Doi:
https://doi.org/10.17398/2695-7728.36.579
EL CONSENTIMIENTO PATERNO PARA CONTRAER MATRIMONIO: DE LA REAL PRAGMÁTICA
DE 1776 AL PROYECTO DE CÓDIGO CIVIL DE 1836
PARENTAL CONSENT FOR MARRIAGE: FROM THE
PRAGMÁTICA OF 1776 TO THE SPANISH PROJECT OF CIVIL CODE OF 1836
Elisa Díaz Álvarez
Universidad de Extremadura
Recibido: 01/10/2020 Aceptado: 09/12/2020
Resumen
Desde
el punto de vista histórico, jurídico y sociológico, el matrimonio ha sido
considerado una de las instituciones fundamentales del Derecho civil, en cuanto
que constituye la base de la familia y es indispensable para la conformación de
los grupos. Aun reconociendo la influencia que la Iglesia ha ejercido sobre los
pormenores de su regulación, es justo pensarlo como un contrato peculiar, en el
que los derechos y obligaciones de las partes no se rigen por la autonomía de
la voluntad, sino por una legislación que responde a las demandas sociales.
Como elemento esencial del contrato, el requisito del consentimiento también ha
tenido que adaptarse a las convenciones de cada momento histórico, siempre
relacionadas con el modelo de familia. El objeto de este trabajo es analizar su
tratamiento entre la promulgación de la Real Pragmática de 1776 y el Proyecto
de Código Civil de 1836, teniendo presentes los antecedentes normativos y el
componente consuetudinario.
Palabras clave: consentimiento, familia, naturaleza jurídica, esponsales,
recopilación, codificación, regalismo, liberalismo.
Abstract
As the basis of
family and cognation, marriage has been considered one of the main institutions
of Civil Law from a historical, sociological and legal point of view. Despite
Church’s great influence in its regulation over the centuries, it can still be
seen as an unusual contract, governed by social demands instead of the
classical free will principle. Therefore, the evolution of the requirement of
consent–an essential element according to Contract Theory– has been in sync
with the development of family structures. The aim of this paper is to analyze
the legal approach to parental consent for marriage in the period between the
enactment of the Bourbons’ Real Pragmática of 1776 and the Spanish Project of
Civil Code of 1836, regarding previous national legislation and customary law.
Keywords: consent,
family, legal nature, betrothal, compilation, codification, regalism,
liberalism.
Sumario: 1.
Introducción: breve evolución histórica del matrimonio. 1.1. Antes del Concilio
de Trento (siglos XII-XVI). 1.2. Después del Concilio de Trento (siglos
XVI-XVIII). 2. El matrimonio en el discurso ilustrado y liberal. 3. La Real
Pragmática de Carlos III de 1776. 3.1. La minoría de edad. 3.2. El requisito
del consejo y el permiso paterno. 3.3. El irracional disenso: recursos. 4. La
Real Pragmática de Carlos IV de 1803. 4.1. Principales diferencias respecto a
la Real Pragmática de 1776. 4.2. El reforzamiento de la autoridad paterna. 5.
El matrimonio en el Código Napoleónico: influencia sobre los códigos españoles.
6. El Proyecto de Código Civil de 1821. 6.1. El individualismo liberal frente
al poder regulador de las familias. 7. El Proyecto de Código Civil de 1836.
7.1. Una vuelta a la tradición: la regulación de los esponsales. 7.2. El
consentimiento y sus límites. 8. Conclusiones.
1. INTRODUCCIÓN:
BREVE EVOLUCIÓN HISTÓRICA DEL MATRIMONIO
El
matrimonio, como núcleo de la sociedad primitiva –prima societas in ipso coniugio est, que decía Cicerón en su obra De officis–, es anterior a toda ley
escrita y se fundamenta en la tradición y la costumbre en cuanto a la forma de
realizarse. Desde que el ser humano abandonara la vida nómada, la religión ha
impregnado el ámbito doméstico, revistiendo las uniones conyugales de un
carácter sagrado. Esto supuso, durante muchos siglos, la pérdida de la
independencia del hombre y de la libertad de la mujer, cuya condición social
sirve hoy de parámetro para analizar las vicisitudes que ha experimentado esta
figura[1].
Asimismo, es preciso traer a colación las dos consideraciones que José María
Manresa y Navarro ha hecho acerca del matrimonio desde el punto de vista
histórico. La primera es que ha estado siempre condicionado por el fuerte poder
del padre y del marido, ejercido ya en las operaciones previas. Esta
característica responde a una antiquísima concepción de las nupcias como una
compraventa donde la mujer era un mero objeto contractual que debía entrar en
la esfera de dominio del adquirente. La segunda se refiere a la dificultad para
trazar una línea divisoria entre las naturalezas del matrimonio (el concepto
religioso y el contrato civil), puesto que, desde tiempo inmemorial, los
sacerdotes han participado en las ceremonias establecidas consuetudinariamente,
acompañando a las solemnidades simbólicas de ritos sacros[2].
En el caso particular de España, la doctrina
mayoritaria coincide en que el matrimonio civil fue una institución
prácticamente desconocida[3]
hasta la promulgación de la Ley Provisional de Matrimonio Civil de 1870. Para
facilitar el estudio de un sistema que durante tantos siglos ha sido
exclusivamente religioso, hemos estructurado la introducción en dos etapas
separadas por la celebración del Concilio de Trento (1545-1563), que introdujo
importantes modificaciones en materia de familia.
1.1.
Antes del
concilio de Trento (siglos XII-XVI)
El panorama jurídico de los reinos europeos
bajomedievales estaba condicionado por la formación y recepción del Derecho
Común o ius commune, producto de la
armonización de los Derechos romano-justinianeo, canónico medieval y feudal, si
bien este último estaba a un nivel inferior y su influencia era decadente[4]. En el reino de Castilla
–que, por cuestiones de espacio, nos servirá como referencia para hablar de la
realidad peninsular–, donde la política regia se había guiado por el Fuero Juzgo,
el cambio se materializó a mediados del siglo XIII con la articulación de dos
nuevos instrumentos por parte de Alfonso X: el Fuero Real y las Siete Partidas.
En lo que a la esfera doméstica se refiere, ambas normas respondían a una
concepción patriarcal heredada de la tradición romana, en la que el cabeza de
familia, esposo y padre, sometía a su autoridad a los miembros de la unidad[5]. Como ejerciente de la
patria potestad, controlaba el estado de los hijos autorizando el matrimonio a
través del consentimiento previo.
El
Fuero Real, que data aproximadamente del año 1255, subordinaba el
consentimiento familiar al de la hija, que no podía ser obligada a casarse por
sus padres o parientes, tipificando tal comportamiento como delito de rapto[6].
Esto no significaba que las mujeres dispusieran de plena libertad; de hecho, la
norma hacía una interesante distinción en base a la condición de la novia. Las
doncellas contraían unión legítima siempre que el pretendiente fuera
“convenible para ella o su linaje” y contaran con la aquiescencia del padre o,
en su defecto, de la madre y hermanos. La inobservancia del primer requisito
era una causa absoluta de desheredación, mientras que en el segundo caso cabía
la dispensa a través del perdón. Pero si las doncellas eran mayores de treinta
años dejaban de estar sometidas a la patria potestad, con lo que solo se les
exigía la premisa del “hombre conveniente”. Por el contrario, las viudas y las
que hubieran estado unidas en barraganía o de forma ilegítima podían casarse
con cualquiera sin necesidad del consentimiento familiar y sin temor a la
desheredación.
Posteriormente
se redactaron las Partidas, que influyeron decisivamente en los juristas
ulteriores por su gran calidad. La regulación del matrimonio ocupaba
deliberadamente el centro de la obra –la Partida IV, por delante de los
contratos–, convirtiéndose en el corazón de la misma. Ello ennobleció a la
familia, presentada como un núcleo que difundía la concordia al relacionarse
con otros por amor[7].
El consentimiento era considerado un elemento indispensable para la existencia
del matrimonio entre el varón y la mujer, quienes habían de estar presentes y
prestarlo libremente, sin amenazas ni presiones. Al mismo tiempo, se reforzaba
la tutela del padre, que mostraba su “buen juyzio” en la elección del marido
para el adecuado desarrollo del compromiso; sin embargo, la unión tenía que ser
justa, no podía causar agravio contra la hija. El despliegue de la patria
potestad era, pues, muy claro en la legislación alfonsina, que contemplaba la
posibilidad de desheredar tanto a la mujer que rechazara la propuesta como a la
que contrajera nupcias sin el consentimiento previo, aunque la mayoría de edad
se redujo a los veinticinco años[8].
Además, la norma dedicaba un tratamiento pormenorizado a la figura de los
esponsales, pues la promesa verbal de matrimonio era una vía efectiva para
asegurar un enlace ventajoso y acorde con los intereses económicos de la
familia.
No
debemos olvidar que las regulaciones civiles del casamiento operaban de forma
paralela al Derecho canónico, dado que la Iglesia era exclusivamente competente
para reconocer el carácter sagrado del vínculo. Razón por la cual Alfonso X
oficializó las leyes eclesiásticas en Castilla y se esforzó en respaldar la
nueva concepción de matrimonio que se había forjado durante el siglo XII. Nos
referimos a la letra recogida en el Decreto
de Graciano, cuyas principales aportaciones se trasladaron a la legislación
peninsular: la desautorización de la praxis de que las hijas fueran prometidas
por sus padres sin contar con su beneplácito y la prohibición de que los
contrayentes accedieran al matrimonio en contra de su voluntad[9].
Aunque los cánones relativos al consentimiento iniciaron la línea
interpretativa predominante en la doctrina hasta la actualidad, tuvieron que
ser revisados y completados debido a la complejidad de la obra. Esta labor le
fue encomendada al dominico catalán Raimundo de Peñafort, autor de las Decretales de Gregorio IX. En su obra se
contemplaban los requisitos para emitir un consentimiento matrimonial válido:
la aptitud física y psíquica, la “discreción de juicio” o idoneidad de
conocimiento y la madurez[10].
Pero lo más sobresaliente del contenido fue la incorporación de la carta magna
de libertad matrimonial de Alejandro III, que decía: “no tiene lugar el
consentimiento donde interviene miedo o coacción. Por eso hay que investigar en
el ánimo de quien lo presta, no sea que alguien, por temor diga que quiere
aquello que en realidad aborrece”[11].
Los
decretos que este Pontífice había promulgado en el siglo XII fueron una
auténtica revolución jurídica y teológica. Hasta ese momento, el acceso al
matrimonio había estado condicionado por los requisitos que imponía el Derecho
canónico, a saber: el consentimiento paterno, la ratificación de la comunidad
con amonestaciones en la iglesia parroquial y la celebración de la misa nupcial
por un sacerdote. Lo que establecía la doctrina consensualista alejandrina era
mucho más simple; para la creación de un vínculo válido bastaba la voluntad
común de los esposos para casarse, siempre que no mediara violencia o
intimidación, sin necesidad de que la Iglesia interviniera y sin el apoyo de
las formalidades mencionadas.
La práctica fue, sin embargo, muy distinta. La usencia de
restricciones que propugnaba el consensualismo desembocó en la proliferación de
matrimonios clandestinos, uniones ilícitas entre parientes y casos de bigamia y
poligamia[12].
El problema alcanzó tal magnitud que el principio alejandrino, el único por el
que se regía el matrimonio, tuvo que ser matizado en concilios y sínodos. Así
ocurrió en los cánones 50 y 51 del IV Concilio de Letrán (1215), donde
Inocencio III sancionó el deber de los novios de informar previamente del
enlace mediante la proclama de amonestaciones, a fin de que pudieran conocerse
legítimos impedimentos para la celebración. La Iglesia occidental quedó
obligada a celebrar los matrimonios in
facie ecclesiae –por un sacerdote, en la parroquia y ante testigos–,
respetando las exigencias formales[13]. Fue entonces cuando las
nupcias adquirieron las características que las han definido durante siglos:
sacramentales, solemnes, indisolubles, monogámicas y vitalicias[14]. Como hemos comentado
antes, la legislación castellana no tardó en adoptar el nuevo criterio, de ahí
que, además del consentimiento paterno, se insistiera en la publicidad del
matrimonio.
Volviendo
al orden civil, la intensa actividad legislativa continuó en el reinado de
Alfonso XI, que promulgó el Ordenamiento de Alcalá de 1348 inspirándose en el
Derecho territorial castellano y la tradición romano-canónica. Su mayor logro
fue oficializar el orden de prelación de fuentes que presidiría la historia
posterior: mandó que se aplicara en primer término el Derecho real, con lo que
los fueros quedaron reducidos a la categoría de normas supletorias. Solo podían
operar en aquellos lugares en que estuvieran en uso y siempre que no fueran
“contra Dios o razón” ni contra las leyes del rey[15].
A la par que se consolidó el imperio de la ley general sobre los particularismos
jurídicos, se apuntaló el principio de desheredación contenido en las Partidas.
Y con ello se terminaron las colisiones con el Derecho popular, que en su
momento habían frenado el afán generalista del Rey Sabio. Por lo que respecta
al consentimiento, el Ordenamiento de Alcalá optó por ubicarlo en la parte
dedicada a los adulterios y fornicios en lugar de mantenerlo en los títulos
relativos al casamiento. El cambio era razonable, considerando el carácter
casuístico de la norma. Cuando se producía un matrimonio con la mujer de la
casa del señor en contra de la voluntad de este, había dos consecuencias. La
mujer era condenada a la desheredación por el padre, la madre, los parientes
hasta el tercer grado o el señor con el que viviere; por su parte, el hombre
era castigado con el destierro, que podía convertirse en una pena de muerte si
osaba retornar. Esto significaba que se sustituía la venganza privada recogida
en las Partidas por una pena de índole pública[16].
El
Ordenamiento de Alfonso XI rigió en los territorios hispánicos hasta la
promulgación de las Leyes de Toro en 1505 por Isabel la Católica. Según María
José Muñoz García, “supusieron una revitalización del Fuero Real y de las
Partidas, porque al remitirse a ellos se estaba produciendo la recepción
práctica del Derecho común, se estaba reconociendo como Derecho tradicional
castellano”. Sea como fuere, la reina de Castilla atajó directamente el
problema de desobediencia filial que estaban generando los matrimonios
clandestinos mediante una serie de medidas destinadas a reforzar la autoridad
paterna. En base a la Ley 49, el incumplimiento de las formalidades requeridas
por la Iglesia para la celebración del matrimonio no era ya solo una causa
justa de desheredación de la hija –no así del hijo, pues había que preservar la
sucesión–, sino un delito de omisión del consentimiento familiar[17].
Otra diferencia relevante con respecto a las regulaciones pasadas fue la
restricción de los sujetos que podían ejercer la potestad de desheredación: el
padre o la madre (en caso del fallecimiento del primero), quedando excluidos
los hermanos de la mujer infractora, incluso en los supuestos admitidos en el
Fuero Real[18].
Ambas
previsiones tenían su razón de ser en los cambios que sufrió la configuración
jurídica de la familia castellana en la Edad Moderna. Frente al grupo
consanguíneo amplio medieval, el núcleo moderno estaba habitualmente conformado
por el matrimonio y los hijos, es decir, por los convivientes[19].
El padre seguía teniendo plena autoridad sobre el resto de miembros, pues era
considerado el representante de Dios en el ámbito doméstico; por tanto, los
hijos que no cumplieran con su deber de honrarle y desobedecieran sus
decisiones, no solo cometían una ofensa contra el hombre, sino contra Dios
mismo. Así, con el objeto de asegurar el poder paterno, la Ley 49 distinguía
entre el matrimonio clandestino y el que se contraía sin el consentimiento
familiar para la imposición de penas. En el primer supuesto, la desheredación
operaba de forma automática, mientras que en el segundo su aplicación era
potestativa, quedaba al arbitrio de los padres[20].
En general, se endurecieron los castigos, estableciéndose como pena accesoria
la pérdida de los bienes y el destierro de los contrayentes y testigos, pero
también de cualesquiera otros que hubieran participado en el acto[21].
1.2.
Después del Concilio de Trento (siglos XVI-XVIII)
El
punto de inflexión en la evolución de las normas relativas al matrimonio tuvo
lugar unas décadas más tarde con la celebración del Concilio de Trento, que
significó el principio del fin de la validez de las uniones clandestinas. Dado
que la Reforma protestante había puesto en tela de juicio el valor de los
sacramentos, la Iglesia Católica procedió a elaborar una doctrina precisa sobre
el matrimonio en la que se ocupó de la clandestinidad, la publicidad, la
libertad de los contrayentes y el consentimiento paterno[22].
La
herramienta jurídica fue el Decreto
Tametsi, aprobado el 11 de noviembre de 1563 tras su discusión en la Sesión
XXIV. Desde el punto de vista técnico, resulta especialmente llamativo en
materia de eficacia. Como no contemplaba la retroactividad, los efectos eran
desplegados ex nunc, por lo que se
trazaba una frontera temporal contradictoria con el espíritu del Concilio. Eran
válidos los matrimonios celebrados antes 1563, sin importar que fueran
clandestinos o contraídos públicamente sin el consentimiento paterno. En cuanto
a las uniones posteriores a la citada fecha, los eclesiásticos –influidos por
las protestas que llegaban desde las cortes europeas– adoptaron dos medidas.
Por una parte, sancionaron la clandestinidad con la incapacidad para contraer
nupcias (para contratar) amparándose en la problemática que suscitaba[23];
por otra, declararon nulas las uniones que se verificasen sin las condiciones
establecidas, facultando a los obispos para castigar a párrocos, contrayentes y
testigos[24].
Lo cierto es que siempre hubo cierto temor entre los
padres conciliares a que la imposición de requisitos formales para la validez
del sacramento acabase con la idea de que este nacía del consentimiento libre,
aunque al final juzgaron más necesario detener los estragos que el relajamiento
de las regulaciones anteriores había ocasionado. La solución tridentina fue
distinguir entre la forma de emisión del consentimiento por los contrayentes y
su recepción por la Iglesia[25]. Sin alterar la doctrina
consensualista en lo concerniente a la manifestación de un consentimiento no
viciado, se estableció un requisito de publicidad para comprobar la capacidad y
libertad de los novios, pero también para llevar un control sobre el estado de
las personas. Es por ello que la validez quedó vinculada a la salvaguarda de
una serie de solemnidades previas: el compromiso en los esponsales mediante
palabra de matrimonio –libre, sincera, recíproca y con la aquiescencia de los
contrayentes y del padre– y las amonestaciones, que daban publicidad a la boda
y permitían a la comunidad alegar posibles impedimentos[26]. Después tenía lugar la misa
de velación o ceremonia nupcial, donde el consentimiento se emitía delante del
sacerdote (in facie ecclesiae) y de
dos o tres testigos, fijando el punto de partida de la convivencia y la
legitimidad de la descendencia[27].
Pero las aspiraciones del Concilio no se cumplieron en su
totalidad. Para empezar, la falta de concreción en la redacción del Tametsi suscitó un sinfín de dudas
interpretativas; por ejemplo, nada se decía sobre si el párroco competente para
oficiar el acto era el del lugar donde iba a celebrarse o el del domicilio de
los contrayentes, ni tampoco se mencionaba si su presencia activa era
obligatoria. Además, la brevísima vacacio
legis del Decreto (de tan solo treinta días) hizo que este nunca llegara a
estar vigente en todas las diócesis y parroquias debido a las dificultades de
comunicación, la oposición de los poderes políticos y la negativa de otras
confesiones cristianas. Y, al no especificar si su aplicación era territorial o
personal, tampoco pudo imponerse de manera uniforme dentro de un mismo Estado,
lo que supuso la persistencia de los matrimonios sin forma[28]. La Monarquía Hispánica
figuraba, de hecho, entre las excepciones. Como paladín de la ortodoxia
católica, Felipe II se dio prisa en trasponer las disposiciones tridentinas. En
el mismo año de 1563 introdujo modificaciones en las Leyes de Toro: implantó
penas patrimoniales y de destierro para los párrocos que bendijeran las uniones
sin licencia paterna e hizo extensiva la desheredación a los hijos varones
menores de veinticinco años que se casaran sin permiso[29].
En
vista de las lagunas jurídicas del Tametsi,
los esfuerzos de los monarcas y padres conciliares terminaron fracasando. Con
el tiempo, surgieron nuevas formas de desobediencia filial que hicieron
peligrar los intereses de las familias. Acogiéndose a la letra del Decreto,
muchos novios solicitaron la celebración privada de las nupcias alegando
razones fundadas de que se estaba forzando su voluntad, ya que los trámites
eran distintos cuando se prescindía del requisito de publicidad. En estos casos
el obispo era quien se encargaba de dispensar las amonestaciones y de registrar
el matrimonio en un libro independiente a efectos probatorios, mientras que el
párroco y los testigos habían de guardar secreto. Aprovechando estas circunstancias,
al problema de las uniones clandestinas se sumó el de los llamados “matrimonios
por sorpresa”[30].
Siendo ambas excepciones cada vez más frecuentes, el Papa Benedicto XIV decidió
regularlas en la Encíclica Satis Vobis
Compertum de 1741. En caso de que concurriera alguna de las circunstancias
tasadas en la norma, se admitía el matrimonio sin publicidad, pero no el
clandestino. Este fue rechazado de pleno por “desviarse concienzudamente de la
dignidad del Sacramento y de las disposiciones de las leyes eclesiásticas”.
Tras la experiencia de Trento, la competencia para oficiar el matrimonio
secreto se atribuyó en exclusiva a los sacerdotes ordinarios siempre que
existiera previa acreditación de una causa justa y grave; no obstante, si la
situación afectaba a la raíz del sacramento (a saber, la convivencia pública
como marido y mujer en estado de
concubinato o la consanguinidad incestuosa) había que informar a Roma. En
cualquier caso, correspondía al oficiante la tarea de recabar el libre
consentimiento de los contrayentes, asegurándose de conocer el pensamiento
íntimo de las personas[31].
En
síntesis, podemos decir que la Encíclica intentó establecer un equilibrio
–temporal, como daría a entender el paso de los años– entre los intereses
individuales y familiares. Para quienes decidían casarse con alguien de
distinta condición social contrariando a sus parientes, era un mecanismo para
regularizar su situación. Un mecanismo especialmente ventajoso en los
territorios hispánicos ultramarinos, donde los españoles solían mantener
relaciones con indias esclavas[32].
No obstante, a fin de no contrariar a las familias, la Iglesia exigió ciertos
requisitos para que la unión pudiera inscribirse en los libros secretos. En
última instancia, si la desigualdad entre los novios era tan manifiesta que se
revelaba insalvable, se castigaba al contrayente que ostentara honores, títulos
o privilegios por desobediencia a la autoridad paterna.
2. EL
MATRIMONIO EN EL DISCURSO ILUSTRADO Y LIBERAL
La llegada de los Borbones al trono español en el siglo
XVIII marcó el inicio de un proceso regalista que tuvo por objeto la afirmación
de la autoridad del monarca frente a la multiplicidad de poderes que había
caracterizado a la etapa anterior[33]. El instrumento clave
para que la nueva política calara en las unidades de poder más básicas fue la
familia, que funcionaba como una representación del Estado a pequeña escala. De
ella dependía en gran medida la estabilidad social, por lo que los conflictos
relativos al matrimonio se convirtieron en una de las principales inquietudes
de los ilustrados. Como ya hemos apuntado, el Concilio de Trento (1545-1563)
había decretado la preceptiva concurrencia de unos requisitos formales para la
validez del acto; sin embargo, hubo algunas divergencias porque esas mismas
previsiones seguían respetando la antigua doctrina consensualista. En otras
palabras: la Iglesia despreciaba el matrimonio clandestino e insistía en que
los hijos recabaran el consentimiento de sus padres, al tiempo que se resistía
a prohibir la celebración de aquellas uniones que no hubieran obtenido la
aprobación paterna porque ello implicaba una vulneración del principio de libre
elección[34]. Entretanto, se abrió un
debate doctrinal acerca del monopolio de la jurisdicción eclesiástica y la
naturaleza del matrimonio. Se adoptaron dos posiciones antagónicas: había
quienes afirmaban que, como sacramento, la competencia para declarar la nulidad
del matrimonio clandestino correspondía a la Iglesia; otros lo consideraban un
contrato civil, de modo que la nulidad operaba automáticamente, por la
inobservancia de uno de los elementos esenciales.
La postura regalista era muy clara al respecto. En su
particular forma de entender las relaciones entre los dos grandes poderes,
explica el Diccionario del español jurídico, “el Estado ejercía un poder
indirecto sobre lo espiritual, lo que se traducía en el ejercicio de un poder
absoluto sobre los súbditos, también en materia religiosa”. Aunque no negaba la
naturaleza sacramental del matrimonio cristiano, el regalismo preconizaba la
separación entre la dimensión religiosa y contractual, colocando así al Estado
como única autoridad competente para conocer de los litigios que afectaran a la
familia y reservando la parte espiritual a la Iglesia. En cualquier caso, como
se desprende de la evolución normativa, hasta bien entrado el siglo XVIII la
ley no diferenciaba entre la unión sacramental, regida por las normas
eclesiásticas, y el contrato civil, regulado por el monarca[35].
El
cambio decisivo se produjo en 1776, a raíz de la promulgación de una serie de
Pragmáticas y Reales Cédulas cuyo propósito era impulsar la autoridad de los
padres y tutores en el seno familiar[36].
La libre elección de cónyuge que indirectamente se estaba fomentando desde la
esfera eclesiástica suponía un peligro para las familias y para el Estado, ya
que los enlaces social o económicamente desiguales obstaculizaban la
perpetuación de las élites en el poder. Lo deseable eran las uniones de
conveniencia, que no solo constituían un medio muy eficaz para crear redes
clientelares y familiares[37],
sino también un reflejo de la clase y el prestigio de un grupo consanguíneo.
Asegurar la jerarquía dentro de la unidad doméstica se convirtió, pues, en una
medida imprescindible para evitar que la desobediencia filial manchara la honra
de todos sus miembros. En el orden establecido de cada casa, el elemento
central había de seguir siendo la patria potestad, ejercida por el padre y
sustentada en el principio de obediencia y el binomio fama-honra[38].
Además, hemos de tener en cuenta que el entorno doméstico estaba inserto en una
comunidad que ejercía como “elemento de presión” para mantener estos rígidos
esquemas, propios de una sociedad estamental basada en la desigualdad y el
privilegio. Su función era la constante fiscalización del correcto
funcionamiento de las relaciones familiares de dependencia, en virtud de las
cuales el padre quedaba obligado a cuidar, castigar y aconsejar a sus hijos,
pero también a administrar sus bienes y a defenderlos en los juicios[39].
En general, las relaciones paterno-filiales no
experimentaron variación alguna a pesar del fomento de la pedagogía entre los
círculos ilustrados y burgueses: siguieron siendo de tipo obligacional,
cimentadas en los clásicos principios severos de convivencia[40]. Y lo mismo sucedió con
el matrimonio, al que podemos definir como un acto que requería de un
consentimiento triple –individual, familiar y comunitario[41]– con el objeto de
preservar los valores proverbiales y el equilibrio social. Estos modelos
persistieron hasta que el triunfo del liberalismo tras la Guerra de la
Independencia (1808-1812) desmanteló las estructuras políticas, económicas y
sociales del Antiguo Régimen, introduciendo una serie de cambios sustanciales:
el desarrollo de una economía capitalista en algunos territorios del norte
peninsular, la disminución de la hegemonía cultural de la aristocracia y la
Iglesia y el nacimiento de una nueva sociedad sin privilegios de clase[42]. Los doceañistas,
partidarios del progreso, trataron de acabar con la arbitrariedad del
absolutismo mediante un proceso constituyente que garantizara los derechos
individuales y la soberanía nacional. Unas ideas que repercutieron también en
la familia, que fue abandonando progresivamente su carácter autoritario.
El
discurso político liberal, muy proclive al uso de las alegorías, concebía la
unidad doméstica como la encarnación de la comunidad nacional, con lo que todos
sus miembros debían volcarse en defenderla: los hijos la honraban siendo
viriles, fuertes y aventureros, mientras que las hijas, “guardianas del honor
nacional”, debían poseer virtud, pureza y una moralidad inmaculada para poder
transmitir los valores patrios[43].
El orden público quedaba sustentado en el orden familiar privado, presentado
como un espacio en el que los cónyuges desempeñaban el papel que les había sido
asignado en la jerarquía de sexos[44].
Y si esta forma de pensar recuerda al siglo XVIII es porque en España, el
liberalismo burgués se reveló incapaz de desprenderse por completo de las
viejas concepciones misóginas, con lo que la idea heredada de feminidad gozó de
buena salud hasta la década de 1920.
Naturalmente, la definición de los roles de género afectó
al matrimonio. Si bien uno de los pilares del liberalismo decimonónico era la
consideración del individuo como un ser libre que actuaba de acuerdo a su
voluntad, tal libertad solamente era aplicable a la elección de iniciar o
terminar una relación sentimental, puesto que en el ámbito doméstico el padre o
marido aún gozaba de una posición predominante[45]. Sea como fuere, es
innegable que existía ya un espacio mayor para la voluntad personal de los
jóvenes, que no estaban atados por aquel patrón basado en la patria potestad y
la obediencia, presidido por el honor y la buena fama[46].
3. LA REAL
PRAGMÁTICA DE CARLOS III DE 1776
En el siglo XVIII, el
debate que la Corona y la Iglesia mantenían sobre el matrimonio giraba en torno
a dos cuestiones: la autoridad de los padres para intervenir en las decisiones
de sus hijos y la libre voluntad de los contrayentes. Las tensiones se
resolvieron finalmente en favor de la Monarquía, pues el reinado de Carlos III
fue un período de esplendor para el regalismo, esa nueva política que convirtió
toda cuestión religiosa en un problema de Estado[47]. Otro factor
importante fue el movimiento ilustrado, cuya concepción del Derecho recogía la
idea del matrimonio como un contrato civil, regulado por el poder temporal en
su dimensión natural y por la jurisdicción eclesiástica en su vertiente
sacramental.
3.1. La
minoría de edad
Salvando
el contexto y la mentalidad ilustrada, la Real Pragmática de 1776 compartía
ciertos rasgos estructurales con la legislación castellana precedente. El más
sobresaliente era la fijación de un límite de edad hasta el cual era preceptivo
obtener el consentimiento paterno para casarse: los veinticinco años, la misma
frontera que marcaba la mayoría de edad civil. Como novedad respecto al Derecho
tradicional, esta norma hizo extensivo el requisito de la autorización paterna
a los hijos varones, que hasta el momento afectaba tan solo a las mujeres. Pero
la participación activa de los padres en la elección de estado de sus
descendientes no acababa cuando estos cumplían los veinticinco, sino que, por
vez primera, se prolongaba a través de la figura del consejo. En realidad,
consentimiento y consejo no eran sino una forma de graduar la intervención
familiar: para el consentimiento se pedía la aprobación expresa y el
asesoramiento, mientras que en el consejo bastaba con que el hijo recibiera
algunas pautas orientativas, sin quedar completamente sometido al juicio de sus
parientes.
3.2. el
requisito del consejo y el permiso paterno
Como
espejo de la sociedad jerárquica de la Ilustración, el matrimonio perseguía la
consecución de los objetivos de la comunidad, que debían anteponerse a
cualquier deseo particular. En la práctica, esto significaba que los
sentimientos no bastaban para concertar un enlace ni representaban un motivo de
peso para provocar la disolución de un acuerdo ya establecido. Siendo la
convivencia social el fundamento del contrato, era indispensable que quien
ejerciera la patria potestad diera su aprobación para cualquier asunto que
generara efectos socioeconómicos[48].
En este sentido, Carlos III fue contundente a la hora de instaurar un orden de
prelación de las personas que habían de prestar el consentimiento: el padre, la
madre, los abuelos por ambas líneas, los dos parientes de mayor edad más
cercanos y los tutores o curadores. Aun así, limitó la capacidad de actuación
de los que no fueran familiares directos, exigiéndoles una autorización previa
de la autoridad estatal competente; el Juez Real, el Corregidor o el Alcalde
Mayor.
Si
antes hemos mencionado que estas disposiciones derribaron las tradicionales
barreras legales de género, ahora debemos añadir la discriminación por razón de
estamento. A partir de la entrada en vigor de la norma de 1776, todos los
menores de veinticinco años estaban obligados a recabar el consentimiento
paterno, “desde las mas altas clases del Estado, sin excepcion alguna, hasta
las mas comunes del Pueblo”, porque entendía el rey que el deber de respeto a
los mayores emanaba del Derecho natural y divino. Más severo fue en lo
concerniente a las penas por incumplimiento, que respondían a la idea de
reforzar el control paterno sobre los hijos para impedir matrimonios
desiguales, peligrosos para los intereses de la familia y del Estado. Por eso
la tutela persistía de forma encubierta después de los veinticinco adoptando la
forma de consejo. Era este un detalle de suma importancia, pues las penas por
incumplimiento (tanto del requisito del consentimiento como del consejo) eran
bastante duras: se privaba al hijo díscolo de sus derechos patrimoniales y
sucesorios, lo cual incluía la dote en el caso de las mujeres.
A
nuestro modo de ver, el análisis de las penas es de gran interés porque nos
permite extraer tres conclusiones clave para comprender la legislación
posterior. La primera es que el incumplimiento tenía solamente efectos civiles
–patrimoniales y sucesorios–, descartando por fin aquellas tremendas
consecuencias penales como la muerte por enemistad del Fuero Real o el
destierro de las Leyes de Toro. Incluso se respetaba la prestación de alimentos
del padre hacia sus hijos. La segunda conclusión es que la ausencia de aprobación
paterna (ya fuera el consentimiento o el consejo) no suponía la nulidad del
matrimonio. Este seguía siendo jurídicamente válido, lo que parece apuntar que,
de alguna manera, se estaba poniendo en valor el consentimiento unipersonal de
los contrayentes a pesar de los condicionamientos sociales y familiares. Por
último, hemos de subrayar la concepción del incumplimiento como ingratitud. Nos
lleva a pensar esto que la Pragmática de Carlos III podría haber sido el
precedente de las llamadas causas de
indignidad para suceder que la Codificación introdujo posteriormente. Se
trataba, en palabras de Carlos Lasarte, de “tachas sucesorias consistentes en
establecer que quienes cometen actos de particular gravedad contra un causante
determinado pierden el derecho a heredar lo que tendencialmente podrían
ostentar”. Incurrir en una de estas tachas sucesorias significaba que eran los
mismos descendientes quienes, con su conducta deshonrosa hacia los padres, se
evidenciaban incapaces para recibir la herencia.
3.3. El irracional
disenso: recursos
Conforme
al principio de obediencia a la autoridad paterna, la familia del Antiguo
Régimen funcionaba más como una unidad productiva que emocional, cuyo cometido
era transmitir la propiedad y la posición social entre generaciones[49].
Era el instrumento de difusión de la costumbre y la moral, la célula social
donde se definía el papel del hombre y de la mujer, de los padres y de los
hijos. Consciente de esta realidad, Carlos III se esforzó en perpetuar el
espíritu tradicional en la ley, si bien tuvo que adaptarse al contexto del
último tercio del siglo XVIII, donde los jóvenes comenzaban tímidamente a
reivindicar la libertad para decidir sobre su matrimonio y su futuro.
A
pesar de que los poderes públicos se habían mostrado reticentes en más de una
ocasión a mantener el precedente histórico que obligaba a los hijos a casarse
en contra de su voluntad, era la primera vez que actuaban en consecuencia. Bien
podemos asegurar entonces que la “verdadera revolución” de la Pragmática carolina
fue ofrecer a los descendientes afectados por esos rígidos principios la
posibilidad de litigar contra sus padres. El requisito era que los parientes se
hubieran negado al matrimonio sin una “justa y racional causa”; es decir, solo
estaban legalmente amparados para ignorar los deseos de sus hijos si existía
una ofensa grave al honor de la familia o un perjuicio para el Estado. Según la
letra de la ley, esta imposición se introdujo porque cada vez era más frecuente
que los padres y parientes atendieran más a sus intereses personales que a los
fines del sacramento, lo cual causaba “gravísimos perjuicios temporales y
espirituales” a la República civil y cristiana. Ante esta tragedia, la Corona
decidió promocionar los matrimonios “justos y honestos”, aquellos en que los
contrayentes fueran libres y se profesaran un afecto recíproco.
Los juicios de disenso tenían lugar cuando un joven que
deseaba casarse se topaba con la negativa injustificada de su padre. El
procedimiento se iniciaba cuando el afectado ponía esta situación en
conocimiento de la justicia, buscando siempre obtener una licencia que le
permitiera acudir después a la Iglesia y contraer nupcias[50]. Sin
embargo, también podía suceder que los padres presentaran una queja judicial
ante la sospecha de que sus hijos iban a casarse ignorando su negativa[51].
En uno y otro caso, las autoridades territorialmente competentes para conocer
del litigio eran los tribunales municipales y las audiencias regionales, que
actuaban como primera y segunda instancia. Se trataba de un procedimiento
sumario, en cuanto que existía cierta premura por solucionar algo que
trascendía lo meramente individual, que incumbía a la familia, a la comunidad y
al Estado. La justicia real ordinaria disponía de un plazo de ocho días para resolver,
pero si el actor no estaba de acuerdo con la resolución, la ley contemplaba el
recurso de alzada ante la segunda instancia. El Consejo, Chancillería o
Audiencia disponía de treinta días para pronunciarse, pero contra el fallo no
cabía recurso ordinario ni extraordinario, presumiblemente para evitar
dilaciones. Entonces la resolución devenía firme y adquiría fuerza de cosa
juzgada, imposibilitando la apertura de un nuevo procedimiento con identidad de
sujetos, objeto y causa.
Por
supuesto, el procedimiento se llevaba a cabo con suma discreción. A las partes
solamente se les notificaba el fallo, pero no las objeciones o excepciones que
se hubieran interpuesto en el trascurso del pleito para “evitar disfamaciones
de personas o familias”. Los documentos eran custodiados celosamente en
archivos separados a los que nadie podía acceder sin autorización expresa del
Consejo. De hecho, los jueces y escribanos que dieran una copia simple o
certificada de los expedientes judiciales quedaban inhabilitados para el ejercicio
de la profesión. Tanto secretismo impedía, por un lado, que los padres
realizaran confesiones comprometedoras para el honor de la familia en el
momento de exponer las razones del disenso; e igualmente era un freno para que
la sociedad supiera de las desgracias de sus convecinos, eliminando así futuros
obstáculos para que el joven se casara con otra persona[52].
En
conclusión, podría decirse que en la Real Pragmática de 1776 se produjo una
colisión entre los dos mundos que protagonizaban el panorama nacional en el
Siglo de las Luces. El movimiento ilustrado, tan útil para embellecer el país y
dar una imagen de progreso, veía diluida su consigna fundamental –la libertad
del hombre para elegir el camino hacia la felicidad– en las vetustas
estructuras del Antiguo Régimen, férreo defensor de la autoridad paterna y de
las alianzas entre miembros de la élite por vía matrimonial[53].
4. LA REAL
PRAGMÁTICA DE CARLOS IV DE 1803
Pese a la contundencia de su redacción, las
disposiciones de la Real Pragmática de 1776 fueron tachadas de caóticas en su
tiempo por la confusión que despertaba el uso de algunas expresiones en la
práctica jurídica. Fue entonces cuando los Consejos de Castilla e Indias
solicitaron aclaraciones a Carlos IV, quien promulgó un Real Decreto el 10 de
abril de 1803 con las nuevas reglas para la celebración de matrimonios y
formalidades de los esponsales de los hijos de familia, de los obligados a
solicitar licencia especial de sus respectivos jefes y de los Infantes y demás
personas reales. Entre las disposiciones se incluyó una cláusula retroactiva,
de modo que todos los enlaces concertados pero no celebrados antes de la
entrada en vigor de la norma debían regirse por lo que en ella se ordenaba, sin
que hubiera espacio para “glosas, interpretaciones ni comentarios”. La
regulación fue rematada en la Novísima Recopilación de 1805, que decretó la
nulidad de cualquier Real carta o mandamiento que pretendiera casar a una mujer
contraviniendo sus deseos.
4.1. Principales
diferencias respecto a la Real Pragmática de 1776
En
líneas generales, la Real Pragmática de 1803 poseía un espíritu similar al de
su predecesora, si bien contemplaba ciertos cambios que afectaban
fundamentalmente a dos cuestiones. La primera era la recuperación de la vieja
distinción por sexos en cuanto a la edad hasta la cual los hijos estaban
obligados a solicitar el consentimiento paterno para contraer matrimonio, que
suprimió la figura del consejo. La segunda, relativa a los autorizantes, les
eximía de motivar su negativa al enlace[54].
En el sistema de Carlos IV existía una multiplicidad de
edades, por lo que la mayoría de edad para estas cuestiones matrimoniales no
era la misma que se exigía para otros efectos civiles. No era una técnica
legislativa original, sino un nuevo regreso a la tradición histórico-jurídica
castellana. Se adaptaron los parámetros del Fuero Real a las circunstancias de
principios del siglo XIX, de ahí que no se estimara necesario haber alcanzado
la mayoría de edad civil para darse en matrimonio[55]. Un cambio
sustancial respecto de la Pragmática de 1776, que había optado por igualar los
tiempos bajo el pretexto de facilitar la práctica jurídica. A la pluralidad de
edades se añadieron otros aspectos rescatados de la legislación alfonsina
medieval. Emulando al Rey Sabio, el Borbón articuló su Pragmática en base a dos
criterios: el sexo de los contrayentes y la condición de la persona habilitada
para dar su aprobación. Sobre la primera cuestión, la cifra base eran los
veintitrés años para las hijas y los veinticinco para los hijos, pero solo si
era el padre quien prestaba el consentimiento. En caso de que fueran otras
personas (la madre, los abuelos, los tutores o la autoridad estatal), había que
restar un año a medida que se avanzaba en el orden de prelación. Al introducir
estas “desigualdades”, consideraba el monarca que el sistema ganaba en equidad
y justicia, pues no se colocaba en una posición de debilidad a ninguna de las
partes[56].
Como
podemos comprobar, tampoco aquí se contemplaba el supuesto de incapacidad o
enfermedad del padre, que, presumiblemente, continuaba ocupando una posición
prevalente en vida. Una sutileza significativa era la mención expresa a los
abuelos paterno y materno, que zanjaba la polémica de 1776 acerca de la
subsidiariedad de las líneas de sangre. Jerárquicamente, en 1803 se omitía la
antigua referencia a los dos parientes más cercanos que se hallaran en la mayor
edad –en la que no se concretaba el grado ni la naturaleza de la línea, recta o
colateral–, pasando directamente a los tutores y al Juez del domicilio. Pero en
caso de que el menor contrajera nupcias sin haber solicitado el consentimiento
de los parientes o tutores, el castigo era mucho más severo: la desheredación y
la indignidad se sustituían por la expatriación y confiscación de los bienes
del contraventor y sus descendientes; además, se sancionaba a los eclesiásticos
que hubieran oficiado el enlace, que en la mentalidad regalista tenían la
condición de funcionarios del Estado.
4.2. El reforzamiento de la autoridad paterna
A
simple vista, podría parecer que la Pragmática favorecía a los hijos, pues
abolió la pesada carga que suponía el consejo paterno a partir de la mayoría de
edad: “los hijos que haian cumplido veinte y cinco años, y las hijas que haian
veinte y tres, podrán casarse a su arbitrio, sin necesidad de pedir ni obtener
consejo ni consentimiento de su Padre”. Sin embargo, lo que Carlos IV hizo
realmente fue culminar el proyecto de su progenitor reforzando aún más el
control de los padres y parientes. Ahora solo tenían que motivar la aprobación
del matrimonio de los jóvenes, sin necesidad de que concurriera causa justa o
racional cuando decidieran oponerse.
En
los procedimientos de disenso se estableció una diferencia entre los que
requerían un permiso real y los del resto de súbditos. En el primer supuesto,
el recurso había de interponerse ante el mismo monarca o sus autoridades
delegadas, que eran la Cámara, el Gobernador del Consejo y los Jefes
respectivos. Las otras clases del Estado tenían que acudir a los órganos de
jurisdicción civil, que eran los Presidentes de las Chancillerías o Audiencias
o el Regente de las Asturias. La tramitación era idéntica para todos los
interesados: se elaboraban cuantos informes se estimaran oportunos para la
resolución del litigio, aunque con menos garantías debido a la ausencia de
fundamentos que ofrecieran detalles sobre la vida familiar. No obstante, el
juzgador estaba facultado para inadmitir el recurso a trámite por inobservancia
de los requisitos formales o por la falta de otorgamiento de escritura
pública.
5. EL
MATRIMONIO EN EL CÓDIGO DE NAPOLEÓN: INFLUENCIA SOBRE LOS CÓDIGOS ESPAÑOLES
A
finales del siglo XVIII, teóricos del Derecho y burgueses revolucionarios
manifestaron la necesidad de diseñar una teoría general de creación y fijación
de las leyes que pusiera fin a la inseguridad provocada por la acumulación de
normas dispares, confusas e incongruentes del Antiguo Régimen[57].
En cuestión de años, la influencia recíproca entre el iusnaturalismo
racionalista, el liberalismo burgués y la Ilustración, transformó por completo
los conceptos en que tradicionalmente se había sustentado el sistema europeo
occidental. Bajo el signo de la Constitución en el Derecho público y del Código
en el privado[58],
la ley pasó a convertirse en el fruto de la voluntad nacional y, frente a la
práctica tradicional de las recopilaciones, se optó por reducir los materiales
para redactar ex novo textos
completos y sistemáticos que abarcaran las distintas ramas del ordenamiento:
penal, mercantil, procesal y civil[59].
“Por
codificación, en sentido estricto, se
entiende, como dice Sánchez Román, la reunión de todas las leyes de un país o,
en un aspecto más limitado, las que se refieren a una determinada rama
jurídica, bajo un solo Cuerpo legal, presidido en su formación por unidad de
criterio y de tiempo. En términos más breves, puede decirse que un Código es
una ley general y sistemática. Si el
Derecho es un organismo, el Código es la ordenación legal que lo recoge y
formula. Con acierto lo ha llamado Filomusi un
sistema en el campo de la legislación”[60].
El paradigma codificador fue la Francia de Napoleón, a
quien debemos la unificación legal que se exportaría al resto del mundo. Pero,
por más que marcase el rumbo de este movimiento, el Code Napoleón no era más que la visión particular de un legislador
condicionado por sus circunstancias históricas. Los excesos cometidos en el
transcurso de la Revolución de 1789 condujeron al Consulado y después al
Imperio a rescatar los principios de autoridad política y doméstica con el
objeto de reforzar el poder del Estado. En consecuencia, el Derecho privado –al
margen de regular los bienes, personas y contratos– se enfocó en la supresión
del arbitrium judicial a través del
triunfo absoluto de la ley[61].
Lo civil se redujo a una disciplina estatal de las instituciones prácticamente
volcada en la propiedad privada, los instrumentos de aprovechamiento y los
titulares de la misma. Esta concepción técnica de la Codificación, que
aglutinaba lo revolucionario y lo reaccionario, se extendió enseguida por el
continente, sobre todo a raíz de la exitosa política exterior de Napoleón. Su
periplo europeo fue un proyecto de conquista, pero también ideológico, como
demuestra el otorgamiento de cartas constitucionales en las que se recogía la
necesidad de sistematizar el ordenamiento jurídico de los territorios que iban
a ser incorporados al Imperio[62]. La única excepción fue
la Monarquía de España, donde, en vista del conflicto que podía ocasionar un
cambio en el espíritu de unas leyes con siglos de historia, se decidió respetar
temporalmente el ordenamiento originario, con la expectativa de implantar en el
futuro un modelo de corte imperial.
Sin
duda, esto no fue óbice para que los franceses imprimieran su huella en la
España decimonónica. Es más, dice José Manuel Pérez-Prendes que el Code fue el factor decisivo para que los
legisladores se decantaran por abandonar el camino de la recopilación. Los
doceañistas dejaron constancia de ello en el artículo 258 de la Constitución de
Cádiz: “el Código civil y el criminal y el de comercio serán unos mismos para
toda la Monarquía sin perjuicio de las variaciones, que por particulares
circunstancias, podrán hacer las Cortes”, aunque no tuvieron tiempo de redactar
ningún proyecto de Código civil[63].
A partir de entonces, el fenómeno codificador, siempre ligado al inestable
constitucionalismo peninsular, inició un camino repleto de obstáculos que no
dio sus frutos hasta 1889, cuando muchos países del entorno contaban ya con
importantes obras legislativas, como el ABGB austríaco o el BGB alemán.
6. El
proyecto de código civil de 1821
Desgraciadamente, el sueño constitucional gaditano se
truncó poco después de nacer. Tras su regreso de Valençay en 1814, Fernando VII
restauró el absolutismo, con el retroceso que ello suponía: se derogaron todas
las reformas aprobadas en las Cortes, se frenó la desamortización y se
restablecieron los Consejos, la Inquisición, la jurisdicción señorial y los
privilegios del Antiguo Régimen. La oposición liberal, que fue perseguida por
su ideología “imitadora de los principios proclamados por los revolucionarios
franceses”, canalizó su malestar con la gestión que estaba haciendo el gobierno
fernandino a través de la conspiración y de varios intentos revolucionarios que
fueron rápidamente sofocados. Habría que esperar a enero de 1820 para que el
oficial Rafael del Riego se sublevara en Las Cabezas de San Juan y
desencadenara el cambio político. Comenzó así el Trienio Constitucional
(1820-1823), que obligó al rey a jurar la Constitución de Cádiz y trató de
poner en práctica las medidas que los doceañistas nunca llegaron a ejecutar.
En este contexto, se consideró oportuno conformar
Comisiones técnicas ajenas a las Cortes que retomaran la tarea codificadora sin
injerencias políticas[64],
siempre en vista de que “los españoles tuviesen un manual fijo y claro de sus
derechos y obligaciones”. Para ello se siguieron las pautas recogidas en la Miscelánea de comercio de Javier de
Burgos, según la cual la renovación del Derecho pasaba por aprobar tantas
comisiones como códigos[65].
La Comisión especial del Código Civil, elegida el 22 de agosto de 1820 por
iniciativa parlamentaria de Damián La Santa, estaba integrada por siete
académicos y magistrados –Nicolás María Garelly, Antonio Cano-Manuel, Pedro de
Silves, Antonio de la Cuesta y Torres, Juan Nepomuceno Fernández San Miguel,
Martín Hinojosa y Felipe Benicio Navarro– que en menos de un año lograron
redactar las intenciones y el esquema[66]. El resultado ha sido
elogiado por la doctrina, que coincide en describir el Proyecto de 1821 como
una obra legal de gran calidad a pesar de la rapidez con que se realizó y del
enorme número de cuestiones que pretendía regular. Era, en palabras de Luis Díez-Picazo,
“de características muy especiales, una curiosa fusión de principios
progresistas y criterios tradicionales”. Y aunque quizás podría pensarse que el
acierto de los liberales fue debido al hecho de que tomaron el Code Napoleón como referencia, lo cierto
es que su objetivo fue publicar un trabajo global más que un tratado acerca de
las relaciones entre ciudadanos privados, de ahí que en él se perciban ecos de
la Novísima Recopilación o las Partidas, de los códigos ilustrados de Austria y
Prusia y de las teorías de Bentham[67].
Lo más sorprendente es que ese afán totalizador acabaría siendo, a la larga, el
mayor obstáculo de la Comisión, incapaz de abarcar la totalidad de las materias
que se había propuesto.
Efectivamente, además de las cuestiones propias del
Derecho civil –el estatuto de las personas (vecindad, ciudadanía, registro
civil y restitución), las obligaciones y contratos (responsabilidad civil, tasa
del interés y negocios sobre géneros prohibidos), la propiedad y otros derechos
reales (posesión, censos y oficios de hipotecas), la familia (autoridad
paterna, minoría de edad y matrimonio de los hijos) y las sucesiones (testada e
intestada, con exclusión de especialidades territoriales)–, los técnicos
quisieron extender en exceso el marco de la ley incluyendo regulaciones “de
interés general”, como el cauce legal de la religión y las pías asociaciones,
los tributos, los cargos públicos y representativos, las temporalidades de los
jesuitas y la desamortización del patrimonio de la Iglesia[68]. Por tanto, el Código Civil
de 1821 se apartaba del modelo napoleónico no solo en su vocación totalizadora,
sino también en su concepción como ley especial, cuya función era concretar y
ejecutar las bases trazadas en la Constitución[69].
6.1. El individualismo liberal frente al poder regulador de las familias
En lo que a la familia se refiere, el Proyecto de 1821 se
incardina en un momento histórico en el que Europa comenzaba a sumarse a la
tendencia secularizadora planteada en el Code.
Había algunos círculos intelectuales en España que apoyaban el intervencionismo
total del Estado en las cuestiones proverbialmente atribuidas a la jurisdicción
eclesiástica, pero por razones políticas sus aspiraciones nunca llegaron a
materializarse[70].
Tendrían que transcurrir casi cincuenta años para que se quebrara ese profundo
respeto hacia la tradición castellana y canónica, que impedía poner en duda el
carácter sagrado del matrimonio. Con todo, su tratamiento en el texto legal fue
muy progresista, seguramente por la mentalidad aperturista y anticlerical del
nuevo gobierno, que además de llevar a cabo la desamortización de los bienes
del clero, abolió la Compañía de Jesús, el Santo Oficio, las órdenes monásticas
y el Fuero eclesiástico. Siguiendo los postulados
del jansenismo, los liberales dejaron la disciplina canónica interna –los
asuntos puramente espirituales– a los religiosos, mientras que ellos se
apropiaron de la dimensión externa, colocando la potestad secular sobre
la Cátedra de San Pedro[71].
Además,
la política matrimonial del Trienio se apoyaba en el regalismo del siglo XVIII
y en el Código de Napoleón, si bien este último sufrió una “cristianización
moderada”. De la combinación del ideario católico con el liberalismo
decimonónico surgió una fórmula hasta entonces desconocida en el Derecho
patrio: la celebración de una unión civil ante el alcalde que después se
repetía in facie ecclesiae. En
realidad, el procedimiento respondía a la definición de matrimonio recogida en
el artículo 278, que sin perder los tintes romano-canónicos, omitía cualquier
mención a los fines tradicionales de la procreación y educación de la
descendencia. Ya era simplemente “el convenio entre varón y hembra, celebrado
según las leyes, por el que se obligan a la recíproca cohabitación perpetua y a
la comunión de sus intereses”. Es importante destacar que, al regularse como un
contrato, su validez no dependía en exclusiva de la observancia de las
formalidades tridentinas, sino que debían concurrir la capacidad y el
consentimiento de los contrayentes. Para los requisitos de capacidad se tomaron
como referencia las disposiciones eclesiásticas, considerando aptos a los
varones mayores de dieciséis y a las mujeres mayores de catorce que no fueran
estériles ni estuvieran ligados a la profesión religiosa. Tampoco se admitían
la bigamia ni el parentesco en grado prohibido por la Iglesia.
Con
respecto a la figura del consentimiento, desarrollada con mayor profusión en
los preceptos contiguos, se establecían una serie de características. En primer
lugar, tenía que emitirse libremente, sin que hubiera intervenido miedo grave o
coacción moral extrínseca, aunque no se entendían como tales la persuasión, las
promesas o amenazas relativas a intereses ni el moderado castigo paternal. A
esto había que sumar la salvaguarda de las formalidades legales, es decir, la
comparecencia ante el alcalde del domicilio de la mujer con la presencia de un
escribano y dos testigos varones mayores de veinticinco años que supieran leer
y escribir. En el mismo acto habían de acreditar documentalmente que tenían la
edad prescrita y que habían obtenido la aprobación o el consejo de sus mayores,
aunque era posible obtener la aprobación si comparecían en el momento las
personas que debían darla. De los trámites se expedía un acta firmada y se
entregaba una copia a los interesados para que acudieran al párroco “a fin de
que ante él se realice la celebración del matrimonio, previos los requisitos y
con arreglo a las solemnidades que prescribe el ritual de la Iglesia Católica, Apostólica
y Romana”. Por último, el texto obligaba a los hijos de familia que no hubieran
cumplido los veinticinco a recabar el “consentimiento ilustrado” de los padres,
abuelos, parientes o tutores.
Al igual que el Code
–que, recordemos, era retrógrado en algunos aspectos–, el Proyecto de 1821
utilizó las licencias típicas del Antiguo Régimen con el objeto de reforzar la
cohesión familiar y evitar enlaces que resultaran poco convenientes a las
clases burguesas[72].
Para ello, el legislador español aprovechó los precedentes jurídicos más
inmediatos en la materia, las Reales Pragmáticas de 1776 y 1803. Fue
recopilando, de esta forma, diversas ideas que le permitieron articular una
regulación adaptada a su tiempo. No obstante, quizás por la influencia del liberalismo,
se aprecia una cierta relajación en las encorsetadas disposiciones que habían
regido el matrimonio en tiempos de los Borbones. Por ejemplo, la regla general
de la mayoría de edad, fijada en los veinticinco años, admitía dos excepciones:
no se requería el consentimiento previo cuando fueran las segundas nupcias del
interesado o este, superados los veinte años, careciera de todos los parientes
señalados en la ley. Si no se daba ninguna de estas circunstancias, los
primeros en autorizar eran los dos progenitores; incluso, se preveía el
supuesto de que el padre estuviera incapacitado, en cuyo caso el poder recaía
sobre la madre. En cuanto al resto de parientes –abuelos, hermanos mayores de
veinticinco, tíos y tíos abuelos–, se imponía el criterio de la mayoría, pero
siempre en positivo, de modo que ante un empate había que aprobar el
matrimonio. Los tutores eran solamente necesarios cuando el afectado fuera
menor de veinte años, existiendo la posibilidad de que se le designara uno
cuando los parientes residían fuera de la provincia. La misma función cumplían
los dirigentes gubernamentales de los establecimientos públicos de educación,
instrucción o beneficencia en que los jóvenes se estuvieran formando. Faltando
el consentimiento, además de ser causa de nulidad del matrimonio, los hijos y
sus cómplices eran castigados con las penas contenidas Código Penal[73].
De
la Real Pragmática de 1776 se mantuvo la figura del consejo una vez cumplidos
los veinticinco años, aunque las personas que podían emitirlo eran exclusivamente
los padres y abuelos y el interesado podía ignorar su opinión sin miedo a
represalias legales. La razón de este cambio de parecer es que los redactores
pensaban el consejo como una forma de respeto a los mayores o un acto de
sumisión[74]
más que como una imposición. A falta de cualquiera de estos parientes o en caso
de que se hubieran alcanzado los veinte años sin tener familia, había plena
libertad para contraer matrimonio. En cualquier caso, el Código volvía a
ofrecer la vía del disenso a los hijos menores que resultaran agraviados por la
negativa de sus padres, parientes o tutores. Sorprendentemente, esto no se
contemplaba en la legislación francesa, pero sí en muchos cuerpos legales que
descendían directamente de ella. Colmando los vacíos de sus predecesores, el
artículo 301 fue muy explícito en cuanto a lo que se consideraba “causa
racional para la desaprobación del matrimonio”, plasmando los valores y
criterios en los que los redactores entendían que se fundamentaba la familia:
la depravación de costumbres de uno de los que intentan el matrimonio; la muy
notable diferencia de edad entre ellos; la muy notable desigualdad de sus
fortunas, que no esté contrabalanceada con esperanzas fundadas en el empleo o
prendas personales del pobre; la falta de medios actuales y que no se ven de
próximo para sostener las cargas del matrimonio u otras razones iguales.
Para
José María Laina Gallego, lo que denota la exigencia del consentimiento
ilustrado es “una sobrestimación de la patria potestad” en detrimento del
principio canónico de libertad individual para contraer matrimonio. Después de
tantos siglos de alteraciones legales, las primeras décadas del XIX
representaban la máxima degradación o desnaturalización del primitivo
significado de la licencia paterna, que era el cuidado de los hijos. Se había
convertido “en un pretexto para una intervención administrativa más”, como
reconoce Federico de Castro. Hay que tener presente que el Código era una
aproximación al futuro sistema de matrimonio civil obligatorio, con lo que
resulta lógico que la Comisión se decantara por favorecer la opción más
conveniente para el Estado, que era la continuidad del consentimiento previo de
padres, parientes y tutores. Solo así se lograba debilitar la tendencia
milenaria de contraer nupcias conforme a las prescripciones de la Iglesia.
7. EL
PROYECTO DE CÓDIGO CIVIL DE 1836
La
caída del gobierno del Trienio a manos del ejército francés en 1823 dio paso a
la segunda fase del reinado absolutista de Fernando VII, a menudo descrita como
un paréntesis que retrasó la llegada definitiva del régimen liberal[75].
Sea como fuere, el escenario en que se desarrolló la llamada Década Ominosa era muy distinto al de
1814. El propósito político de la Santa Alianza al intervenir en España consistió
en implantar una monarquía absoluta moderada, alejada de radicalismos que
pudieran encender la llama de la revolución. Por tanto, aunque se derogaron
muchas de las disposiciones aprobadas por las Cortes durante los años
precedentes, se estimó inoportuno seguir gobernando con instituciones del
Antiguo Régimen. El Ejecutivo, apoyado por un equipo ministerial sólido, asumió
nuevamente la competencia legislativa, recurriendo a técnicos expertos en
Derecho para poner en marcha sus planes de reforma.
El
denominador común de los reformadores, nacidos en el último tercio del siglo
XVIII, era la pertenencia a una burocracia formada en la ideología del
despotismo ilustrado, pero modernizada por la experiencia napoleónica[76].
A ellos encomendó el rey retomar las labores de codificación, que habían sido
interrumpidas a raíz del derrocamiento de los liberales. En lo que al ámbito
civil respecta, hasta la publicación del Proyecto de García Goyena en 1851 no
hubo ningún texto especialmente reseñable. Sin embargo, son dignos de mención
los escritos del abogado e historiador Pablo Gorosábel, que, preocupado por el
caos normativo de su tiempo, editó por iniciativa privada la Redacción del Código Civil de España,
esparcido en los diferentes cuerpos del derecho y leyes sueltas de esta nación,
escrita bajo el método de los códigos modernos en 1832. Basándose en el
Código de Napoleón, la legislación tradicional castellana y la doctrina
española, realizó un trabajo reconocido por su gran precisión en los conceptos
y las diversas figuras jurídicas. El propio José María Antequera Bobadilla
–futuro secretario de la Comisión General de Codificación en la Restauración
borbónica– consideraba “muy digno de aprecio, extenso y meditado” su tratamiento
de los estados domésticos (matrimonio, patria potestad y tutela), el régimen de
las cosas (clasificación de las mismas, tipos de propiedad y derechos reales en
cosa ajena) y los modos de adquirir la propiedad (ocupación, contratos,
testamentos, prescripción y sucesión intestada)[77].
Es
posible que la doctrina del momento prestara escasa atención a la obra de
Gorosábel porque desempeñaba su profesión en un ámbito completamente ajeno a
los círculos de poder donde se fraguaban los debates legislativos; pero tampoco
se puede descartar que sirviera de acicate para que se reemprendiera la
Codificación tras una larga pausa de once años[78]. En 1833, el rey promulgó
un Decreto de 9 de mayo confiando al jurista madrileño Manuel María Cambronero
la redacción de un Código civil. La fortuna quiso que este falleciera a los
pocos meses, con lo que la culminación del texto quedó en manos de una Comisión
especial no parlamentaria conformada por tres miembros: Eugenio Tapia, Tomás
Vizmanos y José Ayuso. Mientras completaban su tarea, el panorama político
español sufrió otro giro inesperado. La muerte de Fernando VII permitió que los
liberales regresaran a las instituciones bajo la regencia de María Cristina de
Borbón-Dos Sicilias, quien a raíz del Motín de La Granja, tuvo que derogar el
Estatuto Real, de corte moderado, y promulgar la Constitución de 1812.
Curiosamente, este cambio de tendencia no repercutió demasiado en las
actividades de la Comisión, que diseñó la ley sobre los materiales dejados por
Cambronero. Así, el 16 de noviembre de 1836 los redactores presentaron ante las
Cortes una obra titánica de 2458 artículos, divididos en cuatro libros y un
Título Preliminar.
Al
igual que había sucedido con Gorosábel, el Proyecto de 1836 apenas despertó el
interés del poder político, algo que Francisco Tomás y Valiente achaca a la
inquietud generada por el estallido de la Primera Guerra Carlista (1833-1840).
Como el jurista tolosano, la intención de la Comisión fue integrar el Derecho
antiguo con las nuevas disposiciones en las distintas materias civiles, a fin
de no romper totalmente con el pasado. Bien es cierto que no introdujo grandes
novedades en comparación con la obra de 1821, pero sí que podría decirse que
fue el primer Código civil en sentido estricto, dado que solo regulaba las
materias concernientes al Derecho Privado; esto es, “las relaciones de los
individuos del Estado entre sí, para el ejercicio de sus derechos y el
cumplimiento de sus obligaciones respectiva”, excluyendo “las leyes políticas y
todas las relativas a la administración pública en sus diferentes ramos”[79].
7.1. Una
vuelta a la tradición: la regulación de los esponsales
A
pesar del espíritu de renovación y reforma que presidió el proceso codificador
español, no debemos olvidar que la redacción del Proyecto de 1836 se inició en
un momento en que el absolutismo volvía a desplegarse sobre el orden político,
social, económico y religioso. Los pilares que había construido Cambronero
estaban adaptados al ideario de Fernando VII y su gabinete, con lo que era inevitable
que en el resultado final –aunque inspirado por su predecesor– hubiera tintes
conservadores. Y es que la esencia de esta ley respondía más a la tradición
jurídica castellana sintetizada en la Novísima
que a las revolucionarias ideas del Code
francés. En consecuencia, no es extraño que la Comisión concediera gran
importancia a la controvertida figura de los esponsales, cuya pertinencia había
sido puesta en tela de juicio por aquellos civilistas que entendían que entraba
en conflicto con los principios y valores de la sociedad decimonónica[80].
Mientras que el legislador de 1821 había optado por omitir cualquier referencia
en su articulado, en este Código se les dedicó el Título V del Libro I, que se
correspondía con los artículos 108 a 144.
Definidos
como “una promesa recíproca y solemne de futuro matrimonio entre varón y
mujer”, los esponsales quedaban sujetos a la concurrencia de una serie de
requisitos. A la ausencia de impedimentos legales para contraer matrimonio se
sumaba el haber alcanzado una edad mínima, fijada en dieciséis años para los
varones y catorce para las mujeres. Fue esta una novedad muy destacada, ya que
los comisionados rompieron la antiquísima tradición legal castellana, que
autorizaba tanto a los mayores de siete años a celebrar los esponsales de
palabra o por escrito como a los púberes –los varones de catorce y las mujeres
de doce– a casarse. La explicación que ofrecieron en la Exposición de Motivos
fue extremadamente gráfica, criticando lo absurdo de la situación: “¿qué
discernimiento puede haber en los tiernos años para hacer una elección
acertada; qué juicio para gobernar una familia; qué que prudencia para tolerar
sus mutuos defectos; qué seso y conocimiento para dirigir la educación de los
hijos?”[81].
Asimismo,
se exigía el “libre consentimiento de parte de los contrayentes”, sin “error
sobre la identidad de la persona” ni “fuerza o miedo grave, o coacción moral
equivalente a ese miedo grave”. Lo interesante en este caso es que la
terminología empleada supone un reconocimiento tácito de la institución
matrimonial como contrato civil. Lo que hizo el legislador fue condicionar la
validez de los esponsales a la inexistencia de vicios en la formación y
declaración de la voluntad de las partes que aceptaban obligarse, a la manera
de los elementos esenciales recogidos en la teoría general de los contratos.
Luego esta figura jurídica también se entendía como un mecanismo generador de
derechos y obligaciones para los contrayentes, vinculados a la realización de
su promesa por el mero hecho de haberse comprometido a ello, por haber prestado
su consentimiento, ya fuera de palabra, por escrito o mediante señas[82].
Al
igual que en la legislación histórica española, a estos requerimientos de fondo
se añadieron otros de forma. El otorgamiento de esponsales había de realizarse
en escritura pública, haciendo constar el cumplimiento de las premisas del
mencionado artículo y en presencia de las personas llamadas por la ley para dar
su licencia a los menores[83].
Sin la escritura no podría admitirse “demanda ni excepción alguna de
esponsales, aun por vía de impedimento en los Tribunales civiles, ni en los
eclesiásticos”. Este inciso, según Luis Crespo de Miguel, se inspiraba en las
doctrinas de Pothier y el Sínodo de Pistoya de 1786, partidario del jansenismo
político-eclesiástico. En esta ciudad italiana se había acordado limitar la
potestad de la Iglesia a las cuestiones estrictamente espirituales, con lo que
la regulación del matrimonio quedó en manos de las autoridades civiles por su
naturaleza contractual. La Comisión parecía reivindicar el lugar de la Santa
Sede en los trámites concernientes a los esponsales, quizás en un intento de
conservar ese vínculo con la tradición.
7.2. El
consentimiento y sus límites
En
contraposición al principio de libertad individual enunciado más arriba, el
artículo 109 contemplaba un último requerimiento que entraba directamente en
conflicto con aquel: dependiendo de la situación y condición de los
contrayentes, se les demandaba solicitar el consejo o el consentimiento de los
padres, abuelos, hermanos mayores de veinticinco o curadores para la
celebración de los esponsales. Hubo aquí una clara inspiración en las
disposiciones sobre el “consentimiento ilustrado” para el matrimonio contenidas
en el Proyecto de 1821, con lo que la letra del texto era prácticamente un
calco[84].
Los
redactores mantuvieron la mayoría de edad en los veinticinco años, sin
distinción de sexo, al tiempo que en “las naciones cultas de Europa” estaba
establecida en los veintiuno. En la Exposición de Motivos adujeron que no
existían razones de peso para alterar la legislación vigente, de manera que
debía dejarse subsistente lo antiguo. También explicaron que el propio Código
preveía “otros medios para salirse de la patria potestad y de hacerse independiente
a los dieciocho años, esto es, o casándose o siendo emancipado”. Sin embargo,
el joven que se independizara, aun habiendo abandonado la esfera de la patria
potestad, seguía encontrando un obstáculo a la hora de contraer matrimonio, ya
que necesitaba la licencia paterna. Incluso quedaba sujeto a la norma del
consejo cuando cumpliera los veinticinco. No adquiría una libertad absoluta,
aunque podía ejercer acciones judiciales contra el irracional disenso de sus
familiares[85].
La contradicción se agravaba con la otra excepción a la regla general, que era
el supuesto de viudedad. El articulado eximía de la obligación del
consentimiento previo a “las viudas” menores de edad, lo cual generaba
controversia. No tenía sentido terminar con las diferencias entre varones y
mujeres para después “privilegiar” a las hijas que hubieran sobrevivido a su
futuro cónyuge, más si cabe cuando en 1821 se había abolido por completo este
tipo de discriminación. Así, los únicos que quedaban totalmente liberados de la
injerencia paterna eran los jóvenes abandonados, algo que se daba cuando los
padres, hermanos o ascendientes incurrían en el “descuido absoluto en la
educación de los hijos, descendientes o hermanos y el negarles los alimentos
necesarios, teniendo medios con que atender a esta obligación”.
En
cuanto al orden de prelación de los familiares habilitados para consentir, la
novedad era la supresión de los tíos del interesado, que en el primer Proyecto
ocupaban la posición siguiente a los hermanos. Asimismo, cuando se tratara de
“hijos naturales” reconocidos por el padre, en ausencia de los progenitores o
en caso de incapacidad, pasaban directamente a los curadores,
independientemente de que tuvieran abuelos o hermanos mayores. Nada se decía de
los hijos naturales no reconocidos por el padre, con lo que suponemos que la
primera persona autorizada para dar la licencia sería la madre. Y si había
algún desacuerdo entre los familiares, todavía se daba preeminencia al voto de
los varones, mientras que para los empates permanecía la regla de la aprobación
de los esponsales.
Sin
duda, la mayor discordancia del Proyecto de 1836 en relación con los esponsales
afectaba al Derecho canónico. Hemos indicado en el otro apartado que su
espíritu era conservador, menos beligerante hacia la Iglesia en comparación con
la legislación del Trienio Liberal. Y, sin embargo, la Comisión asestó el golpe
definitivo a las disposiciones eclesiásticas –sentando las bases del Código
civil de 1889– al rescatar los antiquísimos precedentes romanos en la materia.
Se privó a la promesa de matrimonio de sus clásicos efectos vinculantes en
favor de mantener la libertad de los contrayentes hasta el preciso instante de
manifestar el consentimiento en la celebración de las nupcias. Esto significaba
que los esponsales carecían de alcance contractual, que no eran un precontrato
ni un mero acuerdo, sino un uso social que estaba identificado legislativamente
pero que carecía de virtualidad normativa[86]. Jurídicamente, los actos
realizados por los novios eran considerados como el presupuesto habilitante
para la aplicación de los preceptos referentes al incumplimiento unilateral de
la promesa. Luego, independientemente de quién hubiera quebrantado la
obligación esponsalicia –los jóvenes o sus familiares–, la ley exigía la devolución
de todo cuanto hubiera recibido de la otra parte y el resarcimiento de los
perjuicios ocasionados.
Observamos,
por tanto, que lo que comenzó siendo un acoplamiento del absolutismo a las
fórmulas legislativas liberales terminó marcando la cuarta etapa del Estado
Constitucional liberal, consolidando el principio de incoercibilidad del
consentimiento matrimonial[87].
8. CONCLUSIONES
Al
hilo de las explicaciones anteriores, podemos concluir que el consentimiento
para contraer matrimonio es una figura que se proyecta sobre diversas
disciplinas como el Derecho, la Sociología y la Historia. En líneas generales,
se trata de un concepto jurídico que hunde sus raíces en un cuerpo tan antiguo
como el ser humano, anterior incluso a la existencia de las propias normas: la
familia. Más que una realidad biológica, es una creación cultural que sirve
para la consecución de una serie de fines, entre los cuales se encuentran la
socialización, la subsistencia o la conformación de un patrimonio. Todas estas
características hacen de ella una institución social que se transforma en
institución jurídica, en cuanto que la convivencia da lugar a derechos y
deberes que han de ser tutelados por el Derecho para evitar la conflictividad.
El
matrimonio es una de las realidades generadoras de este acervo de relaciones
jurídicas. Independientemente de que su naturaleza sea única o múltiple, humana
o divina, el fundamento es siempre el consentimiento de los contrayentes. Esta
sencilla consigna es lo que hoy refleja el artículo 45 de nuestro Código Civil,
heredero en muchos aspectos de una tradición milenaria: “no hay matrimonio sin
consentimiento matrimonial”. Sin embargo, la base convencional, ya sea ungida o
investida, no basta por sí misma para la existencia del vínculo conyugal. La
razón es que el conjunto de normas que regulan el matrimonio está contenido en
la legislación civil o eclesiástica, de modo que no queda sujeto al principio
de autonomía de la voluntad; es decir, las partes no tienen capacidad para
establecer las reglas ni para realizar modificaciones. Lo que ocurre es que la
primitiva fuente de las normas que componen el estatuto matrimonial es la costumbre, integrada por una amalgama de
consideraciones (morales, religiosas, conductuales, técnicas y jurídicas) que surgieron
en un mundo dirigido por hombres con poder de disposición sobre la vida y la
muerte de los miembros del grupo. Trasladado al ámbito doméstico, tal poder
recibía el nombre de patria potestad
e implicaba el sometimiento de los hijos a la autoridad del padre, que entre
otras cosas había de autorizar el casamiento. Por ende, ningún sujeto tenía
entidad propia fuera de la comunidad social y familiar.
Este
fue el esquema que presidió las relaciones paterno-filiales hasta el siglo
XVIII. La primera crisis afectó a la naturaleza de la institución matrimonial.
A raíz del movimiento ilustrado y de la introducción del regalismo, la
monarquía de los Borbones asestó un golpe mortal a la religiosidad que había
dominado las cuestiones nupciales desde aquellos primeros tiempos. Lo que
durante siglos había sido un sacramento recuperó su condición contractual,
arrebatando a la Iglesia la influencia sobre uno de los puntales del equilibrio
social. El Estado se erigió entonces como entidad rectora del estatuto matrimonial,
en el que se incluía el requisito del consentimiento paterno. Pero este modelo
se implantó tarde, coincidiendo con la promulgación de las Pragmáticas de 1776
y 1803. Por aquel entonces, en los primeros años del siglo XIX, los cambios que
habían desatado las revoluciones americana y francesa eran ya imparables. Las
estructuras del Antiguo Régimen no resultaban operativas en un Estado que
comenzaba a abrazar el liberalismo, a desligar a los jóvenes del despotismo de
sus padres y de los viejos patrones de la obediencia y la honra. Por ello, la
segunda y definitiva crisis sobrevino en materia de fuentes. La Codificación,
contraria a la espontaneidad del Derecho, supuso una regresión en el
reconocimiento del componente consuetudinario que habían instaurado las
Partidas alfonsinas. Siguiendo las
huellas de Napoleón, los proyectos decimonónicos de Código Civil instituyeron
el principio del imperio de la ley, que por fin era completa, reguladora de
todos los aspectos de la esfera pública y de lo privado. Había menos lagunas
que cubrir y menos preceptos por aclarar, con lo que se redujo la necesidad de
la costumbre.
En
definitiva, la progresiva individualización que el ser humano ha experimentado
a lo largo de los siglos se ha traducido en la desvinculación de los antiguos
patrones de obediencia al padre por los que se regía la comunidad. Después de
varios proyectos, el proceso cristalizó con la promulgación del Código Civil de
1889, que consagró la libertad individual y la incoercibilidad del
consentimiento matrimonial como principios vertebradores de las relaciones en
el ámbito familiar.
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Guirola, “La forma del matrimonio hasta el decreto ni temere”, Ius canonicum
13, nº 25 (1973): 183.
[29] Gacto
Fernández, “El marco jurídico…, 47.
[30] Los que se
celebraban, según la RAE, expresando su consentimiento los contrayentes ante
testigos aptos y un sacerdote con jurisdicción, pero no requerido para ello.
Eran válidos, pero no lícitos.
[31] Nora Siegrist
de Gentile, “Dispensas y libros secretos de matrimonios en la segunda mitad del
siglo XVIII y la primera del XIX en actuales territorios argentinos”, Revista de Historia regional y local 6,
nº 12 (2014): 24.
[32] Ibíd.
[33] Daniel Baldellou
Monclús, “Transgresión y legalidad en el cortejo del siglo XVIII: el secuestro
de mujeres en la diócesis de Zaragoza”, Studia
histórica. Historia Moderna 38, nº 1 (2016): 156.
[34] Francisco
Chacón Jiménez y Josefina Méndez Vázquez, “Miradas sobre el matrimonio en la
España del último tercio del siglo XVIII”, Cuadernos
de Historia Moderna, nº 32 (2007): 64.
[35] Isabel Morant
Deusa, “Amor y matrimonio. El discurso ilustrado”, en Organización social y familias. XXX Aniversario Seminario Familia y Élite
de Poder, dirigido por Francisco Chacón Jiménez y Juan Hernández Franco
(Murcia: Editum. Ediciones de la Universidad de Murcia, 2019), 174.
[36] Baldellou,
“Transgresión y legalidad…, 156.
[37] Antonio López
Amores, “El arte del buen casar: matrimonio y viudedad en el siglo XVIII
valenciano”, Asparkía, nº 30 (2017):
52.
[38] José Pablo
Blanco Carrasco, “Desobediencias domésticas. Los jóvenes ante el modelo de
autoridad familiar moderno”, en Jóvenes y
juventud en los espacios ibéricos durante el Antiguo Régimen. Vidas en
construcción, dirigido por José Pablo Blanco Carrasco, Máximo García
Fernández y Fernanda Olival (Lisboa: Edições Colibri, 2019), 47.
[39] Id.
[40] Margarita
Ortega López, “Género e Historia Moderna”, Contrastes:
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[41] José Pablo
Blanco Carrasco, “Notas sobre la desobediencia intergeneracional durante los
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modernos 9, nº 38 (2019): 332.
[42] Cristina Enríquez
de Salamanca, “La mujer en el discurso legal del liberalismo español”, en La mujer en los discursos del género: textos
y contextos en el siglo XIX, dir. por Catherine Jagoe, Alda Blanco y
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[43] Ibíd.
[44] Gloria Franco
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[45] Isabel
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[46] Blanco,
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[47] José María
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[48] María Eugenia
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[49] Mónica Beatriz
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[50] Ibíd.
[51] Daniel
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de la pragmática de 1776 en los matrimonios aragoneses”, en Escenarios de familia: Trayectorias,
estrategias y pautas culturales, siglos XVI-XX, dir. por Juan Francisco
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[52] Laina,
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[53] Bridarolli,
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[54] José María
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[55] Laina,
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[56] Id.
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[69] Ibíd.
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[71] Id.
[72] Peset,
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[76] Ibíd.
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[81] Ibíd.
[82] Carlos Lasarte
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[83] Laina,
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[84] Laina,
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[85] Id.
[86] Carlos Lasarte
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[87] Gabriela Cobo
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