Doi: https://doi.org/10.17398/2695-7728.35.791
JORNADAS SOBRE LA INQUISICIÓN ESPAÑOLA:
EL TRIBUNAL INQUISITORIAL DE LLERENA Y
SU JURISDICCIÓN EN EXTREMADURA
(Área de Historia
del Derecho)
CONFERENCE ON THE SPANISH
INQUISITION:
THE
INQUISITORIAL COURT OF LLERENA AND ITS JURISDICTION IN EXTREMADURA
(Area of History of Law)
Elisa Díaz Álvarez
Durante los días 14 y 15 de noviembre de 2019 se celebraron en el Salón de Actos del Colegio Notarial de Extremadura unas Jornadas dedicadas al Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición española, centrándose específicamente el Tribunal de Llerena y su jurisdicción en Extremadura. En la organización intervinieron la Facultad de Derecho de la Universidad de Extremadura, el Colegio Notarial de Extremadura, la Fundación Notariado, el Departamento de Historia del Derecho de la Universidad Nacional de Educación a Distancia y el Instituto de Historia de la Intolerancia, que contaron con la colaboración del Ayuntamiento de Llerena, el Centro Asociado de la UNED en Mérida, la Fundación Academia Europea e Iberoamericana de Yuste, el Grupo de Investigación Extremadura y América, el Instituto de Historia y Ciencias Eclesiásticas y la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de Extremadura. A lo largo de las dos sesiones, diversos especialistas en la materia impartieron dieciséis ponencias, siendo los moderadores el Decano del Colegio Notarial de Extremadura, D. Ignacio Ferrer Cazorla, la Expresidenta del Consejo Consultivo autonómico, Dña. Rosa Elena Muñoz Blanco, la Notaria de Torrejoncillo, Dña. María Pilar Sousa Riobó, y el Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Extremadura, D. Alfonso Cardenal Murillo.
La conferencia inaugural, que introdujo los orígenes de la Inquisición en España y el Tribunal de Llerena, estuvo a cargo de D. José Antonio Escudero López, director del Instituto de Historia de la Intolerancia e ilustre miembro dentro de la comunidad científica por su extensa trayectoria y abrumador número de trabajos publicados. Su ponencia comenzó con una pregunta que, por lo general, hoy sigue resultando difícil responder: ¿a qué nos referimos al hablar de la Inquisición? Lo habitual es que el término se identifique con la llamada Inquisición moderna o española, pero lo cierto es que en la Edad Media hubo otra de carácter pontificio que estaba a cargo de los dominicos. Fundada en el siglo XIII, esta Inquisición medieval se extendió por Francia, Italia y Alemania, desde donde pasó a otros territorios europeos como Hungría. Su presencia en la Península Ibérica se debió a las demandas del Papa Gregorio IX, que instó al arzobispo de Tarragona a que nombrara una serie de inquisidores en la Corona de Aragón. El primer tribunal se constituyó en Lérida, a la vez que el Santo Oficio persistía en Roma. Con el paso de los siglos, evolucionó hasta ser rebautizada como Congregación para la Doctrina de la Fe, un órgano colegiado de la Santa Sede que ha llegado hasta nuestros días.
De manera análoga, la Inquisición española partía de la premisa de que la herejía era, en palabras de Santa Teresa de Jesús, “una mala noche en una mala posada”; por tanto, los heterodoxos habían de ser convertidos por su propio bien, el del Estado y el de la comunidad política. Sin embrago, se diferenciaba de la institución pontificia en la participación del poder civil para lograr dichos fines. Por esta razón ha sido muy discutida su naturaleza jurídica: unos consideran que tenía carácter eclesiástico porque perseguía la heterodoxia y era fundada por el Papa mediante una bula; otros, en cambio, defienden su condición estatal debido a que estaba mediatizada por el poder real. A este respecto, el Profesor Escudero señaló una particularidad poco comentada y que reside en el hecho paradójico de que la Inquisición española era creada por el Papa a través de una bula, pero suprimida por los monarcas mediante decreto.
En cualquier caso, se ha mantenido la creencia errónea de que la Inquisición española fue introducida durante el mandato de los Reyes Católicos con la bula emitida por Sixto IV en 1478. Lo cierto es que hubo dos ensayos en 1451 y 1462 como consecuencia del problema de las derivaciones judaicas. El primer foco de persecución de los falsos conversos se generó en Andalucía en 1391 y el segundo en Toledo en 1449. En este último año hubo una revolución dirigida por Marcos de Mazarambroz y Pero Sarmiento, autor de un texto llamado Sentencia Estatuto en el que, entre otras cosas, se prohibía a los conversos practicar oficios y participar en la vida civil. El rey Juan II y su valido Álvaro de Luna protegieron inicialmente a los perjudicados, pero después cambiaron su parecer y se posicionaron a favor de los revolucionarios. El mismo giro copernicano se produjo en Roma, donde Nicolás V dio tres bulas en septiembre de 1449 para excomulgar a los líderes rebeldes, rechazar la distinción entre cristianos nuevos y viejos por ser contraria a la doctrina de Cristo y anular las sentencias de provisión de oficios. Dos meses después, convertido en un furibundo anticonverso, absolvió a los revolucionarios y promulgó la bula Cum sicut ad nostrum, que introdujo la Inquisición en Castilla. No obstante, el Pontífice volvió a hacer gala de su carácter tornadizo y la derogó nueve a los nueve días de su publicación para sustituirla por la bula Considerantes ab intimis. Así, habría que esperar poco más de una década para que Enrique IV solicitara de nuevo a Pío II la implantación del tribunal en Castilla en 1462. La bula Dum fidei catholicae fue enviada a la península, pero su rastro se perdió debido, quizás, a su interceptación y ocultamiento por los conversos, de manera que no llegó a entrar en vigor.
La falta de tramitación de este documento pontificio pudo tener causa, asimismo, en otra circunstancia singular. El Profesor Escudero se refirió telegráficamente a una tercera Inquisición de carácter episcopal que fue proyectada por jerónimos y franciscanos durante el reinado de Enrique IV y que operó en el distrito de Toledo en el bienio 1461-1462. De rasgos similares a la que había actuado en Francia contra los albigenses, fue dirigida por el fraile Oropesa y tuvo un éxito notable.
Ya en 1477, los Reyes Católicos realizaron un viaje a Andalucía, uno de los epicentros del conflicto religioso. Allí decidieron enviar dos agentes a Roma para solicitar al Papa una bula que instituyera la Inquisición. Se ha barajado la hipótesis de que los monarcas tomaron esta determinación bajo el influjo de una tercera persona, posiblemente el Cardenal Mendoza o Tomás de Torquemada; sin embargo, el ponente descartó la posibilidad de un intermediario apuntando que había una especie de sentir común para terminar con el problema de los falsos conversos mediante un remedio extraordinario. En consecuencia, el 1 de noviembre del año siguiente, Sixto IV promulgó la famosa bula Exigit sincerae devotionis affectus, en virtud de la cual se fundó la Inquisición española o moderna. Su contenido no solo condenaba la herejía, sino que autorizaba a los reyes a designar tres inquisidores que se ocuparan de perseguir a los conversos. El nombramiento no se produjo hasta 1480, fecha en la cual estos tres frailes desconocidos interpelaron a las autoridades andaluzas para poner a los herejes en manos del Santo Oficio. Pero, tras la primera redada y celebración de un auto de fe, tuvo lugar un fenómeno que seguramente afectara a Llerena: la huida y dispersión de los conversos por la geografía peninsular. Como resultado, se crearon nuevos tribunales inquisitoriales de carácter ambulante en otros puntos del territorio.
Lo que resulta tremendamente extraño es que los Reyes Católicos tardaran dos años en nombrar a los inquisidores cuando existía una necesidad acuciante de atajar la herejía. Según el Profesor Escudero, poco partidario de las interpretaciones exóticas que se han hecho de este asunto, es posible que el documento pontifico fuera realmente elaborado en 1480 y que se fechara dos años antes, puesto que era una práctica frecuente en la época. Además, la operación prosiguió cuando Fernando el Católico, desoyendo las negativas del Papa, decidió implantar la Inquisición moderna en Aragón, por lo que su presencia se extendió a toda la Monarquía Universal.
En cuanto al Tribunal de Llerena, el director del Instituto de Historia de la Intolerancia reflexionó acerca de las dificultades que entraña la investigación por la falta de distinción entre tribunales ambulantes y fijos. Hizo alusión al hallazgo de un documento que data de 1462 en el que se mencionan “judíos ensabanados”, lo cual resulta curioso si se tiene en cuenta que la Inquisición no se implantó en Castilla hasta 1480. El ponente finalizó su intervención refiriéndose nuevamente a la Inquisición episcopal de Oropesa, que por haber funcionado entre 1461 y 1462 pudo haber llevado este proceso.
Más detalles sobre el Tribunal llerenense ofreció el profesor de la Universidad San Pablo CEU D. Carlos Pérez Fernández-Turégano, que trató su organización, gobierno interior y funcionamiento entre 1780 y 1820. Trabajando la documentación del Archivo Histórico Nacional, afirmó haber reparado especialmente en los sucesos que tuvieron lugar durante las últimas décadas de su trayectoria: las acusaciones de corrupción entre los propios integrantes, las luchas intestinas, las penurias económicas, los enfrentamientos para la realización de las pruebas de limpieza de sangre y el reiterado incumplimiento de las obligaciones inherentes al cargo. Para explicar este ambiente de hostilidad, partió del organigrama del Tribunal, que puede conocerse en la actualidad gracias a las “ayudas de costa ordinaria” devengadas por la intervención en las distintas causas de los señores inquisidores y demás miembros. Dado que gran parte de ellos eran beneficiarios de estas ayudas, se enviaban numerosas relaciones al Consejo de la Suprema Inquisición. Una de las más esclarecedoras data de 1805 y está firmada por quien después sería presidente de aquel órgano, Raimundo Etenar y Salinas. En su Informe reservado sobre los actuales ministros titulares del Tribunal de la Inquisición de Llerena enumeraba los miembros de la plantilla inquisitorial: dos inquisidores, un fiscal, un alguacil, un secretario primero, un secretario segundo, un secretario tercero, un receptor, un contador, un abogado del Gran Fisco, el procurador del Fisco, dos secretarios de secuestros, el nuncio, el alcaide, el teniente de alcalde de presos, un médico, el portero de cámara, el depositario de presos y dos capellanes. Además, se daba la circunstancia de que había una gran cantidad de pretendientes que optaban a cubrir las plazas vacantes por fallecimiento a pesar del sueldo escaso y de que el Consejo acostumbraba a denegar las ayudas de costa.
También es muy destacable otra relación que fue elaborada en 1794 por el Inquisidor Manuel Sánchez Velasco. En ella hacía un repaso de las personas que conformaban el Tribunal y de su empleo, así como de sus caracteres personales y de cómo actuaban al frente de sus responsabilidades. Así describía a uno de dichos miembros: “Joaquín Gallardo, abogado del Real Fisco, no es de continua asistencia y solamente asiste cuando se le avisa para alguna Junta de Hacienda u otro negocio particular. Desempeña bien lo que es de su cargo, y lo pasa decentemente con lo que gana en su bufete y el producto de una finca de viñas y olivas que goza por su mujer, por lo que no se le contempla necesitado”. Se atendía, por tanto, a sus circunstancias personales y económicas por si era susceptible de recibir alguna ayuda de costa extraordinaria. Al final de esta larguísima relación, Sánchez Velasco retrataba la situación del Tribunal en aquellos años: “No le es fácil al Tribunal corregir ningún desorden, a la vista de los obstáculos que presenta una forma de gobierno ocasionada a parcialidades y discordias, pues siendo muchos a mandar con igual jurisdicción y acaso de genios opuestos y contrarias ideas, se hace muy dificultosa la reunión y conformidad de ánimos para la recta administración de justicia”.
Con independencia de las cualidades y defectos personales de los miembros del Tribunal, el Profesor Pérez Fernández-Turégano se aventuró a calificar la realidad institucional llerenense como decadente. Fundamentó su idea en las palabras que los propios inquisidores empleaban en sus escritos, leyendo un fragmento del inicio del texto dirigido a la Suprema por Álvaro Valcárcel, Antonio Entero y Agustín de Ceballos en 1773: “A la vista de la notoria decadencia de este tribunal causada por el mal suceso de los encuentros pasados, que constan a Vuestra Alteza, y por la inadvertencia o descuido de muchos de nuestros colegas en la observancia del ceremonial que a costa de mucho celo y trabajo se adquirió y tanto se nos recomienda en repetidas cartas acordadas…”. En principio, podría pensarse que la causa del declive residía en las rencillas internas o en el incumplimiento del ceremonial; no obstante, el ponente refirió que lo más determinante fue la pérdida de respeto al Tribunal por parte de sus miembros tanto en el ámbito privado como en la esfera pública. Claro ejemplo de ello fue la petición que el Inquisidor General Rubín de Ceballos hizo a Sánchez Velasco en 1790 para que vigilara a su colega Francisco Rodríguez de Carasa, denunciado por el teniente de alcalde de cárceles secretas por una agresión física. Posteriormente, en 1801, Juan Pacheco y Rodas, notario de la Inquisición de Llerena, denunció al nuncio Francisco Texeiro por convivir con una mujer y no asistir a misa diaria.
Precisamente, uno de los hechos que lastró el funcionamiento de la sede llerenense fue el incumplimiento de obligaciones inherentes al cargo, como la asistencia a las reuniones. De hecho, ausentes se aprovechaban de la defectuosa redacción de algunas cartas acordadas que preveían el descuento de parte del suelo cuando las reuniones se producían fuera de la ciudad. La indisciplina llegó hasta tal punto que Rodríguez de Carasa y Sánchez Velasco se vieron obligados a escribir al Consejo proponiendo que el portero apuntara las faltas en un cuaderno para que se realizaran las rebajas correspondientes. Pero ni siquiera la durísima contestación del Inquisidor General logró que modificaran su comportamiento.
A pesar de este desbaratamiento, el Tribunal de Llerena continuó funcionando, pues así lo prueban las causas de fe abiertas en aquellos años y los constantes nombramientos con arreglo al procedimiento legalmente establecido. El ponente hizo referencia a los trabajos del especialista en Inquisición Fermín Mayorga, que considera que a finales del siglo XVIII y principios del XIX, el Santo Oficio de esta ciudad no era ya ese eficaz instrumento de control de los moriscos, luteranos, judaizantes y herejes. Aparentemente, sus actuaciones estaban más encaminadas a la censura de libros prohibidos, aunque del análisis pormenorizado de las causas de fe se extrae que los delitos más perseguidos fueron el de proposiciones y similares, que constituían una quinta parte de los procesos.
Después de esta visión de conjunto del Tribunal de Llerena, en la sesión de la tarde del día 14 se abordaron otras facetas. De los funcionarios inquisitoriales se ocupó Dña. Consuelo Juanto Jiménez, que desempeña labores docentes en la Universidad Nacional de Educación a Distancia y es miembro del Instituto de Historia de la Intolerancia. Coincidiendo con el Profesor Escudero, reiteró la idea de que la Inquisición fue una institución extremadamente bien organizada, ordenada y dispuesta. En la cúspide de la pirámide inquisitorial se encontraban el Inquisidor General y el Consejo de la Suprema, mientras que la base era ocupada por los tribunales de las distintas localidades y territorios. Inicialmente, la estructura era sencilla, pero tras la intervención de Fray Tomás de Torquemada fue ganando complejidad. En términos generales, se puede establecer una distinción entre funcionarios remunerados y sin sueldo. A la primera categoría pertenecían el Inquisidor, el promotor fiscal, los notarios, el secretario, el receptor de confiscaciones, el nuncio, el médico y algunos subalternos como el alguacil, los porteros o los carceleros; en el segundo tipo son especialmente reseñables los comisarios y familiares de la Inquisición. Asimismo, la conferenciante subrayó cómo las cartas a las cúpulas de los tribunales locales reflejan la doble finalidad de los mismos: la homogeneidad geográfica o un espacio uniforme articulado en distritos, y la homogeneidad social, dado que el Derecho inquisitorial igualaba a todas las personas, independientemente de los privilegios individuales o sociales.
Efectivamente, en el Santo Oficio los problemas concernientes a la geografía y el espacio eran una fuente constante de preocupaciones. El distrito al que pertenecía cada tribunal solía coincidir con la jurisdicción eclesiástica y, más concretamente, con el Obispado. El de Llerena formaba parte de los veintitrés tribunales itinerantes iniciales, ya que apareció en la fase expansiva, que comenzó en 1478 y terminó en 1485. En un primer momento, los inquisidores de Extremadura se ubicaron en Guadalupe, pero las fuentes revelan que en 1488 la jurisdicción se extendía ya por buena parte de la región. La documentación referida a la sede llerenense ha permitido saber que en 1499 se trasladaron a Plasencia, ejerciendo su control sobre este Obispado y los de Badajoz, Coria y León. En 1512, Guadalupe quedó anexionada al Tribunal de Toledo, siendo este el momento en que se configuró definitivamente el mapa de los distritos inquisitoriales.
Según la Profesora Juanto, se desconoce la fecha exacta en que Llerena se erigió como sede fija de los inquisidores y capital del Tribunal, aunque hasta 1524 no perdió su carácter itinerante. En cualquier caso, desde la segunda mitad del siglo XVI actuó con cierta independencia respecto de la división administrativa y política del Estado y de las demarcaciones eclesiásticas. La fuente principal para su conocimiento es la documentación del Archivo Histórico Nacional, que incluye cartas y expedientes, legajos de competencias, despachos expedidos por la Suprema, libros y, sobre todo, registros de las visitas de los Inquisidores. Estos últimos han sido fundamentales para reconstruir la estructura, los procedimientos y los quehaceres diarios del Tribunal llerenense. En concreto, la ponente se centró en un fondo documental que contemplaba tres visitas: la de 1565 del Inquisidor de Córdoba, la de 1584 del Doctor Bernardo de Olmedilla y la de 1585 del Inquisidor Apostólico de Sevilla. Los expedientes de los visitadores estaban encaminados a fiscalizar y controlar a los oficiales y funcionarios del Tribunal para dar cuenta de ello a la Suprema, siendo la problemática muy rica y variada.
Para su labor investigadora ha sido igualmente importante la documentación de la Biblioteca Nacional de España, especialmente un manuscrito relativo a los pretendientes a oficios en Llerena, que contiene información de interés para el conocimiento de los funcionarios sin sueldo. Uno de ellos era el calificador, experto en teología que determinaba si los hechos o dichos objeto de acusación eran materia de herejía, con lo que de él depende de que el Tribunal continuara el proceso; el consultor, por su parte, ayudaba a los inquisidores en calidad de jurista. Con respecto a los Familiares de la Inquisición, eran colaboradores laicos que recibían inmunidades y privilegios por su trabajo, que consistía en informar de las denuncias y detener a los herejes y acusados. En Llerena su número era excesivo y su crecimiento descontrolado, pero con la llegada de los Borbones al trono el cargo dejó de ser tan codiciado como consecuencia de la menguante influencia de la Inquisición. Con todo, la Profesora Juanto explicó que el principal problema del Tribunal de Llerena era de carácter procesal, puesto que todo el aparto cometía irregularidades en el ejercicio de sus funciones. Así sucedía con los propios Familiares, que en ocasiones intervenían para parar los encarcelamientos.
Sobre el estatuto jurídico de estos Familiares de la Inquisición o Crucesignados de Llerena habló D. Rodolfo Orantos Martín, miembro de la Academia Tiberina Già Pontificia de Roma. El origen de la relación entre los Crucesignados y la Inquisición se remonta a las órdenes ecuestres o de caballería de la Edad Media, que participaron en la cruzada convocada por el Papa Urbano II en el año 1095 para reconquistar los Santos Lugares y en la eliminación de la herejía albigense. En el seno de los dominicos surgió una nueva organización caballeresca de carácter seglar llamada De Christi Militi que se especializó en la protección y defensa de los inquisidores. En España fue refundada como Cofradía de San Pedro Mártir y servía a la Corona.
Desde el punto de vista jurídico, los Familiares se regían por normas pontificias y reales que les concedían inmunidades y privilegios, especialmente el uso de las armas, la inmunidad respecto a la jurisdicción secular y exenciones fiscales. Tales concesiones aparecieron por vez primera en una Real Cédula de 15 de marzo de 1488 emitida en la Corona de Aragón y fueron conformando un bloque normativo compacto que se mantuvo hasta el siglo XIX con Fernando VII. En este proceso jugó un papel especialmente relevante el Rey Católico, ya que durante su reinado tuvo lugar la transición del estatuto medieval de los Familiares a la Edad Moderna. Para ello se aprobaron una serie de disposiciones en Aragón entre 1486 y 1488, en Castilla entre 1505 y 1512 y en Navarra entre 1512 y 1515. En ellas se establecía que los Familiares debían ser casados, cristianos viejos y pacíficos, se les autorizaba a portar armas, se protegían sus bienes y se mandaba que solo pudieran ser detenidos en caso de flagrante delito. A esto se sumaba la protección a los miembros de su familia, la inviolabilidad de su vivienda, la licencia para testificar solo ante sus propios tribunales, la extensión del privilegio a sus parientes y criados, la posibilidad de no acudir a la guerra, el acceso a la jerarquía eclesiástica y la absolución de crímenes y excesos. Todos fueron confirmados mediante bulas emitidas por la Santa Sede. Partiendo de esta base, el Dr. Orantos delimitó cuatro etapas en la trayectoria del estatuto jurídico de los Crucesignados: la primera (1518-1542) incluía la conformación del estatuto moderno, la segunda (1545-1679) sirvió para detallar este último y regular las inmunidades y privilegios, la tercera (1768-1799) constituyó un proceso regresivo debido a la promulgación de Reales Cédulas que limitaron las competencias de la Inquisición y la cuarta (1808-1835), en consonancia con los continuos cambios políticos del XIX, fue muy convulsa y terminó con la abolición del Santo Oficio.
Tras la Concordia de 1553, en Castilla el número de Familiares se repartió entre las ciudades en función de su importancia y número de habitantes. Particularmente, en Llerena se daba la circunstancia de que nunca se alcanzaba el número máximo permitido, que eran veinticinco, a causa de que era de difícil acceso y estaba lejos de los núcleos importantes. Además, los Crucesignados se agrupaban en varias categorías: el Capitán de Familiares, el supernumerario, el provisional y los expectantes. Tenían que ser varones, mayores de veinticinco años, vecinos del lugar, casados, gozar de reputación social, ejercer un oficio o profesión respetable, no ser extranjeros y pertenecer a la nobleza en los casos de Aragón, Murcia, Córdoba, Jaén, Granada y Sevilla. El procedimiento para optar al cargo era muy similar al de los caballeros de las órdenes ecuestres. Se presentaba la solicitud, se comprobaban las condiciones, se llamaba a los testigos, se realizaban pruebas de admisión y de limpieza de sangre, se aprobaba el auto, se concedía el beneficio y se prestaba el juramento. La condición se perdía por suspensión si había duda en el mantenimiento de la fe católica o la limpieza de sangre, por revocación cuando había un matrimonio sin licencia de la Inquisición o por renuncia si el Familiar cambiaba de domicilio. Con respecto a sus funciones, se fueron desarrollando para que la figura adquiriera sentido, aunque fundamentalmente se dedicaban a las denuncias, a prestar su ayuda en edictos y autos de fe, a la información de la limpieza de sangre y, durante la Guerra de la Independencia, a calmar al pueblo.
La Congregación de San Pedro Mártir, que tuvo una fuerte presencia en Italia y España, fue una organización de corte caballeresco en la que participaron los cuadros medios y superiores de la Inquisición. Ejerció una notable influencia en el siglo XVIII, por lo que Fernando VII, sin cambiar su naturaleza jurídica, convirtió esta orden religiosa en una orden de caballería –adquiriendo la condición de Orden Dinástica y Familiar de la Real Casa– mediante una Circular del Consejo Real de 17 de mayo de 1815. En ese año estaba compuesta por tres mil personas de enorme prestigio militar y profesional. No obstante, los únicos vestigios vivos de los Familiares que han pervivido hasta el día de hoy en el ámbito eclesiástico y diocesano son la Hermandad de San Pedro Mártir de Verona en Córdoba y la Cofradía de San Pedro Mártir de Verona en Palencia.
Por otra parte, D. Juan Francisco Baltar Rodríguez, catedrático de Historia del Derecho y de las Instituciones en la Universidad de Zaragoza, impartió una conferencia titulada “Los primeros pasos del Santo Oficio de la Inquisición en Extremadura: de Guadalupe a Llerena”. Para introducir el tema, indicó que la Inquisición fue promovida por los Reyes Católicos –que ya habían intervenido en la organización de los nuevos territorios y reformado la Iglesia, las órdenes religiosas y el clero secular– para realizar sus pretensiones políticas y alcanzar uno de los fines del Estado: la unificación religiosa, un propósito inmune a las barreras jurídicas que existían en las Coronas de Castilla y Aragón.
Aunque los fondos documentales son escasos debido a la destrucción durante las guerras y revoluciones y al mal estado de conservación, se ha comprobado que desde el siglo XIX los archiveros han considerado la sede del Santo Oficio de Guadalupe junto a otros tribunales territoriales a pesar de su naturaleza ambulante. Su actuación se circunscribe al período 1484-1485, con un epílogo en 1488. A partir de entonces, el Tribunal de Toledo se encargó de los procesados y reclamó el traslado de los fondos que había en la localidad extremeña. Al igual que el resto de tribunales inquisitoriales, su objetivo principal fueron los falsos conversos o cristianos bautizados que seguían practicando los ritos judaicos, pero en el siglo XVI los procesos también afectaron a los moriscos e incluso a cristianos viejos que habían faltado a la moral o a la doctrina de la Iglesia. En opinión del Profesor Baltar, es probable que Guadalupe fuera elegida como sede del tribunal por su condición de fundación jerónima, dado que se trataba de una orden muy vinculada a los monarcas. La profunda espiritualidad y piedad que caracterizaba a estos religiosos impedía que hubiera un control excesivo por parte de la jerarquía, por lo que se convirtió en un refugio para el gran número de conversos que habitaba la localidad desde el siglo XIV.
El 26 de diciembre de 1484 comenzó la andadura del Tribunal, siendo inquisidores Nuño de Arévalo, Francisco Sánchez de la Fuente y Pedro Sánchez de la Calanda. La clave en los tres, que eran personas expertas en leyes, es que eran personas de confianza del rey Fernando. Arévalo había sido un personaje importante en las cortes de Juan II de Aragón y Enrique IV de Castilla, e ingresó en el Santo Oficio con la edad perfecta, desempeñando los cargos de inquisidor en Guadalupe y de prior en Yuste. Sánchez de la Fuente también había participado en asuntos políticos, siendo embajador ante la corte de Carlos VIII para reclamar el Rosellón y la Cerdaña. Seguramente sus actuaciones más reseñables fueron su colaboración con Tomás de Torquemada y su presencia en la Junta de Sevilla de 1473, donde se dio forma a la futura Inquisición. Finalmente, Sánchez de la Calanda se convirtió en inquisidor profesional a su paso por varias sedes, pues también estuvo en Valencia y Cartagena. Este tribunal actuaba sobre los habitantes de la puebla de Guadalupe, pero había otro que operaba de forma interna en la comunidad jerónima. Este último lo integraban el citado Nuño de Arévalo, Gonzalo de Toro y Juan de San Esteban. Su cometido fue la depuración de la orden a lo largo del tiempo y la imposición del estatuto de limpieza de sangre.
Como conclusión, el Profesor Baltar apuntó que la verdadera importancia del Tribunal de Guadalupe residía en la propaganda, ya que en los autos de fe se ofrecía una imagen de ejemplaridad ante el pueblo que se iba transmitiendo por toda la geografía.
Siguiendo estos últimos planteamientos, Dña. Beatriz Badorrey Martín, profesora en la Universidad Nacional de Educación a Distancia y directora del Centro Asociado de Mérida, disertó sobre la imagen y el poder en el Tribunal de Llerena. Al hilo de las palabras del Profesor Escudero, confirmó que la Inquisición española tenía un carácter especial porque la red de tribunales que la integraban dependía del Consejo de la Suprema, uno de los quince Consejos que conformaban el gobierno de la Monarquía Hispánica. A esta circunstancia se unía el hecho de que era el rey quien nombraba a los inquisidores, lo cual se tradujo en una estatalización de la institución. Como uno de tantos organismos de poder, el Santo Oficio se esmeró en exhibir su autoridad ante la sociedad, siendo el medio más efectivo las grandes celebraciones públicas civiles y religiosas. En el Antiguo Régimen, las fiestas ocupaban más de la tercera parte del año y cumplían una triple finalidad: funcionaban como válvula de escape contra las penurias de la población, contribuían al enaltecimiento de la fe y servían como instrumento político, pues mostraban a cada uno el lugar que ocupaba en el escalafón social. Como bien apuntaba la ponente, el estudio de estas manifestaciones permite conocer aspectos políticos e institucionales de la sociedad, como el papel de la Inquisición.
Lo que resulta llamativo es que el Santo Oficio, que ocupaba un lugar privilegiado en las procesiones y autos de fe, estuviera presente en las fiestas de toros, sobre todo a raíz de una polémica que hubo en el siglo XIV en la que se puso en entredicho la licitud de estos eventos. Una parte de la Iglesia consideraba que eran ilícitos porque se ponía en juego la vida de los hombres sin una causa justa y cuestionaba la asistencia del clero regular y secular a espectáculos profanos. El 1 de noviembre de 1567, el Papa Pío V promulgó la bula De salutis gregis dominici, que excomulgó automáticamente a los príncipes cristianos y autoridades civiles o religiosas que permitieran la celebración de corridas de toros en sus lugares de jurisdicción. Además, prohibió a los militares participar en las mismas, llegando a negarles sepultura eclesiástica si fallecían en ellas. La recepción del documento pontificio en España causó un revuelo enorme y su aplicación fue muy complicada. Tanto los clérigos como los organizadores de las villas y ciudades se negaron a poner en práctica su contenido. Ante esta negativa, Clemente VIII promulgó otro texto en 1596 derogando la bula y volviendo a permitir estos espectáculos. La justificación de la decisión fue el fin social que cumplían, dado que servían de adiestramiento a los militares y no suponían un riesgo para los toreros, que eran profesionales. No obstante, no levantó las prohibiciones concernientes a los religiosos, que desoyeron lo dispuesto y continuaron asistiendo a los festejos.
El problema se agudizó debido a que la Inquisición, como instrumento político, quería hacer ostentación de su poder desde los balcones que previamente pagaban. Esta presencia no pasó inadvertida a las autoridades religiosas, especialmente a raíz de una corrida de toros celebrada en Madrid a la que acudieron el Nuncio del Papa y el Inquisidor General. En 1680, Inocencio XI escribió un nuevo breve que envió a la corte española para pedir a los eclesiásticos que dejaran de acudir a las celebraciones taurinas y que tomaran las medidas necesarias para que no hubiera muertos ni heridos en las mismas. Pero, una vez más, sus directrices fueron ignoradas en todo el territorio. Un ejemplo fue Llerena, donde se vivió un período de esplendor en el siglo XVI como consecuencia del incremento de la población y de la remodelación urbana. Su plaza mayor fue reformada morfológicamente y depuró su sentido funcional, convirtiéndose en el centro de la vida pública y de las festividades (autos sacramentales, comedias, concursos de justas, juegos de cañas y corridas de toros). Las autoridades civiles y religiosas también pugnaban por ocupar lugares preferentes, lo cual dio lugar a varios conflictos que fueron resueltos por el Consejo de la Suprema y el Consejo de Órdenes.
En este punto, la Profesora Badorrey hizo alusión a los protocolos que se redactaron para intentar situar a cada uno en el lugar que le correspondía. Por el Libro de razón de Llerena, una recopilación de documentos elaborada en 1667 por el escribano Cristóbal de Aguilar, se sabe que el Santo Oficio se instalaba en los siete primeros arcos de los corredores altos de la Iglesia de la Granada. Esto era una prueba del enorme poder que poseía la Inquisición, pero también de que no era ajena a las luchas de poder que afectaban al resto de instituciones.
Otro de los aspectos cotidianos en que se refleja la evolución del Tribunal de Llerena es la correspondencia, un asunto que fue tratado por D. David González Corchado, investigador de la Historia Postal y miembro de la Real Academia Hispánica de Filatelia e Historia Postal. Hasta mediados del siglo XX, las cartas eran el único medio para realizar comunicaciones a distancia, de manera que era preciso optimizar las pocas herramientas de que se disponía. Las casas de posta del Imperio Persa fueron el origen de unos correos que siglos después empleó la Inquisición con óptimos resultados. Y es que, como manifestó el ponente, era indispensable que las comunicaciones –tanto misivas como edictos, libros prohibidos, testimonios, expedientes, sumarios o probanzas– entre los miembros de su estructura piramidal fueran ágiles para que el aparato funcionara correctamente.
En España, los primeros correos reales o “mandaderos” datan del reinado de Alfonso X el Sabio, introduciéndose posteriormente en la Corona de Aragón. Por la documentación se conoce que el rey Pedro IV disponía de treinta o cuarenta personas que desempeñaban esta función y que recibían un salario variable en función de la distancia que recorrieran. Una figura fundamental en el ámbito postal fue Francisco de Tassis, Correo Mayor de Felipe el Hermoso que instauró una dinastía que duró doscientos años y que se dedicó a crear una red de postas por la Península Ibérica y Europa. Luego el correo oficial estaba al servicio de los sectores más pudientes y del monarca. Los estratos menos afortunados se veían obligados a entregar sus cartas a estos funcionarios en una valija extraoficial cuando pregonaban el destino al que se les iba a despachar por las ciudades. Como contrapartida, los correos recibían un “porte” o sobresueldo de la persona que recibía la comunicación. Además, existían mensajeros privados o “propios”, que no estaban dentro de la estructura postal y concertaban el dinero que cobrarían por su trabajo con el particular que los contratara. Los monjes, prelados, arrieros y mercaderes también acostumbraban a llevar la correspondencia, siendo esta otra forma tácita de comunicación. Por su parte, las Instrucciones del Oficio de la Santa Inquisición de Tomás de Torquemada contemplaban la figura del nuncio, un mensajero altamente remunerado que realizaba los avisos y recados y practicaba las notificaciones por requerimiento de los inquisidores. Era un cargo muy secundario que desempeñó un importante papel.
Hacia 1576 se crearon las estafetas, que eran establecimientos de relevo donde las cartas tenían una fecha cierta de salida y podían ser depositadas por cualquiera que pudiera pagar el servicio. Su llegada a Extremadura se produjo con la estancia de Felipe II en Badajoz, lo cual benefició al Tribunal de Llerena. Pero a mediados del XVII hubo litigios entre los Correos Mayores y la Inquisición como consecuencia de los privilegios y exenciones de los que esta última disfrutaba. Ya en 1716, los Borbones incorporaron la Corona en la estructura postal e instituyeron en derecho de franquicia del Santo Oficio, eximiendo del abono de los portes al Consejo de la Suprema, al Inquisidor General, al fiscal del Consejo y a los comisarios. La franquicia y muchos de los privilegios terminaron en 1799 cuando el Ministro ilustrado Mariano Luis de Urquijo, siguiendo las recomendaciones de Francia, así lo instituyó en la Gaceta de Madrid.
El programa del día 15 de noviembre comenzó con la conferencia impartida por D. Dionisio Antonio Perona Tomás, profesor de Historia del Derecho y de las Instituciones en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Castilla-La Mancha, que se centró en las noticias sobre el personal del Tribunal de Llerena entre 1640 y 1820. Definió la Inquisición como una institución poliédrica porque ofrece muchas caras y se puede estudiar desde múltiples puntos de vista. El Consejo de la Suprema, que estaba a la cabeza de la jerarquía, era un órgano pluripersonal integrado por consejeros que previamente habían ejercido como inquisidores de distrito. De esto se desprende que, dentro de la red de tribunales de la institución, unos señalaban el inicio de la carrera de los inquisidores, como Cuenca o Llerena, mientras que otros eran una vía de ascenso a las altas esferas, como Valladolid o Toledo.
Para desarrollar su trabajo sobre la sede llerenense, el Profesor Perona hizo varias divisiones temporales. Hasta 1640, pasaron por allí varios inquisidores de gran proyección: António Matos de Noronha, colaborador del Archiduque Alberto de Austria y presidente del Consejo de la Inquisición de Portugal; Francisco Soto de Salazar, Inquisidor en Córdoba y Sevilla, Comisario General de Cruzada y obispo de Salamanca; y Tomás de Leciñana, visitador del Tribunal de Córdoba. Algunos lograron ser obispos sin desempeñar un cargo en el Consejo, como Martín Carrillo de Alderete, que realizó una visita en Llerena. Normalmente eran licenciados o doctores en cánones, pero no por las grandes universidades de la época. Entre 1640 y 1670, la documentación ha permitido seguir la carrera completa de algunos personajes como Bartolomé de Ocampo y Mata, que fue juez de bienes confiscados en Toledo y obispo de Plasencia, o Pedro Juan Majares de Heredia, fiscal en Murcia y Logroño e inquisidor en varias ciudades andaluzas. El ponente aclaró en este momento que la carrera en el Santo Oficio solía empezar con el cargo de promotor fiscal, que no habilitaba para votar las causas. Por ello, la pretensión de estos hombres solía ser alcanzar el puesto de inquisidor o de inquisidor fiscal, con el que podían participar en la votación y seguir desempeñando su ocupación primigenia. Menos información existe sobre otros fiscales inquisidores que pasaron igualmente por Llerena, como Juan Abad, que se dedicó a ello entre 1656 y 1657 o Alonso Montenegro, que hizo lo propio entre 1562 y 1564. Un alto porcentaje de esta categoría tenía el título de doctor y había estado en Salamanca para alcanzar el grado de bachiller en cánones.
En la tercera etapa, que comprende el período 1671-1699, solo llegó al Consejo Alonso María de Noboa Bolaños, que fue fiscal en Logroño, Córdoba, Valladolid, Toledo y Llerena. Lo mismo sucedió con Alonso Gil de Santa Cruz, el único caso hallado por el Profesor Perona en torno al año 1705. Ya en la quinta etapa (1731-1770), fueron dos los inquisidores que obtuvieron un puesto en la Suprema: el santiaguista Baltasar de Loaisa, que pasó por el Santo Oficio de Canarias, y Lorenzo Calvo de la Cantera, fiscal en Valladolid y del Consejo. La última periodización, que abarca la fase 1771-1820, culminaron su carrera Ignacio de Aróstegui, Cándido Toribio de Alarilla y Pedro de Orbe Larreátegui, que estuvieron en tribunales de toda la Península Ibérica.
Otro cargo muy relevante dentro del Santo Oficio fue el de Alguacil Mayor, reservado a civiles cuyo cometido era aumentar el prestigio social de la institución en el distrito. Fue el caso de D. Alonso Zapata de la Fuente, que al casarse con Catalina de Rocas, adquirió el oficio de su padre, el Capitán Diego de Rocas. Entre los receptores, que eran los que controlaban los dineros, despuntó Juan Gómez Escudero, que había sido Familiar de la Inquisición y sirvió muchos años sin título después de la muerte de su antecesor. Por último, resulta curioso el caso de Diego de Chaves, que compró el oficio de contador por tres o cuatro vidas.
A continuación, las jornadas abordaron cuestiones relativas a los delitos juzgados por la Inquisición. El Cronista Oficial de Llerena, D. Luis José Garraín Villa, realizó una exposición sobre los conversos de los siglos XV y XVI en dicha localidad. Estas conversiones de judíos al cristianismo eran miradas con recelo por la Iglesia, pues sabía que muchos seguían practicando su religión en la clandestinidad. A pesar de todo, se integraron en la sociedad de la época y ocuparon cargos de gran importancia en la Administración y la nobleza. Con respecto a la actuación del Santo Oficio en Llerena, el cronista secundó lo dicho el día anterior por el Profesor Escudero. Trajo a colación la obra Aparato bibliográfico para una Historia de Extremadura, escrita por Vicente Barrantes en 1875, donde se recoge un informe de limpieza de sangre relacionado con un auto de fe celebrado en 1567, años antes de que se fundara la Inquisición moderna. En él se menciona que el proceso fue visto por la Cámara del Secreto de la Inquisición, por lo que podría entenderse que ya entonces había un tribunal operativo. No obstante, el único rastro de la institución que ha pervivido es un escudo perteneciente al retablo del antiguo Convento de Santo Domingo, que actualmente es el Convento de Santa Clara.
Como se había señalado en otras conferencias, los apremios que los Reyes Católicos recibieron para obtener la bula fundacional de la Inquisición iban encaminados a luchar contra los falsos conversos. En aquel momento Llerena tenía la relevancia necesaria para que se instalara el Santo Oficio, puesto que a finales del siglo XV era la tercera ciudad de la región en número de familias conversas y la segunda más poblada. Precisamente, D. Luis Garraín puso el acento en un Edicto de Gracia expuesto en los lugares públicos de la localidad y firmado el 8 de agosto de 1488 para acusar a aquel sector de ser sospechoso de herejía. También habló de las cuatro sedes del Tribunal. La primera fue el Palacio Episcopal, residencia de los obispos de la Orden de San Marcos de León cuando realizaban las visitas, desde donde se trasladaron a la Casa Maestral debido a las presiones. Este edificio era propiedad de Fernando de Aragón y, como decidió emplearlo para fines recaudatorios, la Inquisición hubo de instalarse en la casa de Rodrigo de Cárdenas, casado con la hija del Licenciado Zapata. Y en la casa de este último, recordado por su labor como consejero de los Reyes Católicos, permanecerían desde 1472.
La tesis del ponente se sustenta en un documento encontrado en el Archivo General de Simancas que establece las más de quinientas personas que fueron habilitadas por los inquisidores de la Provincia de León en la baja Extremadura y las cuantías que a cada uno fueron impuestas en penitencia. Entre ellas, había ciento veinticinco familias censadas en Llerena. Uno de los personajes que aparecen en el documento es el tesorero de la Mesa Maestral Hernando de León, que fue procesado por judaizante y cuyos bienes –como la Capilla de San Juan de la Iglesia Mayor de la Granada– fueron confiscados. También están incluidos Francisco de Peñaranda, médico judío que ocultó la Biblioteca de Barcarrota, y el propio Licenciado Zapata, a pesar de su prestigio como jurista y de haber sido testigo en el otorgamiento de Isabel la Católica. Incluso está presente Pedro Cieza de León, célebre cronista e historiador del mundo andino que escribió la Crónica del Perú.
Finalmente, D. Luis Garraín hizo una mención al pintor Francisco de Zurbarán, que estuvo muy ligado a la comunidad judeoconversas de Llerena. Se intuye que su madre procedía de una familia judía de Monesterio y, además, contrajo varios matrimonios con mujeres que compartían esta ascendencia.
Del análisis del delito de blasfemia se ocupó D. Manuel Santana Molina, Catedrático de Historia del Derecho en la Universidad de Alicante. Sorprendentemente, este delito-pecado tiene hoy una importancia sustantiva en cuanto que se han producido una serie de acontecimientos –como los movimientos migratorios, el terrorismo por razones religiosas o el enfrentamiento entre civilizaciones– que lo han vuelto a colocar sobre el tablero. Citando a André Malraux, el ponente coincidía en que “el siglo XXI es un siglo religioso”, pues las identidades religiosas han vuelto a adquirir un enorme protagonismo en un momento en que la neutralidad laica del Estado de Derecho liberal no cuenta con los elementos necesarios para resolver el problema. Además, las manifestaciones del llamado “discurso del odio” han resucitado los debates acerca del alcance del derecho a la libertad de expresión y sus límites.
Ortega y Gasset pensaba que el mundo de las ideas y de las creencias es el marco de referencia sobre el que cada persona da una respuesta a su angustia existencial. Por tanto, cuando alguien abraza una creencia, esta pasa a formar parte de su personalidad, identidad, subjetividad y susceptibilidad. Uno de los ataques a esta sensibilidad es la blasfemia, que hoy puede adoptar formas muy diversas. Hasta ahora había sido poco estudiada y solo se mencionaba en referencias normativas que no profundizaban en sus verdaderas implicaciones, seguramente porque presenta grandes dificultades de conceptualización. Por consiguiente, la única forma de delimitar la blasfemia es comprobar su evolución a lo largo del tiempo, ya que los hechos adquieren su sentido cuando se observan en todo su recorrido histórico.
Los primeros cristianos entendían la blasfemia como una injuria contra Dios, la Virgen o los Santos. Los teólogos daban una importancia capital a la palabra, que al estar destinada a glorificar a Dios, invertía su función cuando se empleaba en su perjuicio. Había, en definitiva, una intromisión de lo profano en lo sagrado. Aunque el Concilio de Calcedonia dictaminó que los blasfemos debían ser apartados de la comunidad cristiana, lo cierto es que las fuentes altomedievales revelan que no sufrían persecución alguna. En la práctica, esta injuria se consideraba un pecado de la mesa más que una falta grave, y ni siquiera figuraba en la Regla de San Benito. La situación cambió a raíz de las transformaciones sociales que el desarrollo urbano y comercial produjo en la Baja Edad Media. Se abandonaron las ideas teocéntricas en favor de la vida individual y proliferó el lenguaje blasfemo. Entonces los teólogos se vieron en la necesidad de hacer una reflexión moral para definir el término de manera técnica. Por ejemplo, San Agustín la definió como la palabra que niega o usurpa los atributos de Dios o le arroga cosas que no tiene. Luego era un delito de infidelidad que atacaba al corazón de la religión cristiana y, por tanto, susceptible de ser calificado de herejía. Asimismo, se introdujo un matiz: la necesaria adhesión de la voluntad del que profería la blasfemia a lo que decía, es decir, la intencionalidad. Si esto no se daba, había una mera perversión del uso de la palabra, un perjurio o maldición. Con todo, la idea de blasfemia herética de los teólogos era a menudo desfigurada por “elementos ensombrecedores” o atenuantes como la borrachera, la ira o la disputa.
Posteriormente, en el ambiente de reforma y contrarreforma de la Edad Moderna, la blasfemia continuó expandiéndose masivamente. La historiografía actual ha ofrecido visiones diversas para explicar este fenómeno: algunos autores opinan que se blasfemaba porque la sociedad era profundamente religiosa; otros consideran que era un mecanismo de autoafirmación de la masculinidad o incluso un síntoma de ateísmo. No obstante, el Profesor Santana Molina descarta esta última hipótesis porque no existía un cuerpo doctrinal definido como para que las personas decidieran adherirse a propuestas ateas. En ese contexto de proliferación, la Iglesia pasó a considerar la blasfemia como lenguaje del diablo en base a las doctrinas de teólogos como Juan de Rojas o Francisco Peña e inquisidores como Tomás de Torquemada. También se pronunciaron los teólogos-juristas como Domingo de Soto y Francisco Suárez, que la entendían como algo peor que el homicidio y como un error pertinaz en materia de fe, respectivamente.
El marco teológico descrito estaba respaldado por un escenario político en el que los Reyes Católicos utilizaron el Santo Oficio para lograr la cohesión interna y la unidad religiosa. Sin embargo, la Iglesia seguía encontrándose con dificultades para reconocer y aplicar la blasfemia, de manera que se construyó una figura jurídica nueva: el delito de herejía, en virtud del cual se invertían las atenuantes bajomedievales. Las “circunstancias ensombrecedoras” se tornaron en una forma de alumbrar y acusar a los blasfemos. Recibían esta calificación quienes, en opinión del denunciante, tenían un comportamiento que real o aparentemente atentaba contra los dogmas y símbolos de la ortodoxia cristiana. Fue una herramienta para señalar a los protestantes, clérigos de mala vida, judíos, turcos o a cualquiera cuyo comportamiento se pudiera ver como una conducta contraria a la ética moral. Desde esta perspectiva, Inquisición e Iglesia adoptaron dos posturas: la persecución de los blasfemos y la predicación para que la gente comprendiera qué elementos configuraban el delito. Tras la celebración del Concilio de Trento, el Santo Oficio utilizó el delito de herejía como un mecanismo de investigación de los cristianos viejos. La segunda mitad del siglo XVI fue el momento álgido de la lucha contra la desviación, aunque en el XVIII hubo un repunte como consecuencia de la Ilustración. En Llerena, los procesos por herejía fueron muy numerosos, especialmente en las zonas rurales, donde la necesidad de ejemplarizar e intimidar era mayor que en las ciudades. El contenido del delito puede clasificarse en dos grupos: el de los fornicarios, que eran palabras referidas a que el acceso carnal fuera del matrimonio no era pecado, y las injurias contra Dios, los sacramentos, la Iglesia, las indulgencias, las bulas y los clérigos.
A partir del siglo XVIII, la blasfemia cayó prácticamente en el olvido, siendo Francia el país más avanzado en quitar el papel social de quienes incurrían en dicho delito. Desde entonces se ha ido apartando de la actividad socio-jurídica, en gran medida por el proceso de descristianización. Sin embargo, en los catecismos liberales siguió apareciendo como concepto profano, que, a diferencia de lo que ocurría en la Antigüedad, fue un espacio invadido por lo sagrado.
Un segundo delito de gran trascendencia para el Tribunal de Llerena fue la bigamia, tema central de la conferencia de Dña. María Teresa Manescau Martín, especialista en la materia y profesora de Historia del Derecho y de las Instituciones en la Universidad de La Laguna. En primer lugar, comentó que los orígenes de la cuestión se remontan al siglo XI, pues en ese momento la Iglesia comenzó a realizar afirmaciones sobre la monogamia y la prohibición de las relaciones prematrimoniales. El mensaje fue calando durante las centurias posteriores hasta que en el siglo XV el Arzobispo de Toledo, por entonces Alfonso Carrillo, convocó un sínodo para debatir sobre las uniones matrimoniales y condenar aquellas que fueran clandestinas, esto es, celebradas solo con los contrayentes, sin la presencia de un sacerdote ni de los testigos. Pero el gran cambio llegó con el Concilio de Trento, que dispuso unas normas reguladoras del matrimonio, considerado ya un sacramento indisoluble.
En concreto, la bigamia, contemplada en el Fuero Real, era ya perseguida por los tribunales reales medievales, aunque su persistencia en la Edad Moderna hizo partícipe a la Inquisición. La razón de esta intervención es que el hecho de contraer un segundo matrimonio sin haber roto el vínculo anterior constituía una sospecha de herejía porque atentaba contra la doctrina cristiana. Semejante forma de actuar solía estar motivada por la imposición de la pareja por parte de la familia, la violencia familiar de tipo físico o verbal, la ausencia prolongada de uno de los cónyuges, las penurias, las profesiones, los conflictos bélicos o la emigración. Por lo general, la bigamia era una conducta eminentemente masculina que solía perpetrarse en otra región o incluso en otro Estado, normalmente siendo la persona plenamente consciente de la gravedad y utilizando todo tipo de artimañas para no ser identificada. El modus operandi del bígamo empezaba por actuar como soltero en el nuevo lugar para, pasado un tiempo, casarse por segunda vez falsificando su documentación al adoptar un nombre distinto o valerse del de algún vecino o pariente libre.
Hay un caso del Tribunal de Llerena en el que un hombre llamado Nicolás Sánchez Espinel se había Casado con Carmen Caballero y Berrocal, que ya tenía un marido. Él, que teóricamente sabía de la situación de su mujer, fue acusado de bigamia. A juicio de la Profesora Manescau, de aquí se extraen circunstancias que solían concurrir en las personas que cometían este delito. Al acudir a la parroquia de Carmen Caballero, no se halló la partida del casamiento, lo cual facilitó el engaño y la posibilidad de las segundas nupcias. Además, las declaraciones de los testigos fueron contradictorias, ya que unos afirmaban que Sánchez Espinel era casado y con hijos, mientras que otros dijeron que estaba soltero. Finalmente, sería el cura de la Catedral de Badajoz quien aclararía que era soltero y sin impedimento para casarse. Respecto a las circunstancias de la pareja, el documento recoge que ambos se encontraban en la mayor miseria y que él era propenso a los insultos. Como era habitual en los casos de bigamia, se trataba de una pareja en la que concurrían la pobreza, la violencia y la desesperación. Lo que impulsó a Carmen Caballero a comportarse de esta forma fue el hecho de que su primer marido no la mantenía y había tenido que emigrar. También usó ciertas artimañas para evitar caer ante el Santo Oficio y, cuando la descubrió el Provisor, alegó que era muy desgraciada, que su madre le había dado malos consejos e inducido a casarse con un hombre pobre. El Provisor suspendió el envío del expediente a la Inquisición y conminó a la detenida a regresar con su primer marido. Pronto se advierte que esta mujer sabía que estaba actuando mal y que no se le ponía nada por delante, pues, al contrario de lo que había declarado el marido era una persona con muy buenas referencias que ejercía el oficio de alguacil. A los pocos meses del casamiento, ella lo había abandonado y se había trasladado a Badajoz, falseando su nombre y el de sus padres. Lo que no puede obviar es que era una mujer con hijos y escasos recursos que había utilizado el matrimonio como vía de escape.
Como conclusión, la ponente determinó que la bigamia era un delito que afectaba a personas con pocas posibilidades económicas y de baja extracción social que necesitaban huir de su pasado. Tanto hombres como mujeres esperaban mejorar su forma de vida sin importar lo que habían dejado atrás. Y, aunque el perfil del bígamo era normalmente masculino, la documentación examinada para el caso de Llerena queda patente que también era bastante frecuente en el otro sexo. En cualquier caso, la mayoría actuaba sin error doctrinal y se servía de tretas para pasar desapercibidos. Es probable que muchos casos no fueran descubiertos, pues la delación solía ser casual. De hecho, el papel de los conocidos era decisivo para corroborar las informaciones de los libros de bautismo, matrimonio y fallecimiento, obligatorios en las parroquias a partir del Concilio de Trento.
En cuanto a las relaciones del Santo Oficio con América, D. Luis René Guerrero Galván, Abogado y Maestro en Estudios Novohispanos en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Zacatecas, habló acerca de los testimonios ad longum de dos llerenenses implicados en las transgresiones en la Nueva España del siglo XVIII. Para entender el contexto del Santo Oficio en aquel virreinato, agrupó su evolución en tres fases. El primer estadio es el de la Inquisición mendicante, producto de los procesos de evangelización que estas órdenes llevaron a cabo. Fray Toribio de Benavente solicitó a Carlos I la introducción de la institución en el Nuevo Mundo a raíz de los comportamientos de los españoles, que estaban contaminando a los naturales. Su pretensión se realizó mediante la bula Alias Felicis, en virtud de la cual los religiosos podían asumir las competencias inquisitoriales siempre que no hubiera un obispo en un área de cincuenta leguas. Sin embargo, los franciscanos se dedicaron a perseguir únicamente a los indios idólatras y a destruir cualquier vestigio de su historia. La segunda fase se corresponde con la Inquisición episcopal. Juan de Zumárraga, primer obispo de la Nueva España, continuó las persecuciones contra los aborígenes, culminando su tarea en una quema multitudinaria. Estos acontecimientos sirvieron, empero, para que el Santo Oficio se planteara la exclusión de los indios de su jurisdicción. La competencia se atribuyó a la jurisdicción episcopal tras la instauración formal de la Inquisición en 1571, que es el tercer período.
La Inquisición novohispana, al igual que el Tribunal de Llerena, era distrital, y dependía directamente del Consejo de la Suprema. Su radio de acción abarcaba más de tres millones de kilómetros cuadrados, de ahí que se diga que su producción no fue significativa. En efecto, las dimensiones del territorio eran excesivas para tres funcionarios, por lo que pocos procesos fueron completados. En el siglo XVI destacan las últimas grandes quemas de judaizantes como la familia Grijalva; en el XVII los pleitos institucionales entre órdenes mendicantes y clero secular. Contrariamente a lo que se piensa, no se disolvió con la independencia de 1821, sino que se reconvirtió en una Inquisición episcopal que operó como herramienta para perseguir y juzgar a Hidalgo, Morelos y otros sediciosos de la rebelión.
Después de esta introducción, el Profesor Guerrero Galván ilustró la relación entre Llerena y la Nueva España con varias fotografías de la ciudad de Zacatecas, donde la villa de Llerena de San Juan Bautista está hermanada con la extremeña. Se descubrió en 1555 al arribo del Capitán Juan de Tolosa, al que acompañaba un grupo de franciscanos e indígenas aliados. La población que fundaron fue llamada Real de Minas de Sombrerete por la forma de un cerro. Para 1570, la Audiencia de Guadalajara le concedió el título de villa de Llerena, de gran importancia por los fondos mineros. Otra semejanza es la Virgen de Guadalupe, probablemente una creación del siglo XVI inspirada en la que se encuentra en la localidad cacereña.
En el Archivo General de la Nación de México se han conservado numerosos fondos de la Inquisición. Hay veintidós expedientes relativos a Llerena que, curiosamente, son testimonios ad longum, a pesar de haber sido prohibidos por una Real Cédula debido a que hacían daño en los juicios. La conclusión que extrajo D. Luis Guerrero fue que en realidad eran documentos de limpieza de sangre que investigaban la genealogía y que por elegancia procesal recibieron aquella calificación. Hacia 1532, se inició un proceso muy sonado contra Rui Díaz, arriero natural de Llerena, por blasfemo. La implicación del Tribunal extremeño consistió en aportar información sobre la limpieza de sangre. Otro caso fue el del sastre Juan de Villate, procesado en 1539 por haber reprendido a su mujer cuando rezaba. Ya en el 1600, hay dos cartas sobre la calidad de limpieza de linaje de dos hombres que aspiraban a convertirse en Familiares de la Inquisición. En 1764 y 1792 hubo dos testimonios ad longum de Antonio Díaz Gamero para solicitar el bachillerato y de Antonio Pérez de Marañón, hijo de un Corregidor natural de Llerena, que pidió ser notario, expurgador y revisor de libros prohibidos.
La sesión de la mañana se cerró con la disertación de D. Francisco Molina Artaloytia, licenciado en Filosofía y profesor de Enseñanza Secundaria y de la Universidad Nacional de Educación a Distancia. El tema elegido fueron las perspectivas epistemológicas y el estado de la cuestión de lo “innombrable” y lo “maravilloso” en el Santo Tribunal de Llerena. El primer concepto hace referencia al vicio nefando o sodomía, que en términos actuales sería la homosexualidad; el segundo alude a la interpretación en las variaciones de identidad sexual en las personas, que hoy se identificaría con la transexualidad.
El vicio nefando se consideraba un pecado contra la naturaleza, entendida en su doble acepción de physis griega o dinámica y de natura romana o estática. Cuando pasó a la teología cristiana, se construyó el concepto de sodomía a partir de las interpretaciones aristotélicas, hipocrático-galénicas y la avicénicas del sexo. En todo caso, la sexualidad era una institución social, pues no solo se circunscribía al cuerpo, sino también al lenguaje, de manera que el mismo acto homoerótico no gozaba de igual consideración en el mundo griego que en el romano o el cristiano. Para la Inquisición, la sodomía era simplemente una práctica sexual distinta a las reguladas o normativas. Consistía en el vertimiento de semen fuera del vaso debido, estableciendo Santo Tomás de Aquino varias categorías: la masturbación, el bestialismo y la penetración anal, aunque con el tiempo solo la última terminó por asociarse al concepto, válido para hombres y mujeres. Haciendo alusión a los trabajos de la investigadora latinoamericana Fernanda Molina, el Profesor Molina Artaloytia comentó que existía una lucha entre los tribunales civiles y eclesiásticos en cuanto a la competencia para conocer de la sodomía, que estaba asociada a la idolatría, la brujería y la herejía. Son especialmente interesantes los penitenciales o instrucciones que los sacerdotes recibían para la confesión, ya que se les recomendaba hacer las preguntas al penitente con sumo cuidado para no darle ideas que desviaran su comportamiento.
Con respecto al hermafroditismo, cabían tres interpretaciones del fenómeno: como marabilia cuando se consideraba que Dios, en su infinita potencia, podía crear lo que deseara y así enriquecer su obra; como malibus cuando era visto como un presagio de castigo divino o de catástrofe; y como miraculus para el caso de las santas o cristianas a las que Dios cambiaba de sexo cuando iban a ser martirizadas o violadas. Algunos de los casos más señalados se dieron en Madrid y Úbeda, donde hubo una monja que fue ordenada sacerdote y otra que regresó al hogar para vivir como un varón y ser el heredero de su padre. En Llerena fue muy sonada la intervención del Tribunal en el asunto del Obispo de Salamina. Era un fraile de vida disoluta que mantuvo relaciones con su paje y fue denunciado por un morisco en calidad de testigo de oído. En el interrogatorio el muchacho confesó, pero lejos de salvarse, fue juzgado por la justicia civil, condenado a garrote y quemado en la hoguera. El clérigo recibió un trato distinto porque por su condición de prelado el caso había de ser conocido por la Inquisición y Roma. Se aceptaron los cargos referentes a su comportamiento libertino, pero no la sodomía, por lo que simplemente se le recluyó en un convento de forma perpetua. Otro asunto de interés fue el de “la clériga”, un religioso de Zafra al que tildaban de mujer a pesar de tener barba e impartir misa. Cuando fue denunciado por sus tratos con mozos, la Inquisición procedió con mucho tiento debido al escándalo que podía generar el hecho de que se hubiera ordenado sacerdote a una mujer.
Ya en la tarde del viernes, D. Manuel Lázaro Pulido, profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, dio una conferencia titulada “Del recogimiento místico al desaliento alumbrado: la pugna entre escolástica y misticismo en Llerena”. Abordó la Inquisición desde otra perspectiva, definiéndola como una institución ligada a un modo de hacer filosofía y teología. En efecto, sus inicios coinciden con la publicación de las Sentencias de Pedro Lombardo, que inauguraron la escolástica, mientras que su fin se produjo aproximadamente con la promulgación de la Ley Moyano de 1856, con la que desapareció aquella corriente.
Como fenómeno que proponía una vía de exceso místico, el alumbradismo atravesó por dos momentos clave. El primero fue el año 1525, pues fue descrito por los franciscanos de Toledo como “una vía espiritual recién inventada y escandalosa”. Ahí adquirió sus connotaciones heréticas a raíz de las cuarenta y ocho proposiciones contenidas en el Edicto de Toledo, que fueron redactadas por el Inquisidor General y Arzobispo de Sevilla Alonso Manrique. La segunda fecha fue 1574 por las manifestaciones alumbradas en ciertas villas andaluzas y extremeñas que tuvieron Llerena como sede central. Así lo demuestra la Relación de autos de fe, causas pendientes y procesos criminales de este tribunal, que abarca el período comprendido entre 1575 y 1580. Lo que reflejan ambos casos es la popularidad de que gozaba la interioridad espiritual del humanismo castellano, en sintonía con las tendencias que inundaban una Europa cada vez más cercana a la singularidad. La propuesta ibérica presentaba un humanismo resistente al mundo nuevo de la Modernidad, como un antídoto contra esencialismo universal. En síntesis, lo que defendía era el sujeto personal individual frente al sujeto personal que propugnaban los teólogos de la Escuela de Salamanca. Y además lo hacía en un contexto en el que la Iglesia universal, institucional, mediadora y dogmática se postuló frente a las iglesias nacionales, que eran carismáticas, sociológicas y hermenéuticas. Por tanto, el alumbradismo, alejado del aliento católico e inmerso en un exacerbado intimismo, se presentó como una amenaza. No obstante, es posible que los miembros de este colectivo no fueran conscientes de la carga filosófico-teológica de sus convicciones ni de las consecuencias humanas, políticas y eclesiales que proyectaban en un tiempo de gran inestabilidad.
En los siglos XV y XVI surgió una pléyade de autores que expresaban vivencias comunes con origen en las tradiciones espirituales y las circunstancias histórico-dogmáticas. Algunos insistían en el antropocentrismo y otros en el teocentrismo, pero todos buscaban la realidad de Dios en el amor, como Fray Luis de Granada y Fray Juan de los Ángeles. Estas consideraciones no tuvieron buena acogida entre los escolásticos, que reaccionaron ante el temor a una posible deriva intimista que provocara la divinización del hombre. La sospecha sobre la mística recogida se acentuó con la censura al Catecismo de Bartolomé Carranza de Miranda, cuyo pensamiento guardaba relación con Francisco de Osuna, según el cual el recogimiento implicaba la búsqueda y cumplimiento de perfecciones, a las que cualquiera podía llegar mediante la oración y la contemplación. Esta universalidad de la perfección no pensada era peligrosa para los teólogos porque, al existir una comunicación directa entre Dios y los fieles, se eliminaba a la Iglesia como intermediaria.
El mensaje del alumbradismo era similar, pero con un matiz que lo distorsionaba y exageraba. A diferencia del recogimiento místico, era un fenómeno experiencial desprovisto de sabiduría teológica y de espíritu eclesial de promoción espiritual. Los alumbrados eran tan intimistas que terminaron convirtiéndose en subjetivistas, confundían la primacía de la oración mental con la exclusividad de la misma, cayendo en el reduccionismo. Como bastaba con esa oración mental para llegar a Dios, no se concedía importancia a los sacramentos. También era suficiente para alcanzar la perfección, un estado que permitía observar y conocer el misterio de la esencia divina sin necesidad de barreras. Su oración era tan excelsa que no podían ver imágenes y no tenían que acudir a la iglesia, oír sermones o realizar actos de devoción.
El tratamiento de este fenómeno fue completado por D. Sixto Sánchez-Lauro, profesor de Historia del Derecho y de las Instituciones en la Universidad de Extremadura, que habló del Tribunal de Llerena frente al alumbradismo extremeño. A modo de introducción, explicó que históricamente siempre ha habido personas dentro de la Iglesia que aspiraban a una vida interior cristiana más intensa, ya fuera de forma real o aparente. Por lo general, su número se incrementaba en aquellos momentos en que se demandaba una renovación de la realidad y existía la necesidad de superar un ambiente asfixiante. Sin embargo, algunas de esas manifestaciones eran espurias o de falso misticismo, como sucedía con los alumbrados españoles del siglo XVI. Su pensamiento giraba en torno a la idea de que en la contemplación pura el alma perdía su individualidad y se abismaba en la infinita esencia, alcanzando tal estado de perfección que el pecado dejaba de serlo. Lo cierto es que los orígenes de la heterodoxia alumbradista no hay que buscarlos en la degeneración de la Escuela mística española, sino en el priscilianismo de los últimos tiempos de la Hispania romana, los albigenses del norte de los Pirineos del siglo XIII, los begardos del XIV y los herejes de Durango del XV. Las causas que generaron el fenómeno son comunes a las de otros movimientos espirituales como el humanismo, el fransciscanismo, el erasmismo o el platonismo.
La frontera entre la ortodoxia y la heterodoxia, que era difusa en la vida religiosa de la España del XVI, se trazó en el Concilio de Trento. Con todo, el alumbradismo había sido declarado herejía en el Edicto de Toledo de 1525. El foco principal en la primera mitad de la centuria se encontraba en la Meseta Sur y estaba integrado mayoritariamente por gentes de baja clase media y algunos nobles, normalmente descendientes de conversos. Fue un movimiento autodidacta y anárquico que propugnaba la unión con Dios basada en el amor desinteresado, siendo la fe la única vía de salvación. Los personajes más destacados fueron Isabel de la Cruz y Pedro Ruiz de Alcaraz, condenados en el auto de fe de 1529 junto a otros cinco alumbrados. Posteriormente, tras el descubrimiento del dominico Alonso de la Fuente en 1571, aparecieron otras sectas en Extremadura y Andalucía. Su doctrina era semejante a la castellana, pero tenía implicaciones erótico-religiosas. Los alumbrados extremeños afirmaban que el Mesías debía ser el resultado de la unión de una doncella con los confesores o clérigos, justificando estas acciones en el alivio de las cargas espirituales de las beatas. La figura más importante fue la del sacerdote Cristóbal Chamizo, condenado por la Inquisición a seis años de galeras. A juicio del ponente, es probable que la desviación sexual obedeciera al descontento con el rigor del celibato, que conducía a los religiosos a renegar de la ortodoxia oficial y a reconducir su moral a través del confesionario, cuestionando la validez de los sacramentos.
Cuando Alonso de la Fuente regresó a Fuente del Maestre, su pueblo de Sevilla, comprobó que sus propias sobrinas estaban enloquecidas por la oración mental y las indicaciones del sacerdote solicitante. Alarmado ante esta situación, denunció las mencionadas prácticas ante el Tribunal de Llerena, que ignoró sus demandas por no considerar que existiera herejía. Sin embargo, el clérigo logró informar al Consejo de la Suprema, que ordenó la represión del alumbradismo al primer tribunal. Así, se tomaron represalias en la década de 1570, celebrándose un primer auto de fe en 1576 con veintidós encarcelados y un segundo en 1579 con veinte alumbrados, que puso fin al movimiento en Extremadura. Los castigos más drásticos se les impusieron a los maestros de la secta, de los cuales ninguno fue condenado a la hoguera. Las beatas y viudas recibieron penas más leves como el destierro, los azotes o la prohibición absoluta de tratar con otros alumbrados.
Al margen de esto, el Profesor Sánchez-Lauro puntualizó que las acusaciones por alumbradismo fueron muy frecuentes en la segunda mitad del siglo XVI y acarrearon muchos problemas con la Inquisición. Como consecuencia de las experiencias anteriores y de la intolerancia religiosa, cualquier libro místico escrito en lengua vulgar se miraba con cierto recelo, como prejuzgando su heterodoxia. Algunos de los afectados más famosos fueron Bartolomé Carranza de Miranda, San Juan de Ávila, San Ignacio de Loyola o Santa Teresa de Jesús.
La conferencia de clausura, “La defensa del Santo Oficio en las Cortes de Cádiz a cargo del Inquisidor de Llerena Francisco María Riesco”, fue realizada por D. Felipe Lorenzana de la Puente, profesor de Educación Secundaria en el Instituto de Enseñanza Secundaria Alba Plata de Fuente de Cantos y Presidente de la Sociedad Extremeña de Historia. Retrotrayéndose al año 1808, expuso que la convocatoria de Cortes era deseada tanto por el rey Fernando VII como por el Consejo de Castilla, las Juntas, los liberales y los franceses, aunque cada uno tenía razones distintas y perseguía sus propios intereses. Sin embargo, no todo lo que sucedió a partir de este hecho era completamente nuevo. Cádiz fue, en gran medida, heredera de algunas tradiciones de la Edad Moderna, como los reglamentos parlamentarios, la manera de votar y de conformar las comisiones, el estatuto y la inviolabilidad de los diputados o la configuración del mapa en distritos electorales. De hecho, se aplicó el modelo de las Cortes de Castilla, que funcionaba como una asamblea sin estamentos donde estaba representada toda la nación. El recurso a la Historia se convirtió entonces en un arma arrojadiza, puesto que los diputados conservadores se amparaban en el pasado para evitar cambios sustanciales y los liberales acudían a la tradición legislativa española para promover las reformas.
Uno de los diputados elegidos en Extremadura fue Francisco María Riesco, nacido en Madrid en 1758. Su padre era el médico de grandes casas nobiliarias y trabajó para la realeza, por lo que procedía de una familia acomodada. Su formación transcurrió en la Universidad de Alcalá de Henares, donde primero obtuvo el título de bachiller en Derecho Canónico y Civil y después el doctorado en Sagrados Cánones. Ejerció como abogado de los Reales Consejos y opositó para distintas canonjías, aunque su destino final fue el Santo Oficio. Su periplo le llevó a Cartagena de Indias, Valladolid y Llerena, siendo Decano del Tribunal de la Inquisición de Extremadura. Destacó por la publicación de un libro que se considera la última gran obra editada en España en defensa de la institución: Discurso histórico legal sobre el origen, progreso y utilidad del Santo Oficio de la Inquisición de España. En el texto, Riesco reivindicaba la necesidad de un tribunal que se había dedicado desde sus orígenes a erradicar la herejía para hacer lo propio con el libertinaje. A su juicio, la Inquisición había nacido como uno de los mecanismos de defensa de la fe que la Iglesia poseía desde los orígenes del mundo. Su misión primigenia era la herejía, pero a raíz de la intervención de los Reyes Católicos se centró en ordenar un territorio donde la diversidad social, religiosa y étnica no tenía cabida. Además, esgrimía la doble naturaleza pontifical y real de los tribunales inquisitoriales para fundamentar la independencia de sus jueces. En esencia, su propósito era convencer a los lectores y diputados de que el Santo Oficio era beneficioso en cuanto que aportaba a la monarquía la cohesión social y la prosperidad. Consideraba que los enemigos a batir eran los herejes, los católicos que habían sido educados en países protestantes y los artífices de la importación de las ideas de la Ilustración y de la Revolución Francesa.
Por elección popular alcanzó la presidencia de la Junta de Gobierno de Llerena al poco de estallar la Guerra de la Independencia, aunque después ocupó la presidencia de la Junta Suprema de Extremadura durante poco más de un año. Según las fuentes, Riesco se refería a esta época como la “Revolución”, y a partir de ahí empezó a manejar conceptos –como la igualdad o la libertad– que hasta entonces le habían provocado un enorme rechazo. Por razón de su cargo, acudió como diputado a las Cortes de Cádiz junto a otros personajes ilustres como Diego Muñoz Torrero. Sus intervenciones estuvieron marcadas por el patriotismo, el historicismo enfocado en la monarquía visigoda, la preocupación por el desarrollo de la guerra y la defensa de la soberanía paccionada, la igualdad, el reformismo moderado y la Constitución. No obstante, su postura cambió cuando el Santo Oficio fue introducido en los debates. Convencido de que podía lograrse un encaje de aquel en el sistema constitucional, pronto reparó en que su idea no coincidía con los planes de los liberales. En las primeras discusiones logró convencer a los presentes de que la Inquisición seguía existiendo a pesar de que Napoleón la hubiera abolido a finales de 1808, pues los decretos extranjeros no afectaban a los españoles. Después se formó una comisión para aclarar la situación, pero sus trabajos se alargaron y las cuestiones inquisitoriales quedaron relegadas durante los meses en que se elaboró el proyecto constitucional. El dictamen que emitió fue favorable a la continuidad del Santo Oficio, aunque con variaciones.
Su extensísimo discurso, que se leyó el 9 de enero de 1813, apenas tuvo réplicas. Con todo, la asamblea se mostró muy contrariada cuando dividió a los diputados en dos partidos: el partido de Jesucristo crucificado, favorable al Santo Oficio, y un segundo grupo que agrupaba a detractores de toda clase (herejes, napoleónicos, protestantes, etc.). Desde su punto de vista, la institución era indispensable para poner en marcha el proceso de recristianización y perfectamente compatible con la Constitución de 1812. Y, dado que consideraba que la censura era legal y necesaria, el ponente calificó su actitud de antiliberal y totalmente contraria a la Ilustración. El asunto concluyó con la abolición definitiva de la Inquisición, habiendo noventa votos a favor y sesenta en contra. Este fue el punto de inflexión para que la presencia de Riesco se diluyera y no volviera a intervenir en las Cortes.
La última intervención de las jornadas estuvo dedicada a la lectura de las conclusiones, elaboradas por D. Alberto Muro Castillo, profesor de Historia del Derecho y de las Instituciones en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Sintetizando lo dispuesto hasta el momento, definió la Inquisición como un aparato que respondía a los fines del Estado Moderno: la búsqueda del bien común a través de la defensa de la fe y de la religión utilizando para ello el Derecho y amparándose en el instrumento de la burocracia. Mencionó, asimismo, el gran trabajo de todos los intervinientes, que lograron explicar al público todas las aristas de este objeto de estudio, desde la organización administrativa y jerárquica pasando por la carrera de los funcionarios, las luchas intestinas, el control que ejercían los visitadores, los distintos delitos contra la fe, la propaganda, los protocolos, la correspondencia, y su trayectoria en Ultramar. En esencia, el Profesor Muro destacó el mérito de mostrar en solo dos días la inmensidad del Antiguo Régimen a través de una institución: el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.