradas sobre el matrimonio en la España del último tercio del siglo XVIII”, Cuadernos de Historia Moderna, nº 32 (2007): 64.

[35]        Isabel Morant Deusa, “Amor y matrimonio. El discurso ilustrado”, en Organización social y familias. XXX Aniversario Seminario Familia y Élite de Poder, dirigido por Francisco Chacón Jiménez y Juan Hernández Franco (Murcia: Editum. Ediciones de la Universidad de Murcia, 2019), 174.

[36]       Baldellou, “Transgresión y legalidad…, 156.

[37]        Antonio López Amores, “El arte del buen casar: matrimonio y viudedad en el siglo XVIII valenciano”, Asparkía, nº 30 (2017): 52.

[38]       José Pablo Blanco Carrasco, “Desobediencias domésticas. Los jóvenes ante el modelo de autoridad familiar moderno”, en Jóvenes y juventud en los espacios ibéricos durante el Antiguo Régimen. Vidas en construcción, dirigido por José Pablo Blanco Carrasco, Máximo García Fernández y Fernanda Olival (Lisboa: Edições Colibri, 2019), 47.

[39]       Id.

[40]       Margarita Ortega López, “Género e Historia Moderna”, Contrastes: Revista de Historia 11 (1998-2000): 24.

[41]        José Pablo Blanco Carrasco, “Notas sobre la desobediencia intergeneracional durante los últimos compases de la España Moderna”, Tiempos modernos 9, nº 38 (2019): 332.

[42]       Cristina Enríquez de Salamanca, “La mujer en el discurso legal del liberalismo español”, en La mujer en los discursos del género: textos y contextos en el siglo XIX, dir. por Catherine Jagoe, Alda Blanco y Cristina Enríquez de Salamanca (Barcelona: Icaria editorial, 1998), 219.

[43]       Ibíd.

[44]       Gloria Franco Rubio, “Las mujeres en el debate social sobre los matrimonios en la España del siglo XVIII”, La Aljaba. Segunda época: revista de estudios de la mujer 19, (2015): 50.

[45]       Isabel Cristina Jaramillo Sierra, “Del liberalismo a la paridad: tres modelos para pensar el matrimonio, el divorcio y la paternidad”, en Enciclopedia de filosofía y teoría del derecho, dir. por Jorge Luis Fabra Zamora y Alvaro Núñez Vaquero (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2015), 2684.

[46]       Blanco, “Desobediencias domésticas…”, 50.

[47]       José María Laina Gallego, “Libertad y consentimiento paterno para el matrimonio en la legislación española (de la Pragmática de Carlos III al Proyecto de Código Civil de 1851)” (tesis doctoral, Universidad Complutense de Madrid, 1992), 43, https://eprints.ucm.es/2157/

[48]       María Eugenia Monzón Perdomo, “Género y matrimonio. Una aproximación a la aplicación de la Real Pragmática de Carlos III en Canarias”, en XIX Coloquio de Historia Canario-Americana, dirigido por Francisco Morales Padrón (Las Palmas de Gran Canaria: Cabildo Insular de Gran Canaria, 2010), 398.

[49]       Mónica Beatriz Bridarolli, “La realidad matrimonial cordobesa a través de los juicios de disenso a fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX”, Revista Notas Históricas y Geográficas, nº 9-10 (1998-1999): 22.

[50]       Ibíd.

[51]        Daniel Baldellou Monclús, “El rey de su casa y la libertad de sus hijos. Los efectos de la pragmática de 1776 en los matrimonios aragoneses”, en Escenarios de familia: Trayectorias, estrategias y pautas culturales, siglos XVI-XX, dir. por Juan Francisco Henarejos López y Antonio Irigoyen López (Murcia: Editum. Ediciones de la Universidad de Murcia, 2017), 186.

[52]        Laina, “Libertad y consentimiento paterno…, 122.

[53]        Bridarolli, “La realidad matrimonial cordobesa…, 21.

[54]       José María Laina Gallego, “La pragmática de Carlos IV y el matrimonio de los hijos de familia”, Revista de derecho privado 87 (2003): 507.

[55]        Laina, “Libertad y consentimiento paterno…, 146.

[56]       Id.

[57]        Javier Alvarado Planas et al., Cultura europea en España (Madrid: Sanz y Torres, 2016), 246.

[58]   Lalinde y Sánchez-Lauro, Derecho histórico…, 123.

[59]       José Manuel Pérez-Prendes y Joaquín de Azcárraga, Lecciones de Historia del Derecho español (Madrid: Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, 1994), 443.

[60]       José Castán Tobeñas, Derecho civil español, común y foral, t. I, vol. I (Madrid: Editorial Reus, 2005), 208-209.

[61]        Carlos Petit Calvo, Un Código civil perfecto y bien calculado. El proyecto de 1821 en la historia de la codificación (Madrid: Dykinson, 2019), 70.

[62]       Juan Carlos Domínguez Nafría, “La codificación del Derecho entre Bayona y Cádiz: el Código de Napoleón”, Anuario Mexicano de Historia del Derecho 22 (2010): 156.

[63]       Alvarado et. al., Cultura europea…, 263.

[64]       Juan Francisco Lasso Gaite, Crónica de la Codificación española, t. IV, vol. I (Madrid: Ministerio de Justicia. Centro de Publicaciones, 1998), 12.

[65]       Petit, Un Código civil perfecto…, 99.

[66]       Mariano Peset Reig, “Análisis y concordancias del proyecto de Código Civil de 1821”, Anuario de derecho civil 28, nº 1 (1975): 31.

[67]       Peset, “Análisis y concordancias…, 37.

[68]       Petit, Un Código civil perfecto…, 76.

[69]       Ibíd.

[70]       Luis Crespo de Miguel, “El matrimonio del proyecto de Código Civil español de 1821”, Cuadernos doctorales: derecho canónico, derecho eclesiástico del Estado 6 (1988): 334.

[71]        Id. 

[72]        Peset, “Análisis y concordancias…”, 77.

[73]        Crespo, “El matrimonio…”, 374.

[74]       Laina, “Libertad y consentimiento paterno…”, 66.

[75]        Jean-Philippe Luis, “La década ominosa (1823-1833), una etapa desconocida en la construcción de la España contemporánea”, Ayer 41 (2001): 85.

[76]       Ibíd.

[77]        Francisco Tomás y Valiente, Manual de Historia del Derecho español (Madrid: Tecnos, 1981), 539-540.

[78]       Juan Manuel Alegre Ávila, Escritos jurídicos en memoria de Luis Mateo Rodríguez, vol. II (Santander: Editorial Universidad de Cantabria, 1993), 42.

[79]       Juan Baró Pazos, La Codificación del Derecho civil en España (1808-1899) (Santander: Editorial Universidad de Cantabria, 1992), 69.

[80]       Encarnación Abad Arenas, La ruptura de la promesa de matrimonio (Madrid: Marcial Pons, 2014), 172.

[81]        Ibíd.

[82]       Carlos Lasarte Álvarez, Contratos. Principios de Derecho civil III (Madrid: Marcial Pons, 2016), 2.

[83]       Laina, “Libertad y consentimiento paterno…”, 359.

[84]       Laina, “Libertad y consentimiento paterno…”, 363.

[85]       Id. 

[86]       Carlos Lasarte Álvarez, Derecho de Familia. Principios de Derecho Civil IV (Madrid: Marcial Pons, 2017), 32.

[87]       Gabriela Cobo del Rosal Pérez, “Los mecanismos de creación normativa en la España del siglo XIX a través de la codificación penal”, Anuario de historia del derecho español 81 (2011): 934.