Doi:
https://doi.org/10.17398/2695-7728.36.423
EL NACIMIENTO DE LA NACIÓN ESPAÑOLA: NOTAS PARA UN BREVE ESTUDIO
HISTÓRICO
THE BIRTH OF THE SPANISH NATION: NOTES FOR A
BRIEF HISTORICAL STUDY
Manuel Andreu Gálvez
Universidad Panamericana,
Mixcoac, México
Recibido: 27/11/2020 Aceptado: 28/01/2021
Resumen
Esta pequeña monografía
tiene la intención de subrayar algunas notas importantes sobre la conformación
de la nación española, en lo que fue un largo proceso de nacionalización que
acabó triunfando en las postrimerías del Antiguo Régimen, y que, tras ser
llevado a la práctica en los primeros años del siglo XIX, culminaría en el
Estado-nación romántico decimonónico.
Palabras clave: Nación histórica, patria, Nación política, nacionalismo, constitución,
ley, Estado-Nación.
Abstract
This brief paper
seeks to emphasize some important notes about the configuration of Spanish
nation. It was a large nationalization process that succeeded at the end of the
Old Regime and that culminated in the 19th century romantic nation-state after
being applied in the early years of this century.
Keywords: Historical
nation, homeland, political nation, nationalism, constitution, law,
nation-state.
Sumario: 1.
Introducción histórica al concepto de nación hispánica. 2. Vetas nacionales en
la Edad Moderna española. 3. La puesta en funcionamiento de la Nación. 4.
Conclusiones
1.
INTRODUCCIÓN HISTÓRICA AL CONCEPTO DE NACIÓN HISPÁNICA
Sin
lugar a dudas, una de las nociones teóricas que más problemas ha generado a
nivel socio/político es el significado de “nación”, así como la percepción que
tiene la sociedad de la misma. Difícil cuestión la que nos atañe, puesto que,
como mantiene Tomás Pérez Vejo, “la nación no es, sino que se cree en ella; es
un relato”.[1]
En este sentido, resulta complejo objetivar de forma generalizada un tema tan
controvertido, pues al adentrarnos en un terreno como este, bajo una esfera en
la que actúan los distintos imaginarios colectivos, es complicado llegar a una
solución satisfactoria que resuelva las controversias que afectan actualmente a
nuestra colectividad.
Dicho
esto, y dejando a un lado las tesis politológicas y modernistas que
implementaron a partir de los años sesenta autores de la talla de Gellner,
Anderson o el propio Hobsbawn –en donde se defendía que el surgimiento de la
nación iba aparejado al de la corriente nacionalista decimonónica–, y que
fueron desarrolladas en el ámbito hispánico por autores como José Antonio
Maravall y José Álvarez Junco, la realidad de este fenómeno se vuelve mucho más
enmarañada y difícil de sintetizar si dejamos de razonar de manera
esencialista.
Asimismo,
me gustaría dejar claro de forma anticipada que, en un trabajo tan escueto como
este, no pretendo colmar todas las lagunas que existen alrededor de un asunto
de tal calibre, ni agotarlo con la amplitud suficiente que se requeriría, sino
aportar algunas ideas revisionistas de autores presentes a la cuestión. Además,
para abordar el surgimiento de la nación rescataré aspectos importantes que
desarrollan dos tendencias claramente diferenciadas: por un lado, los recientes
estudios de Juan Pablo Domínguez Fernández,[2]
que arrojan una serie de ideas novedosas a tener en cuenta respecto al
surgimiento de la nación –como por ejemplo la clara diferenciación entre el
nacionalismo y el Estado–,[3]
y en otra línea, las tesis del tradicionalismo hispánico, que pese a estar en
buena medida influenciadas por la corriente modernista, guardan varias aristas
de singularidad que son interesantes matizar, rescatar y diferenciar de la
anterior tendencia.
Según
Juan Pablo Domínguez Fernández, los nacionalismos del siglo XIX se construyeron
bajo materiales retóricos muy anteriores a la idea de nación como identidad de
tipo colectivo, por lo que se deben rastrear sus cimientos antes de las
corrientes clásicas decimonónicas.[4]
En esta línea, y sin pretender caer en los mitos que el liberalismo ensambló
después bajo la corriente del nacionalismo en la construcción del estado
liberal –grandes pensadores de la talla de Julián Marías han visto en la nación
española una entidad milenaria bajo unas particularidades únicas, con una serie
de conciencias compartidas y sobre un territorio que predisponía su
advenimiento incluso–, primero trataré de explicar cómo se fue desarrollando el
sentido de nación que hoy apelamos, así como las influencias del vector
nacionalista que también se iban entrelazando desde mucho tiempo atrás. Esta
noción se articularía en una línea claramente diferenciada con respecto a la
nación como “patria”, que poseía un sentido de pertenencia a la tierra, a las
tradiciones y a los antepasados de uno mismo –muy distinto al patriotismo
moderno, debido a la cada vez mayor distanciación entre la persona y su
entorno, en un constructo mucho más amplio que el que poseía por ejemplo una
persona en el siglo XIII–.
De
este modo, partiré de la diferenciación entre la nación y el estado-nación, o,
en otras palabras, de la distinción tripartita entre la nación en sentido
histórico, del vector nacionalista que se irradia durante la Edad Moderna y
eclosiona tras las Cortes de Cádiz y la guerra contra Napoleón a comienzos del
siglo XIX, y del nacionalismo del último tercio de dicho siglo. Y es que, como
sostenían los citados Pérez Vejo y Domínguez Fernández, la nación es una
comunidad imaginada que sirvió para justificar la creación de estados, así como
las unificaciones imperiales/supraestatales decimonónicas. Bajo una visión
semejante a la de Juan Pablo Domínguez, Ullate Fabo destaca que existía un
nacionalismo latente, en donde se estaba formando una idea de España en sentido
nacionalista décadas antes de la Guerra de Independencia.[5]
Por
consiguiente, no cabe duda de que todos los actores que vivieron el final del
siglo XVIII poseían influencias más o menos marcadas de este nacionalismo
subyacente. Tanto los serviles –el término absolutista es erróneo en mi
opinión, pues no se ajusta a la realidad que se vivía en la Monarquía
hispánica, pese a que se había vuelto mucho más centralizada tras los intentos
de nacionalización que los Borbones llevaron a cabo– como los liberales tenían
interiorizado que la comunidad política era ya una realidad, aunque sin llegar
a una materialización consumada bajo los símbolos que décadas después se
implantarían.[6]
Es
posible que la idea de España, como realidad protonacional, surja desde la
época de los Reyes Católicos,[7]
aunque una cosa es que ese vector nacionalizador se intente aplicar, y otra
cosa bien distinta es que se implante y triunfe dicha realidad en la
cosmovisión española del Antiguo Régimen. Es cierto que, desde las
recopilaciones del derecho común y su recepción se empieza a fortalecer la
institución monárquica, así como el poder político de una entidad que no era
monolítica, pues ya no tenían nada que ver sus Católicas Majestades con los
caudillos y reyes-jueces de la Antigüedad Tardía.
Pero,
y pese a que en el sentido moderno se empezara a utilizar por algunos sectores
la idea de España como elemento identitario y centralizador –para Juan Pablo
Domínguez son varios los que introducen este discurso en la Edad Moderna, como
los casos de López Madera o de José Pellicer– bajo
un modo de ser ancestral que partía desde los mitos prototípicos de Don Pelayo,
de la Reconquista o de los concilios visigodos del final de la Edad Antigua, no
creo que podamos identificar esta mentalidad crecientemente nacional y todavía
en conformación, con la idea política encapsulada en un espacio determinado, y
bajo la simbología que mantiene vivo el imaginario social. Un buen ejemplo es
el de Melchor Gaspar de Jovellanos, quien a finales del siglo XVIII se queja de
que la nación carecía de historia y había que dársela –realidad que ya era
totalmente efectiva a finales del siglo XIX bajo la mecanización del
liberalismo según Alcalá Galiano–.[8]
En
consecuencia, sí creo que existía una mentalidad nacional cimentándose antes de
la Edad Contemporánea, pero, por otro lado, pienso que no era todavía acorde
con el nacionalismo puro que se implementó un siglo después en el apogeo de
dicha ideología. Además, la realidad histórica que se vivía en el mundo
hispánico durante el Antiguo Régimen distaba mucho de una lógica como esta. Al
ser un proceso muy espacioso, y que culminaría después de que la revolución
configurara la ciudadanía bajo las repúblicas actuales, se debería hacer una
introspección meticulosa de diferentes acontecimientos que fueron modificando
las instituciones históricas en el arquetipo español, puesto que no fue un
cambio que se diera de forma inmediata.
2. VETAS
NACIONALES EN LA EDAD MODERNA ESPAÑOLA
En
el caso de la Monarquía hispánica, tras el paso dado por los Reyes Católicos y
su bisnieto Felipe II –también en esa misma dirección– continuó una política de
un mayor centralismo en el siglo XVII, asimilándose en buena medida a la del
país galo –aunque no tan marcada–, y siendo en este contexto cuando estalló el
conflicto en Cataluña y Portugal para 1640, durante el reinado de Felipe IV.[9]
La tensión que se palpaba cuando el Conde Duque de Olivares le propone al Rey
que invente el término político de España en el sentido francés –y que no
triunfa ni podía triunfar todavía dadas las características de la Monarquía
polisinodial/Monarquía compuesta–, es una clara muestra de este vector
alternativo a la realidad política de la historia hispánica, que con el paso de
los años todavía se haría más profunda en su fractura tras los Decretos de
Nueva Planta y el Despotismo Ilustrado de finales del XVIII.[10]
Asimismo,
hasta el final de la Edad Moderna no se podían apreciar esos espíritus
colectivos milenarios del discurso romántico, que desde el siglo XVIII ya se
inocularon tanto en los sectores reaccionarios como en las filas liberales. Es
decir, el discurso nacionalista latente empezaba a cobrar fuerza en los actores
que iban a protagonizar el espacio convulso de la revolución. Según Domínguez
Fernández, el romanticismo era sobre todo la exacerbación de una serie de
sentimientos e ideas que ya existían, adquiriendo el Volkgeist una carga política a partir de 1810-1820, que había sido
desconocida hasta entonces.[11]
En
la línea de lo que apuntaba Baltasar Gracián en los siglos centrales de la Edad
Moderna: “En la Monarquía de España, donde las provincias son muchas, las
naciones diferentes […] imperio universal de diferentes provincias y naciones”,[12]
se observa una realidad que difiere con la mentalidad moderna, aunque bien es
cierto que empiezan a coincidir distintos autores bajo esa corriente
protonacional, en que las leyes deben adaptarse al humor de los distintos
pueblos, gobernándose de manera más cómoda si sólo se componen de un único
humor nacional –como en el caso de Francia–.[13]
Según
Torres Sans, el humor catalán se utilizaba para difundir la propaganda anti
castellana, pero sin la importancia política que se puede pensar, ya que dicha
cultura pertenecía al más amplio humor español[14]
–esa nación de naciones culturales que componen la Monarquía hispánica durante
la Edad Moderna–. Es decir, Cataluña se integraba dentro de una realidad cada
vez más compleja, en donde una multiplicidad de naciones componía a nivel
general la Monarquía compuesta/Monarquía católica.
Por
lo tanto, al ser la nación un concepto polisémico, en el contexto del Antiguo
Régimen deberíamos diferenciar entre: la nación en sentido de los que hablan la
misma lengua, pertenecen a una misma realidad sociopolítica y poseen una
cultura similar, de la idea de nación como entidad colectiva artificial y
fundamento de la soberanía –aunque sin desechar el vector protonacional, que va
avanzando de forma paralela al ambiente de aquellos siglos hasta su eclosión en
los nacionalismos decimonónicos por antonomasia–. Por eso mismo, los
nacionalismos recientes toman elementos pasados, bajo una construcción lánguida
y paulatina que nos revelan diferentes acontecimientos de nuestra historia
palmariamente.[15]
En
esta misma línea, y según lo que Domínguez Fernández sostenía líneas atrás, la
identidad nacional de España fue utilizada antes de la contemporaneidad como
argumento de centralización política. Así, el intento de introducir el sentido
nacionalizador se puede ver reflejado por las ideas de Juan de Salazar y otros
teóricos del XVII, donde ya se pueden apreciar mitos como el de los pactos
primitivos de la Reconquista, los concilios visigóticos, la teoría de una
supuesta descendencia de Túbal contra los invasores, o la figura de don Pelayo
como raíz nacional.[16]
Sin
perder de vista esta influencia teórica en los relatos míticos, vuelvo a la
realidad que se vivía en los territorios de aquel tiempo. Como bien señala
Xavier Torres Sans en su libro “Naciones en una sociedad sin nacionalismo: identidades
protonacionales de la Europa del Antiguo Régimen”, ni siquiera el pasado común,
la misma cultura y la identidad colectiva de tipo nacional que tenían
aparejados los pueblos, conllevaban el patriotismo entendido en tiempos del
Antiguo Régimen, que por supuesto, se debe diferenciar del actual, ya que se
trataba de un patriotismo sin nación [no hay estados nacionales aún].[17]
“Efectivamente, la innegable idiosincrasia
–étnica o cultural– de la nación catalana en el seno de la Monarquía hispánica
raramente devino en la verdadera fuente de una genuina identidad política
catalana en aquel contexto […] Existía una identidad política catalana y una
genuina nación catalana, [donde] el patriotismo de los siglos XVI-XVII fue de
carácter constitucional [en sentido histórico], antes que étnico o nacional. Su
razón de ser no estribaba en una lengua o cultura distintivas, ni mucho menos
en la reivindicación de cualquier género de concordancia entre el Estado y la
nación a la manera del nacionalismo contemporáneo, sino en la defensa de unos
privilegios o derechos colectivos estamentales y desiguales”.[18]
Siguiendo
con el ejemplo catalán, estas diferenciadas prerrogativas eran las que marcaban
los fundamentos de una identidad política protonacional, aunque bajo unas libertades
y privilegios que no eran iguales para todos los estamentos catalanes, por lo
que nos podríamos preguntar si al no haber unanimidad, el protonacionalismo
haya sido un asunto de exclusivo interés por parte de las élites locales.[19]
Ese
protonacionalismo elitista al que nos referimos, es claramente palmario si
observáramos la forma de vida de cualquier núcleo comunitario rural hasta bien
entrado el siglo XX. Dichos grupos estaban alejados de la posición
nacionalista, así como del sentido que nosotros tenemos hoy de la propiedad
privada. Hasta finales del siglo XIX y principios del XX, las tierras eran
comunales y señoriales, sin que tuviera todavía cabida en el mundo rural la
propiedad privada burguesa, y mucho menos el capitalismo de consumo, que se
empezó a expandir de las poblaciones urbanas hacia las zonas rurales hace
apenas unas décadas.[20]
El
relato de las comunidades imaginarias que se empiezan a extender de manera
generalizada a nivel periférico y central [y entrando concretamente en este último
caso], sirvió para concretar de manera definitiva la implantación estatal. Así
como la revolución impulsó los nacionalismos, el romanticismo y la
contrarrevolución a la inversa de los postulados ilustrados, el nacionalismo
contemporáneo desarrolló la implantación del Estado liberal sobre el principio
de la soberanía nacional.
Además,
toda esta gran cantidad de mitos y tópicos que se fueron ensamblaron poco a
poco, y que se ajustaron de manera efectiva en la creación del Estado liberal
decimonónico, consiguieron proyectar un pasado histórico afín a una serie de
fuentes que legitimaran a la forma política de la modernidad por antonomasia.[21]
Por eso, las Hespañas de la Edad
Moderna, integradas bajo diversos reinos y sistemas jurídicos en una sola
Monarquía, no son comparables al Estado-Nación actual.
A
tal efecto, “los naturales de cada reino, quienes han nacido en él, componen la
nación de los castellanos o de los valencianos, de los vizcaínos o de los
aragoneses. No hubo en los naturales de cada tierra diferencia histórica,
jurídica y lingüística, [ni] una voluntad de independencia o de separación
respecto a los demás núcleos integrantes de la península española”[22]
–aunque sin ser grupos abiertos con estándares de vida en común que se
encontraran bajo un influyente fenómeno nacionalizador–.
Así
pues, la realidad de la Monarquía hispánica –que se conocía con el nombre de
Monarquía católica, y que ha sido examinada bajo su organización compuesta,
polisinodial, federativa y misional– no funcionaba bajo la lógica del
Estado-Nación. Es en este aspecto que, autores como los ya citados, mantengan
esta clara diferenciación entre la forma política de la Edad Moderna y los
influjos de la modernidad –en sentido filosófico–, y que fuera de las vetas
latentes que se descubren por varios de los estudios citados, no fue una
realidad en la práctica hasta la Edad Contemporánea tras la revolución liberal.
Siguiendo
una lógica parecida a la de la christianitas
maior, aunque sin pretender examinar a la Monarquía como una institución
monolítica, la christianitas minor que apoda Ayuso Torres bajo la influencia
terminológica de Elías de Tejada en la Edad Moderna,[23]
encarna una diversidad político-cultural que se encuentran bajo la sujeción a
la figura del Rey cristiano mediante el pacto, y no como si se trataran de
acuerdos políticos internacionales donde mediase una soberanía de tipo
nacional. En ese marco, Martínez Martínez incide en la acumulación territorial
que bascula sobre el Rey, que mediante un comportamiento asimétrico debía
ajustarse a la sustantividad propia que poseía cada territorio en función del
pacto, fueros, privilegios y libertades con las que contaban.[24]
Otros
connotados especialistas en el tema, como Herry Kamen o José Antonio Escudero,
señalan que el monarca y su conglomerado territorial habría que distanciarlo
del sentido moderno de soberanía –con un monarca que manda de forma distinta
según el territorio, ya sea como Rey, príncipe, duque o señor–,[25]
a lo que se adhiere Feliciano Barrios, quien manifiesta un funcionamiento
interno bajo estructuras propias y diferenciadas.[26]
Además, Gil Pujol sustenta que el sistema burocrático de entonces era muy
inferior a lo que sería nuestro modelo estatal, y fue por ello que el Rey y
otros personajes influyentes tenían mayor peso que la figura del soberano en
sentido convencional.[27]
Para
Faustino Martínez, la composición corporativa, estamental y pactista a la que
estaba sujeta el Rey, hacía que no pudiera triunfar el prototipo absolutista
francés que ha quedado en el imaginario del Antiguo Régimen –aunque el panorama
fue cambiando a partir del siglo XVIII–. Este autor destaca que en el reinado
de Felipe V se produjo un hecho insólito en toda la geografía europea, y es que
se liquidó el régimen jurídico-constitucional de uno o varios reinos con la
Nueva Planta[28]
–que como también detalla Morales Arrizabalaga, consistió no tanto en
centralizar sino en castellanizar; no es que se aplicaran las leyes castellanas
en Aragón, sino que se castellaniza el derecho en Aragón–.[29]
De esta manera, Martínez Martínez provee que el influjo
liberal respaldó la inversión del sentido político del Antiguo Régimen bajo la
homogeneización nacional.
3. LA
PUESTA EN FUNCIONAMIENTO DE LA NACIÓN
La
querencia hacia un poder absoluto, hacia un intento de nacionalización,
requería remover todo tipo de obstáculos que impedían su consecución por la
situación tan heterogénea que había antes de Modernidad. De este modo, el
propio Martínez piensa que el regalismo que se empleó con la Iglesia, las
juntas de incorporación para los señoríos, las reformas de propios y arbitrios
en los municipios, o la propia política de Vales Reales después, propiciaron un
nuevo panorama. Aun así, no se cristalizó ese poder absoluto que intentaba
nacionalizar, pero sí se modificó la forma de operar el poder público, donde
empezaron a tener un mayor peso las potestades económico-domésticas –de
mercantilización y libre mercado aperturista–, que la maquinaria jurisdiccional
tradicional.
El
llamado despotismo ilustrado, y en concreto la figura del intendente,
ejecutaron las medidas necesarias para servir a la Corona y su intento de
centralización-nacionalización, tras la famosa fórmula de “todo para el pueblo,
pero sin el pueblo”. Desde este momento, Faustino Martínez señala que se
empieza a hablar de la nación y del pueblo con un nuevo sentido, como una
comunidad política en construcción. En su opinión, se trataría de una especie
de artificio –la del vector nacional que hemos ido tratando desde tiempo atrás–
que fue obra de historiadores y filósofos, bajo la finalidad de deshacerse de
todos estos inconvenientes que impedían gozar de un campo de dominación sin
trabas.
Para
que el poder se pudiera ejercitar sin ataduras, sin las restricciones
corporativas y estamentales del Antiguo Régimen, el modelo de intendencias
primero, después el josefino, y finalmente el gaditano, revirtieron al estilo
federal la realidad política. La nación empezó a controlar a la provincia, y
esta al municipio. En España, José Bonaparte intentó en 1810 hacer algo
parecido a la implantación francesa de la nación soberana, iniciando una
división geométrica desde afuera. Al haber sido intocable la realidad de los
reinos hispánicos, eliminó la idea de espacio político en sentido tradicional
por la del espacio político homogéneo[30]
–pese a que, como hemos anticipado, el espacio político se iba desnaturalizado
desde siglos atrás, reemplazándose la vieja idea de bien común por la
justificación del poder en un sentido abstracto–.
Bajo
esta línea se utilizaron los accidentes geográficos y espacios administrativos
para equiparar de forma racional el poder. Así, Faustino Martínez rotula que la
nación decimonónica nace por varias influencias, como fueron la guerra contra
las tropas de Napoleón, la historia civil de España,[31]
la Ilustración hispánica, las guerras carlistas y la influencia de los
principios de la libertad-propiedad privada. Y es que, tanto los liberales
moderados como los liberales progresistas –y los reaccionarios o serviles con
su nacionalismo antiliberal–, compartían elementos que irán definiendo a la
nación. Así, décadas más tarde, moderados y progresistas irán creando y
perfeccionando el Estado liberal, a diferente velocidad, pero compartiendo un
mismo corpus ideológico, de ahí la nación en sentido moderno bajo las influencias
de los gobiernos moderados y progresistas.
Asimismo,
Juan Pro destaca que:
“El Estado es muy diferente al modelo
utilizado desde los Reyes Católicos hasta el siglo XVIII. El Estado en España
es propio de los siglos XIX y XX. A partir de 1808 se puede hablar de proyectos
para la conformación de un Estado. Hasta entonces era otra realidad política
[…] En la formación del Estado, no existían criterios democráticos que lo
legitimaban en el siglo XIX [por eso], la comunidad política, que es la nación,
se dota de un entramado institucional para gobernarse, que es el Estado,
[donde] la legitimidad se encuentra en la propia idea de nación […] Se aprueba
una constitución, una ley suprema, de la cual emanan todas las demás leyes,
decretos y reglamentos”.[32]
Por
consiguiente, el siglo XIX inicia con la mal llamada Guerra de la
Independencia, tratada en muchas ocasiones como si fuera una guerra
nacionalista, en donde no se puede negar el componente nacional, aunque sin que
se le pueda otorgar ese grado de madurez ideológica que con posterioridad
tuvieron los estados-nacionales –no se encentra todavía en el grado de
desarrollo del discurso nacionalista romántico, del espíritu colectivo
simbológico, y de las guerras en nombre de la nación–. En mi opinión, es cierto
que se estaba viviendo un proceso de cambio, aunque por ahora los factores como
el teológico y revolucionario-liberal tenían todavía un mayor peso.
Como
bien sustenta Domínguez Fernández, la defensa de la religión estaba por encima
del nacionalismo, que se hallaba entremezclado –por eso los discursos de la
época contienen y repiten los términos de independencia, soberanía, etc.–
Precisamente, este autor subraya varios ejemplos que nos revelan esta idea,
como es el caso de Castaños o Vélez, este último, reaccionario importante que
no veía con malos ojos a los franceses si no fuera por la oposición que tenían
ante la religión , o serviles como Francisco de Molle y Francisco Alvarado –el
famoso filósofo rancio– donde se refieren a una guerra nacional o al pueblo español
de modo genérico.[33]
A
esto es a lo que me refiero cuando destaco la preponderancia de factores no
nacionales en el conflicto, pero que empiezan a contener influencias de ese
proceso latente de nacionalización que se iba gestando con el paso de los años,
y que se irradia en todos los espectros ideológicos y actores del momento. A
comienzos del siglo XIX, esa idea de comunidad imaginaria bajo un espacio
político-económico, la habían interiorizado todos los protagonistas como
resultas del discurso racionalista y regalista, que dibujaban un cambio
revolucionario, pero sin llegar a plasmarse plenamente en ese proyecto político
nacional que décadas después culminaría.[34]
Además
del influjo josefino y la “Guerra de Independencia”, las Cortes de Cádiz
juridificaron la voluntad de la nación española. Para Aniceto Masferrer, no
cabe duda de que en este contexto histórico fue cuando la Monarquía española se
troncó en nación.[35]
El que la soberanía residiera en la nación, es una clara muestra de ese
principio liberal que hemos tratado con anterioridad, en donde se produjo un
verdadero cambio de paradigma a nivel práctico. Aunque la teorización nacional
sea previa, la plasmación de la ciudadanía como súbdita de un mismo espacio
político se llevó a cabo en Bayona y luego en Cádiz. A partir de entonces,
empezó a cobrar fuerza la definición contractualista mediante el acto de
soberanía, asumiendo el derecho de establecer sus propias leyes fundamentales
en la forma de gobierno que mejor conviniese.[36]
El
autor citado entiende que, esto que intentaron realizar los liberales en Cádiz,
se prolongó a lo largo de todo el siglo XIX sin consecuencias benéficas. “Fue
sin duda un intento fallido, habida cuenta de que jamás fueron capaces de
construir una realidad colectiva llamada España, con unos rasgos culturales
bien definidos y comunes a las diversas facciones políticas. En definitiva, el
liberalismo español [aquí englobaría, en mi opinión, la distinción entre
moderados y progresistas según la teoría de Balmes] no supo integrar la
diversidad cultural ni establecer un fundamento cultural de identidad. Es
cierto que el artículo 10 del texto gaditano mostró respeto a las
particularidades históricas de diferentes partes del territorio, peso siempre
bajo el prisma de un modelo territorial racionalista y ajustado a la
consagración del principio de soberanía nacional, sin ningún tipo de
reconocimiento identitario”.[37]
“Ante la incapacidad de construir una
nación sobre la base de un sustrato cultural sólido que integrara la riqueza y
diversidad cultural de la península ibérica, se optó, en consonancia con las
imperantes corrientes de corte racionalista y utilitarista, por una unidad –o,
mejor dicho, uniformidad– en base a una voluntad política en un contexto
histórico singular, el de la Guerra de la Independencia, que no sólo aunó los
territorios de la Monarquía española, sino que devolvió al pueblo la soberanía.
Esa uniformización u homogeneización se llevó a cabo por el derecho”.[38]
Y es
que, tiene razón al afirmar Masferrer que la ley convirtió en la práctica a esa
reunión de españoles en nación –cuando se articula la ley, realmente se
pronuncia la nación por el principio de representación nacional de las Cortes–,
aunque no debemos olvidar antes un importante matiz, como es el carácter censitario
de la soberanía en el siglo XIX. La teoría implementada por el liberalismo
podía ser esta, aunque se encontraba fuera de la realidad. La razón que me
lleva a afirmar esta opinión es que, no es posible atribuirle al pueblo ese
poder absoluto y perpetuo –en términos bodinianos– que tras la revolución había
recaído en una clase propietaria al servicio de esta nueva realidad
revolucionaria, y que se vería después acrecentado por la política
desamortizadora y la partitocracia.[39]
Así, la nación se implanta de forma efectiva como resultado de la voluntad, en
un largo proceso de construcción que hemos recorrido, pero que a partir del
siglo XIX adopta los elementos de legitimación con el concepto de la patria, el
pueblo, la constitución, la ley, el territorio, la soberanía o la
representación.[40]
Bajo
la idea de Sieyès, la nación fue un grupo humano caracterizado por unas leyes
comunes que unificaran las diversas tradiciones jurídicas, en donde el derecho
se redujo a la ley que se legitimaba por la voluntad general. Este instrumento
homogeneizador sirvió para poner en marcha el proyecto nacional [el del
Estado-nación decimonónico] de corte racionalista, voluntarista y de escaso
soporte cultural.[41]
En
definitiva, y acabando con una última reflexión de este autor, la conver-sión
de súbditos en ciudadanos e individuos de una nación no estuvo exenta de la
desnaturalización del derecho. Y es que, la reducción a una ley homogeneizadora
puesta al servicio de un proyecto nacional provocó que se prescindiese de la
riqueza y diversidad cultural pasada. A falta de un sustrato cultural común y
con cimientos poco sólidos, el proyecto nacional del siglo XIX, y la
construcción del Estado después, siguieron los principios gaditanos modernos
que hoy redundan en fricciones de una tradición política distinta a la de los
nacionalismos contemporáneos.
4.
CONCLUSIONES
Pienso
que la utilización que se hace del concepto de nación por parte de los actores
del Antiguo Régimen, se corresponde mejor con la idea de patria y el humor
característico de cada lugar, que con el significado terminológico que nosotros
le damos en el sentido nacionalista moderno. Josep Serrano Daura cree que es
importante señalar que esos intentos de nacionalización en el Antiguo Régimen –que
fueron gestándose de forma paulatina bajo la política de los Reyes Católicos,
Felipe II, Felipe IV o Felipe V– más bien se incardinan en una política para
nacionalizar el poder real y para forjar una monarquía unitaria.[42]
Pero
por otra parte, el que los autores y personajes de la Edad Moderna le den esta
equivalencia, no es óbice para advertir que el nacionalismo de finales del
siglo XIX –en la década de los ochenta ya se expresa por los foralistas el
sentido nacionalista contemporáneo–[43]
venía articulándose bajo los discursos que rescata Juan Pablo Domínguez
Fernández en múltiples apologetas. Aun así, el vector nacionalista que se iba
plasmando en las teorizaciones del Antiguo Régimen, no guardaba una total
similitud con la significación que nosotros le podemos dar desde nuestros días.
Es
por ello que, en el caso de la crisis catalana de 1640, no se plantea la
independencia entre dos sujetos políticos como pudieran ser Cataluña y España,
sino que se trata de un conflicto contra Francia por el Rosellón y la Cerdaña,
en donde influye de manera directa la política centralista de la Monarquía
hispánico-católica que encabeza el Conde Duque de Olivares. La imposición de
tributos para el mantenimiento del ejército hizo que las cortes catalanas se
opusieran a la estrategia de la Monarquía, produciéndose una corta secesión
antes de integrarse nuevamente tras comprobar las intenciones del país galo.
Lo
mismo sucedió unos años más tarde, y es que, siguiendo con este mismo ejemplo
catalán –prototípico de por qué no fueron guerras nacionales–, a la muerte de
Carlos II y del príncipe elector de Baviera se adentró el Viejo Continente en
un escenario internacional de sucesión dinástica, que no tiene nada que ver con
lo que se afirma desde la óptica ideológica nacionalista.[44]
De ahí que, una vez que los Borbones entran a reinar en la Monarquía compuesta
a partir del siglo XVIII, Cataluña pasa a ser una provincia más del gobierno
polisinodial. Es cierto que, cada vez más centralista que en tiempos de los
Austrias, pero aun así siguen siendo tratados como territorios del monarca –son
territorios del rey con las limitaciones del pacto–. El propio Felipe V dirige
escritos a los catalanes refiriéndose a ellos como nación catalana, ya que se
habla según el sentido de la época. Asimismo, a nivel internacional se utiliza
el término de España, como un conjunto geográfico/cultural de la Monarquía, que
no obedece a la realidad interna heterogénea que supone la multiplicidad de
reinos.
El
nacionalismo venía imbricado bajo factores de mayor peso en la sociedad, como
son por ejemplo los elementos de tipo teológico o de matriz liberal en la
Guerra de Independencia. En la primera fase, a principios del siglo XIX no
había todavía un proyecto político nacional que justifica las guerras y rebeliones.
No existe todavía esa madurez ideológica del nacionalismo decimonónico. Ese
nacionalismo superpondrá a la nación como el factor prioritario, pero por aquel
entonces eran estas otras cuestiones las que incidían en los conflictos
armados. Como sostenían Ullate Fabo y Domínguez Fernández, la diferencia es
fundamentalmente de grado.
Sería
en una segunda fase, cuando los ideólogos del nacionalismo lo superpusieron por
encima de todos los demás principios. Es importante tener en cuenta la
diferenciación entre el concepto de Nación –que históricamente hemos
desentrañado–, y el del Estado-nación decimonónico –el cual ya no hemos
ahondado en esta investigación–. En un estudio posterior, se podría decir que
en la construcción del estado liberal en España hubo una utilización del
nacionalismo para tal fin. Como afirma Pérez Vejo, toda esa política de
representar en imágenes a la nación milenaria por los Sorolla, Gisbert y la
financiación que hace el Estado liberal para poder conformar un ideario
nacional e imaginario colectivo, es algo que obedeció –como en la disciplina
histórica con autores como Menéndez Pelayo[45]–
a mitos nacionalistas para justificar el Estado liberal decimonónico –sin que
el nacionalismo se ajuste exclusivamente al liberalismo, pues es mucho más amplio
que el proyecto de Estado liberal–.
Los
discursos nacionalistas servirían, sobre todo, para crear y fortalecer los
Estados nacionales en los siglos XIX y XX, pero el desarrollo de la nación en
la construcción del Estado escapa a este breve estudio, que únicamente intenta
matizar algunas cuestiones en su surgimiento, sin pretender ahondar en la fase
del Estado-Nación.
REFERENCIAS
BIBLIOGRÁFICAS
Álvarez de Toledo, Cayetana. Juan
de Palafox, Obispo y Virrey. Madrid: Marcial Pons, 2011.
Ayuso Torres, Miguel. “Francisco Elías de Tejada en la ciencia
jurídico-política”. Anales de la
Fundación Elías de Tejada 3 (1997): 15-34.
Ayuso Torres, Miguel. La
Hispanidad como problema. Historia, cultura y política. Madrid: Consejo de
Estudios Hispánicos Felipe II, 2018.
Barrios Pintado, Feliciano La
gobernación de la monarquía de España: consejos, juntas y secretarios de la
administración de corte 1556-1700. Madrid: Boletín Oficial del Estado,
2015.
Durán Bas, Manuel. Memoria
acerca de las instituciones del derecho civil de Cataluña, escrita con arreglo
a lo dispuesto en el artículo 4º del Real Decreto de 2 de febrero de 1880.
Barcelona: Imprenta de la Casa de Caridad, 1883.
Escudero López, José Antonio. Curso
de Historia del Derecho. Fuentes e instituciones Político-administrativas. Madrid:
E.L, 1995.
Gil Pujol, Xavier. “Imperio, Monarquía Universal, equilibrio: Europa y
la política exterior en el pensamiento político español de los siglos XVI y
XVII”. Seminario, Universidad de
Barcelona y de Perugia, (1995): 3-25.
Gracián, Baltasar. El héroe, el político.
Madrid: Edaf, 2009.
Domínguez Fernández, Juan Pablo. “La idea de España en el discurso
Servil (1808-1814)”. Historia y política 49
(2019): 177-209.
Martínez Martínez, Faustino. “De re bibliographica (VII): Legislar en
tiempos del Antiguo Régimen”. e-Legal
History Review 29 (2019): 1-44.
Masferrer, Aniceto. “Nación y sustrato cultural”. En Para una nueva cultura
política. Dirigido por
Aniceto Masferrer. Madrid: Catarata, 2019.
Morales Arrizabalaga, Jesús. Pacto, fuero y libertades. El estilo de
gobierno del Reino de Aragón, su mitificación y uso en narraciones
constitucionales. Derebook, Lex
Regia, 2016.
Paredes Alonso, Javier. La España
liberal del siglo XIX. Madrid: Anaya, 1988.
Pérez Vejo, Tomás. España
imaginada. Madrid: Galaxia Gutenberg, 2015.
Serrano Daura, Josep. “Cataluña y España, breve historia de un difícil
encaje (s. XVII_XXI)”. En El Estado en la
encrucijada: retos y desafíos en la sociedad internacional del siglo XXI. Dirigido
por Carlos Espaliú Berdud. Pamplona: Thomson Reuters Aranzadi, 2016.
Tomás y Valiente, Francisco. Manual
de Historia del Derecho Español. Madrid: Tecnos, 2004.
Torres Sans, Xavier. Naciones sin
nacionalismo: Cataluña en la Monarquía hispánica (siglos XVI-XVII).
Valencia: PUV, 2008.
Ullate Fabo, José Antonio. “Desproporción y literalidad en la genealogía
de la pietas. A los 200 años de la independencia mexicana”. En La fractura del mundo hispánico: Las
secesiones americanas en su bicentenario. Dirigido por Rodrigo Ruíz Velasco Barba y Manuel Andreu
Gálvez. Pamplona:
EUNSA, 2019.
Ullate Fabo, José Antonio. “La Monarquía hispánica como forma política”.
Revista Verbo 535-536: Serie LIII
(2015): 187-204.
Manuel Andreu Gálvez
Área de Historia del Derecho
Facultad de Derecho
Universidad Panamericana,
Mixcoac, Ciudad de México
[1] Tomás Pérez Vejo, España imaginada (Madrid: Galaxia Gutenberg, 2015).
[2] Cfr. Juan Pablo Domínguez Fernández, “La idea
de España en el discurso Servil (1808-1814)”, Historia y política 49, (2019): 177-209.
[3] Concuerdo plenamente con este autor en una
cuestión, y es que el Estado en
España se materializa en el siglo XIX. Según su visión, el error es
precisamente identificar nacionalismo y Estado. Además, afirma que habría que
distinguir entre el discurso nacionalista, que ve a las naciones como espíritus
colectivos y eternos que protagonizan la historia –teoría que surge sobre todo
con el romanticismo–, de la nación propiamente dicha –y que yo aúno a la visión
que el tradicionalismo hispánico sostiene en parte–. Y es que, a diferencia de
la tesis modernista, en donde las naciones no podrían existir de forma previa
al nacionalismo que configura a los estados nacionales decimonónicos, desde
tiempo atrás se venía gestando una identidad de tipo nacional. En este sentido,
Juan Pablo Domínguez Fernández afirma que los liberales se sirven del discurso
nacionalista para construir el Estado decimonónico, al igual que se construían
imperios supraestatales bajo la misma lógica. Del mismo modo, mantiene que los
reaccionarios se apoyan en ese mismo discurso para atacar la ilustración, el
liberalismo, la revolución y hasta el Estado. Domínguez, La idea de España en el discurso Servil…,
177-209.
[4] Cfr. Domínguez, La idea de España en el discurso Servil…, 188-190.
[5] José Antonio Ullate Fabo, “Desproporción y
literalidad en la genealogía de la pietas. A los 200 años de la independencia
mexicana”, en La fractura del mundo hispánico: Las secesiones americanas en su
bicentenario, dirigido por Rodrigo Ruíz Velasco Barba y Manuel Andreu
Gálvez (Pamplona: EUNSA, 2019), 453-486. José Antonio Ullate Fabo, “La
Monarquía hispánica como forma política”, Revista
Verbo 535-536: Serie LIII (2015): 187-204.
[6] Según José Antonio Ullate, para acercarnos al
problema de la nación, el concepto de espacio político es clave (como espacio
homogéneo desnaturalizado), y que reemplaza a la vieja idea de bien común
ligada a la proporción de los individuos. Afirma incluso que, el espacio
político de la nación es una invención abstracta; es una nueva concepción de
bien común que no tiene una cercanía con la polis
o el lugar donde naces (verdadero sentido de patria en sentido clásico). Por
esta razón se da la ligazón entre dos personas que nada tienen que ver
geográficamente dentro de una misma realidad. El estar desligados de ese
vínculo de cercanía provoca un reemplazamiento de la experiencia política para
justificar el poder. Ideas sacadas de Ullate, La Monarquía hispánica como forma política…, 187-204. Y, Ullate, Desproporción y literalidad en la genealogía de la pietas…, 453-486.
[7] En los trabajos referenciados anteriormente se
desarrolla de forma general este cambio de paradigma.
[8] Pérez Vejo, España
imaginada…, 616 pp.
Nuevamente se puede ver cómo existía
ese vector nacional en sentido moderno, que buscaba ser implementado para
sustituir al modelo tradicional que todavía existía en la geografía española
por aquel entonces.
[9] Como trata Ayuso Torres, la política
centralista que llevó a cabo el Conde Duque de Olivares, imitadora de Francia,
produjo el levantamiento de diferentes sectores de la Monarquía católica al
querer seguir apegados a sus leyes y tradiciones históricas (algo que es del
todo razonable y que él comparte). Pero ello es muy distinto al mito inventado
por el nacionalismo catalán, pues no existe ninguna dialéctica desde la
Cataluña medieval hasta la contemporaneidad en sentido de separación o
secesión. “Pretender, por ejemplo, que la Guerra de Sucesión es una guerra
nacional es tremendamente falso, lo cual obedece a una manipulación posterior,
producto de la ideología nacionalista que ve con los ojos del nacionalismo
moderno toda la realidad histórica, la distorsiona a la luz de los prejuicios
del nacionalismo contemporáneo”. Véanse los múltiples artículos y libros de
Ayuso Torres en la Revista Verbo, entre ellos, uno de los más recientes: Miguel
Ayuso Torres, La Hispanidad como
problema. Historia, cultura y política (Madrid, Consejo de Estudios
Hispánicos Felipe II, 2018), 1-120.
[10] “En un Memorial secreto dirigido por el
conde duque de Olivares a Felipe IV en 1624, en el que le recomienda cómo debe
gobernar y comportarse con los diferentes estamentos sociales y con los
distintos reinos de España, Olivares aconseja explícita y rotundamente al rey
la unificación del Derecho sobre la base del de Castilla. Tenga V.M. por el
negocio más importante de su Monarquía –dice Olivares– el hacerse rey de
España: quiero decir, señor, que no se contente sino que trabaje y piense, con
consejo mundano y secreto, por reducir estos reinos de que se compone España,
al estilo y leyes de Castilla sin ninguna diferencia, que si V.M. lo alcanza,
será Príncipe más poderoso del mundo. El consejo de Olivares es bien claro: lo
que él intenta es suprimir la personalidad jurídica y política de los reinos,
convertir esa plural y compleja realidad de los reinos y naciones [en el
sentido de entonces] de España, en una realidad jurídica y política homogénea y
unificada sobre la base del Derecho de Castilla. De momento, hasta finales del
siglo XVII esta tentación unificadora y castellanizante no prosperó. Pero las
tentaciones suelen ser compulsivas, se repiten, sobre todo si están dentro de
la coherencia interna de las cosas; en este caso, de la lógica interna del
poder entendido como absoluto. En el siglo XVIII la tentación se repitió, con
distinto resultado”. En Francisco Tomás y Valiente, Manual de Historia del Derecho Español, (Madrid, Tecnos, 2004),
283.
Otro ejemplo que atestigua esta
fricción hacia la política nacionalizadora en tiempos de Felipe IV y Olivares,
es la crítica del Beato Juan de Palafox y Mendoza: “Al fin, señor mío, Vuestra
excelencia me de licencia para decirle que no se perdió Portugal en Portugal,
ni Cataluña en Cataluña, sino dentro de Madrid. Y así se perderán las Indias
Occidentales como se han perdido las Orientales, porque donde se premian y
honran los excesos públicos, allí es donde se levantan los nublados que después
vienen a dar sobre los reinos que a fuerza de pecados y violencias y tiranías
se desunen y apartan de las coronas”. Palafox a Castrillo, 1648, fols. 14-18v,
en Cayetana Álvarez de Toledo, Juan de
Palafox, Obispo y Virrey (Madrid, Marcial Pons, 2011), 142.
[11] Ver notas al pie 3, 4 y 5.
[12] Baltasar Gracián, El héroe, el político (Madrid: Edaf,
2009).
[13] Domínguez Fernández se refiere en estos términos siguiendo la
obra de Xavier Torres Sans, ver nota al pie 15.
[14] Xavier Torres Sans, Naciones sin nacionalismo: Cataluña en la
Monarquía hispánica (siglos XVI-XVII), (Valencia, PUV, 2008), 15-24.
[15] El ya comentado Teorema
Imperial en tiempos de los Reyes Católicos de José Antonio Ullate, la
modernidad y colonialidad defendida por Enrique Dussel, o el conflicto de
intereses que plantea Olivares en tiempos de Felipe IV (por no hablar después
de los Decretos de Nueva Planta o el Despotismo Ilustrado) son ejemplos de
ello.
[16] Domínguez Fernández, fuera del trabajo citado, también ha
investigado estas vetas en autores españoles de la Edad Moderna
[17] Torres, Naciones sin nacionalismo…, 21.
[18] Torres, Naciones sin nacionalismo…, 21.
[19] Torres, Naciones sin nacionalismo…, 22.
Muy atinadamente, José Antonio Ullate se
cuestiona si existió en realidad una conciencia compartida por parte de los
hispano-cristianos de “Reconquista”, como en muchas ocasiones se suele
presentar este período de ocho siglos en la historia de España. En realidad,
“hasta el primer tercio del siglo XX, la existencia de los pueblos ibéricos [las Hespañas] era básicamente rural,
agrícola y rural. A partir de 1492, la literalización y creación de una lengua
culta es lo que va transformando esa antigua realidad”. El escritor navarro
señala que, un buen ejercicio para la difícil comprensión histórica es la obra
de Nicola Chiaramonte, “La Paradoja de la Historia”, en donde, lo que llamamos
historia los que nos dedicamos a ella de forma profesional, no tiene nada que
ver con lo que los protagonistas de los hechos vivieron en su propia piel. La
labor de un historiador es dar coherencia a un relato y buscar aristas para
poder explicar a los demás el problema, para hilvanar y dar sentido a algo que
muchas veces está muy lejos de la multiplicidad de factores que vivieron los
actores de aquel acontecimiento, sin una coherencia como la que pretendemos
transmitir al decantar/elegir qué cuestiones tomamos y cuáles no. Ver nota al
pie de página número 6.
[20] En este sentido coinciden varias de las
fuentes capitales de esta breve monografía, entre ellas Ullate, Domínguez o
Ayuso Torres.
[21] Autores como César Olivera
han tratado estas cuestiones en sus líneas de investigación más recientes.
[22] Francisco Tomás y Valiente,
Manual de Historia del Derecho Español…,
282
[23] Pese a que se resumen de
manera esencialista las rupturas que conforman el Estado moderno (y en mi
opinión son procesos que tienen una mayor amplitud temporal y complejidad que
la mera subsunción entre el ámbito católico y protestante), no le falta razón
al maestro Elías de Tejada cuando acota diferentes cambios paradigmáticos que
van a ser claves para entender el funcionamiento jurídico-político de los
tiempos modernos. Véase Miguel Ayuso Torres, “Francisco Elías de Tejada en la
ciencia jurídico-política”, Anales de la
Fundación Elías de Tejada 3 (1997): 15-34.
[24] Faustino Martínez Martínez,
“De re bibliographica (VII): Legislar en tiempos del Antiguo Régimen”, e-Legal History Review 29 (2019).
[25] José Antonio Escudero
López, Curso de Historia del Derecho.
Fuentes e instituciones Político-administrativas, (Madrid, E.L. 1995).
[26] Feliciano Barrios Pintado, La gobernación de la monarquía de España:
consejos, juntas y secretarios de la administración de corte 1556-1700 (Madrid:
Boletín Oficial del Estado, 2015), 602 pp.
[27] Xavier Gil Pujol, “Imperio,
Monarquía Universal, equilibrio: Europa y la política exterior en el
pensamiento político español de los siglos XVI y XVII” (Seminario, Universidad de Barcelona y de Perugia, Universidad de
Perugia, 16 de mayo de 1995). Edición en PDF.
https://cronicahistoria.files.wordpress.com/2014/08/gil-imperio-monarquc3ada-universal-equilibrio.pdf
[28] Ibidem
[29] Jesús Morales Arrizabalaga,
Pacto, fuero y libertades. El estilo de
gobierno del Reino de Aragón, su mitificación y uso en narraciones
constitucionales (Derebook: Lex Regia, 2016), 9-16.
[30] Martínez, De re bibliographica…, 1-44.
[31] Don Manuel Durán y Bas,
jurista foral catalán, en los años ochenta del siglo XIX ya acuña el nuevo
concepto de nacionalidad en sustitución de el de la antigua nación histórica,
que se enfrenta al modelo de la nueva nación española. Y es que, según este
jurista, la organización social de un pueblo se encontraba reflejada de manera
fidedigna en sus leyes civiles, de ahí la importancia del factor jurídico
civil.
Manuel Durán Bas, Memoria acerca de las instituciones del
derecho civil de Cataluña, escrita con arreglo a lo dispuesto en el artículo 4º
del Real Decreto de 2 de febrero de 1880, (Barcelona, Imprenta de la Casa
de Caridad, 1883), 1-106.
[32] Estas notas las desarrolla
en un libro conocido sobre el tema, titulado: Juan Pro, La construcción del Estado en España: Una historia del siglo XIX, (Alianza,
2019)
[33] Bajo las ideas que está tomando Domínguez Fernández en su
investigación, y que he tomado como base para gran parte de este trabajo por lo
novedoso y revisionista que guarda, llega a conclusiones de este tipo que
rompen con las teorías politológicas de los años 60-70 sobre el surgimiento de
la nación en tiempos muy posteriores.
[34] Ver notas al pie de Ullate
Fabo.
[35] Aniceto Masferrer, “Nación
y sustrato cultural”, en Para una nueva cultura política, dir.
por Aniceto Masferrer (Madrid, Catarata, 2019), 146.
[36] “Unos años antes, la
Comisión del Estatuto de Bayona señalaba la conveniencia de evitar la rivalidad
que se ha observado entre los habitantes de las diversas provincias de España,
efecto necesario de su antigua independencia, de sus guerras y privilegios
posteriores. <<Sería conveniente que por una ley constitucional se divida
la España en pequeñas provincias, con arreglo a su población y a sus límites
naturales. Entonces desaparecerían los nombres de vizcaínos, navarros,
gallegos, castellanos, etc. Sería más fácil a los jefes de los departamentos
atender al fomento de la agricultura e industria de los proporcionados
territorios de su jurisdicción, y se estrecharían cada día más las relaciones y
los vínculos que deben unir a una sola familia. En este caso convendría que en
las armas reales y del pabellón nacional no haya alusión a un reino en
particular>>. Bayona, 15 de Junio de 1808, Actas de la Diputación General
de los Españoles en Bayona, Madrid, 1874, p.114, en Aniceto, Masferrer, Nación y sustrato cultural…, 147 y ss.
[37] Aniceto, Masferrer, Nación y sustrato cultural…, 150.
[38] Aniceto, Masferrer, Nación y sustrato cultural…, 147 y ss.
[39] El profesor Ayuso Torres,
en alusión a Robert Michels (en la partitocracia) y a las desamortizaciones ha
publicado varios artículos que pueden ser de interés en la revista verbo.
Asimismo, el profesor Javier Paredes reconstruye la historia político-económica
del siglo XIX en su libro: Javier Paredes Alonso, La España liberal del siglo XIX, (Madrid, Anaya, 1988), 128 pp.
[40] “La nación española fue una
creación basada más en la voluntad política y en una concepción voluntarista
del derecho, que en el desarrollo de un sustrato cultural que integrara la diversidad.
La ley persiguió la uniformización u homogeneización. La ley orientó la
construcción nacional, evitando sin apariencia de ruptura con el pasado”.
Aniceto, Masferrer, Nación y sustrato
cultural…, 148.
[41] “Para los liberales
gaditanos (siguiendo el modelo francés) la nación debía ser una, y esto exigía
terminar con todas las diferencias existentes entre los habitantes de los
diferentes territorios […] Además, el término español debía reemplazar los
relativos territorios […] El principio que permitía terminar con el monstruo de
una nación que tenía provincias con diversos fueros fue el de la soberanía
nacional, pieza basilar del constructo de nación, consagrado el 4 de junio de
1811 <<La soberanía residía en la nación, que no es otra cosa que el
pueblo español>> Aniceto, Masferrer, Nación
y sustrato cultural…, 151.
[42] Josep Serrano Daura,
“Cataluña y España, breve historia de un difícil encaje (s. XVII_XXI)”, en El Estado en la encrucijada: retos y
desafíos en la sociedad internacional del siglo XXI, dirigido por Carlos
Espaliú Berdud (Pamplona: Thomson Reuters Aranzadi, 2016), 143-185.
[43] Como sostiene Serrano
Daura, los juristas forales del último tercio del siglo XIX ya utilizan el
nuevo concepto de nacionalidad, en oposición al de las naciones históricas
hispánicas y en contraposición a la vez con el de la nación española. Ver nota
al pie 32.
[44] Ver nota al pie número 10.
[45] José Antonio Ullate piensa
que Menéndez Pelayo constituye,
quizás, el ejemplo más acabado de lo que podríamos llamar la confección del
imaginario histórico de la restauración, que en nuestra formación se nos
presentó como una pura decantación objetiva de nuestro pasado.