Doi: https://doi.org/10.17398/0213-988X.35.703

 

 

 

Ignacio SÁNCHEZ AMOR. Extremadura germinal: instituciones, partidos y políticas públicas en la Transición. Vol. 1. El Tablero. Valencia: Tirant lo Blanch, 2016, 989 pp. ISBN: 978-84-16349-70-8

“Extremadura germinal”, de Ignacio Sánchez Amor, constituye una rara avis por lo prolijo de un estudio que roza las mil páginas y que retrata con detalle la Extremadura de la Transición a la democracia, sus instituciones embrionarias, partidos y políticas públicas principales. La obra nos ofrece un tablero de personajes, movimientos, tácticas y siglas que fueron dando vida, ya desde los estertores del franquismo, a una pretensión de autogobierno que conduciría al Estatuto de Autonomía. Frente a la manida sentencia de que tales deseos sólo se daban en Cataluña o País Vasco, el libro demuestra que Extremadura mostraba “una sorprendente conciencia regional en lo relativo a reivindicar autogobierno; pero, eso sí, sin traducirlo en un deseo de articulación política mediante un partido regionalista”. En vez de blandir una supuesta identidad anclada en la historia mítica (Viriato, Yuste, conquistadores) o en efluvios telúricos hoy tan a la moda, los deseos democráticos de autogobierno se fundamentaron en la reivindicación de sustanciales cambios y mejoras socioeconómicas. La región apenas había salido a mediados de los setenta de condiciones que rozaban el subdesarrollo y presentaba, en términos comparados con el resto de territorios españoles, unas desigualdades muy acentuadas que condenaban a buena parte de su población, eminentemente rural, a la pobreza o la emigración. Por ello, como se desarrolla en la obra que aquí recensionamos y se demuestra a partir de las primeras encuestas que se realizaron, importó más en un inicio la renta y no tanto “la gesta”, más el “alrededor” y menos el pasado. Un voluntarismo democrático éste que impregna a todo el proceso de Transición hacia la autonomía en una Comunidad consciente de su singularidad económica y social, y que puede observarse a través de la abundante documentación y bibliografía que el autor utiliza a lo largo del libro.

La obra se estructura en seis partes, en las que se van analizando progresivamente la articulación política de los partidos ante las elecciones generales de junio de 1977, las primeras democráticas; la pervivencia de una arquitectura institucional aún anclada en el franquismo, sobre todo en torno a las Diputaciones Provinciales y algunos ayuntamientos destacados; las políticas públicas llevadas a cabo durante el periodo, con hincapié en la problemática social; la cuestión de Portugal y la necesidad de articular relaciones con el país vecino superando las tradicionales suspicacias; y, por último, el papel que fueron cobrando paulatinamente los nuevos actores sociales, como los sindicatos o el movimiento vecinal, en medio de una etapa convulsa en lo político y en lo laboral, cuyo epítome fue la asunción prácticamente unánime de una nueva bandera para la región.

En cuanto a los partidos políticos, el que más atención recibe por parte de Sánchez Amor es la hoy casi olvidada Acción Regional Extremeña (AREX), formación de carácter pretendidamente regionalista que aunaba en su interior sectores conservadores pero democráticos y altos cargos nítidamente franquistas que, ante el ocaso del régimen, fueron poco a poco adoptando posiciones reformistas. No es de extrañar, por ello, que esta especie de UCD extremeña terminara disolviéndose en la gran familia del partido de Suárez. Al comienzo de la aventura política de AREX, sin embargo, su líder y principal impulsor, Sánchez de León, se mostraba públicamente partidario de guardar la independencia de la Acción frente al centralismo madrileño, intentando convertir así a las siglas en una auténtica bandera regionalista que defendiera los intereses de Extremadura por encima de los juegos cortesanos de la capital. La estrecha vinculación de Sánchez de León con la élite tardofranquista, y en especial con el entorno de Suárez, terminó por acercar a la AREX a UCD y al propio promotor al Consejo de Ministros, pues el pragmático político extremeño, sin duda el personaje que mejor analiza el autor, llegaría a ser Ministro de Sanidad durante la Transición. Y es que, en aquellos años, como una y otra vez se trasluce del estudio de los sucesivos actores que se van sucediendo en la obra, primó en algunos sectores el más puro pragmatismo, sobre todo en los que estaban estrechamente incardinados en las estructuras franquistas de poder.

A la izquierda y a la derecha de AREX-UCD se fueron conformando en Extremadura los partidos nacionales con algunas singularidades, pero siempre partiendo de la inexistencia de condicionamientos democráticos mínimos en una región que comenzaba a desprenderse del polvo autoritario. Sánchez Amor lleva a cabo un detenido examen de todos los partidos y formaciones de la época, que constituían una sopa de letras a veces inextricable para los propios actores políticos, y que el autor intenta desmenuzar con relativo acierto dada la dificultad de la tarea. A la izquierda, el Partido Socialista Popular y el PSOE fueron poco a poco creciendo con la conquista de las libertades fundamentales, hasta que el segundo, gracias al ímpetu centrípeto de Felipe González, terminó por absorber al primero y por convertirse en el partido extremeño hegemónico. Algo que quizá se debería haber destacado más, aunque se indique, es la desviación de los partidos de izquierda en Extremadura, incluido el minoritario PCE, en torno a la problemática cuestión de la memoria histórica de la región. Estos partidos, en plena Transición y separándose de la estrategia de moderación a nivel nacional, no dudaron en reiteradas ocasiones en reivindicar el legado de la II República y en recordar el rastro de represión del franquismo, que fue especialmente intensa en la provincia de Badajoz. A pesar de la poca presencia inicial de estos partidos en el territorio, sus posturas fueron a veces abiertamente más radicales que las de las tácticas de sus cúpulas nacionales, llamando también poderosamente la atención algunas intervenciones del que luego sería Presidente de la Junta durante más de veinte años, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, y cuyos primeros pasos en la política socialista y regional comienzan a atisbarse en la obra. El PCE, que generalmente se centraba en los ambientes obreros, universitarios y en los movimientos vecinales, fue forzosamente minoritario en Extremadura por la ausencia de realidades destacables en tales ámbitos, aunque su estrategia de distensión fue posibilitando una progresiva recomposición. A la derecha de AREX-UCD, por su parte, los partidos se aglutinaban en una sopa de letras bastante difusa, que alrededor del término Falange rozaba el esperpento, y cuya formación más significativa, la Alianza Popular de Fraga Iribarne, aglutinaba a altos cargos franquistas que mantenían, en puridad, su pátina de afección al régimen.

Los resultados de las primeras elecciones generales democráticas en junio de 1977 constituyeron un éxito para la coalición de AREX-UCD y un respaldo para el Partido Socialista, quedando fuera de cualquier representación tanto la AP de Fraga como el PCE o el PSP. Sánchez de León fue el único procurador de las Cortes franquistas que en Extremadura se convirtió en Diputado del nuevo Congreso que daría vida, finalmente, a la Constitución de 1978, en la que también participó un por entonces joven Ibarra. Contra todas las declaraciones previas, y a pesar de la flagrante contradicción con sus pretensiones de independencia, el partido “regionalista” de AREX, que se auto-atribuiría el éxito de Súarez en Extremadura, se disolvió casi inmediatamente después en la UCD del Presidente. El regionalismo de estos posibilistas procedentes del régimen lo sintetiza el autor en esa “visión exagerada de las posibilidades endógenas y la opinión recientemente crítica con un centralismo que, paradójicamente, había sido santo y seña de las políticas domésticas del dictador”.

El libro aborda figuras hoy un tanto olvidadas, como la del alcalde franquista de Cáceres Díaz de Bustamente que apenas vivía en Cáceres, y que le sirven al autor para ilustrar el prototipo de político dependiente del régimen y vinculado a la supervivencia del mismo. O la de Felipe Camisón, exponente del pragmatismo tardofranquista que intentó tremolar la bandera del cacereñismo irredentista. Porque, y aquí reside una de las más interesantes virtualidades de la contribución de Sánchez Amor, el localismo y la rivalidad entre las dos provincias de Extremadura fueron una constante tanto a finales del franquismo como en los inicios de la democracia. Un foco de tensiones permanente, alimentado por los recelos entre las dos diputaciones franquistas, y que tuvo su corolario en la cuestión de la localización de la Universidad. Badajoz, con su Diputación al frente, era partidaria de que toda la futura Universidad de Extremadura tuviera su sede en la ciudad fronteriza, debido a su mayor peso demográfico y económico. Cáceres, por el contrario, defendía una distribución paritaria entre ambas provincias al margen de esos criterios económicos, e hizo de tal demanda un motivo de confrontación que escaló niveles políticos preocupantes, aun a pesar de darse todo ello en los años anteriores a la muerte del dictador y bajo las estructuras autoritarias de poder. La disputa sería finalmente solucionada de manera salomónica por el Gobierno central, que ordenó repartir las facultades siguiendo con matices la propuesta cacereña, y dotando de una Universidad propia y única, no dividida, al conjunto de la región. Para que el lector pueda percibir, después de tantos años, hasta qué punto llegó la tensión, Sánchez Amor recuerda que cuando fue aprobada dicha decisión por el Gobierno, en 1973, las campanas de la capital cacereña repicaron al unísono en señal de celebración.

La biprovincialidad fue una fuente de disputas parecidas de manera constante, hasta el punto de que algún destacado miembro de la intelectualidad extremeña, como el placentino Pedro de Lorenzo, llegó a defender la creación de dos provincias más en Extremadura para reducir el tamaño de las existentes, con capitales en Plasencia y Mérida. Pero de tales conflictos y preocupaciones surgió también la lección de la necesidad de tener una voz única y potente frente a los poderes centrales si se quería, ya en plena Transición, iniciar y ahondar el camino de la autonomía. El lema de una “Extremadura una” se fue haciendo cada vez más popular, y a pesar de malogradas iniciativas unanimistas, como la impulsada por la prensa local de la “Asamblea de Extremadura”, se terminó imponiendo la transversalidad de un consenso en los intereses superiores de la región sobre los particularismos y localismos que la lastraban. De esa conciencia surgiría, de hecho, la Asamblea de Parlamentarios, semilla de la autonomía y fuente del primer Estatuto extremeño.

El libro, acto seguido, comienza a analizar los intentos de cambio en las anquilosadas estructuras económicas del territorio, intentos que se canalizaron a través de la acción sindical o de la creación de comisiones y sociedades específicas de desarrollo económico, muchas de ellas participadas por el renovado papel que fueron cobrando las Cajas de Ahorro provinciales. Los movimientos sociales eran todavía en la Transición muy incipientes, pero ya podemos vislumbrar en la obra los atisbos de reivindicaciones incluso ecologistas en el rechazo a la deforestación de la dehesa. Y, por supuesto, cobra especial relevancia en la obra el movimiento antinuclear, que condensó la voluntad de autogobierno fundada en la conciencia del subdesarrollo histórico y las relaciones de dependencia de la futura comunidad frente a los poderes, económicos y políticos, centrales. Como es sabido, a la instalación de dos reactores nucleares en la localidad cacereña de Almaraz se intentó sumar otra central en la pacense de Valdecaballeros, ante lo que el pueblo extremeño y los partidos que poco a poco iban conformándose comenzaron una campaña de protestas y manifestaciones que terminaría, finalmente, con la paralización de esa segunda central. Más que motivos ecologistas se blandía la falta de necesidad de más producción de energía en Extremadura, nada deficitaria al respecto, y la sensación de agravio por ser considerada una región de depósito de aquellas industrias o focos de contaminación que otros territorios no deseaban. Una de las marchas más numerosas que se concertaron por entonces en Extremadura se celebró, precisamente, un 14 de agosto, la traumática fecha en la que se habían producido décadas atrás los masivos fusilamientos franquistas en Badajoz. Ejemplo, una vez más, de la pretensión originaria en los ímpetus democráticos extremeños de recuperar una memoria democrática sepultada bajo la represión y el silencio.

En cuanto a las problemáticas específicamente laborales, Sánchez Amor se centra en los dos grandes conflictos de tal naturaleza que se dieron en la Transición: la huelga de la construcción, que tuvo particular resonancia en la provincia de Cáceres; y las protestas de la fábrica de la DITER en Zafra ante los planes de deslocalización de la empresa. Hemos de tener en cuenta, como correctamente hace el libro, que la economía de Extremadura era esencialmente rural, y que las pocas industrias se concentraban sobre todo en las ciudades. El desempleo era altísimo y estaba estrechamente vinculado a la estacionalidad de los trabajos agrícolas y a la ausencia de infraestructuras y comunicaciones eficientes, cuya mejor muestra era el lamentable estado de la famosa Nacional 630, la Ruta de la Plata. Carácter eminentemente agrícola que condenaba al atraso a amplias zonas de la región, incluido el cultural. Destaca en este sentido Sánchez Amor cómo en la época, incluso durante los estertores del franquismo, las autoridades centrales se negaban a autorizar la creación de Casas de Cultura en los municipios extremeños por reunir caracteres “eminentemente rurales y agrícolas”.

No es de extrañar, pues, que las pretensiones de autonomía que superaran los recelos localistas se fundaran desde el principio en la voluntad de cambiar las estructuras socioeconómicas de una región que comenzaba a ser consciente de su desigual trato. De ahí que el símbolo verdaderamente germinal de la Extremadura autonómica, su bandera, se difundiera casi espontáneamente a partir del verano de 1977 sin que se la intentara dotar, oficialmente, de significado historicista o identitario. La bandera tricolor, verde, blanca y negra, se creó de manera opaca en el contexto del Partido Socialista Popular de Martín Rodríguez de Contreras y Galache, pero ni ellos mismos ni el conjunto de la ciudadanía extremeña intentaron atribuir su invención, pura y simple, a ningún padre o “creador”. La enseña fue pronto aceptada por todos, a pesar de su casi desconocido origen (que la obra, por fin, desentraña), y prácticamente nadie pareció preocuparse por la discrecionalidad en la elección de los colores. La bandera comenzaría a ondear en las manifestaciones antinucleares, en las reivindicaciones obreras y en los movimientos sociales y partidos políticos que iniciaban su andadura democrática, y es quizá el mejor símbolo de la verdadera naturaleza del autogobierno extremeño que, como reza el Preámbulo de su Estatuto, es tal “porque queremos serlo los extremeños de hoy, sus ciudadanos, con independencia de lo que pensaran o sintieran nuestros antepasados”.

“Extremadura germinal”, de Ignacio Sánchez Amor, es pues una obra imprescindible no sólo en el estudio de los orígenes de la Comunidad Autónoma, sino para todos aquellos que quieran acercarse a la realidad actual de Extremadura, pues nos ofrece los mimbres a partir de los cuales puede seguir ahondándose en la tarea que los extremeños encomendaron a la función principal de su autogobierno: la de mejorar sustancialmente las condiciones sociales y materiales de la región para abandonar el secular atraso económico que padece.

 

Gabriel Moreno González

Área de Derecho Constitucional

Departamento de Derecho Público

Universidad de Extremadura