Alberto SÁENZ DE SANTA MARÍA
VIERNA. La sucesión testada de Isabel la
Católica. Madrid: Fundación Matritense del Notariado, 2020. 265 pp. ISBN:
978-84-09-21383-2
En plena era de la tecnología, los símbolos siguen siendo
el combustible de la sociedad. Por eso el recuerdo de Isabel la Católica
(1451-1504), aquella niña que no estaba destinada a reinar, ha logrado
permanecer muy vivo en el imaginario colectivo español, soportando estoicamente
las inclemencias de la Historia. No obstante, como todo símbolo es susceptible
de reelaboración y reinterpretación, su figura ha sido objeto de incansable
debate a lo largo de estos seis siglos; ha cruzado el Paraíso y ha descendido a
los Infiernos, pasando de imagen mesiánica a villana usurpadora e intolerante y
a mujer transgresora, rupturista con los estrictos convencionalismos de su
tiempo.
Entonces, ¿cómo era realmente Isabel? Quizá no exista
respuesta para esta pregunta, pero si algo pone de manifiesto la obra que aquí
recensionamos –que lleva por título La
sucesión testada de Isabel la Católica– es lo mucho que las últimas
voluntades revelan acerca de una persona. Mediante el análisis de sus
disposiciones mortis causa, Alberto
Sáenz de Santa María Vierna –Notario de profesión–
descubre las aristas de este poliédrico personaje que a todos nos ha acompañado
durante la vida estudiantil.
Una visión diferente a la habitual, pues la sucesión no
suele abordarse desde el punto de vista de la práctica jurídica. Y eso es lo que hace especial este libro, que
no solo estudia el testamento de Isabel, sino que tiene un punto de vista mucho
más amplio, pues examina la total partición y adjudicación de su herencia, como
si se tratara de una cliente real en el despacho de un Notario. Ese planteamiento tan original influyó sin
duda en la concesión a este estudio de Derecho de sucesiones del Premio Juan
B. Vallet de Goytisolo, convocado por la
Fundación Matritense del Notariado en 2017 para conmemorar los cien años del
nacimiento del ilustre Notario, máximo especialista español en Derecho
sucesorio.
La Reina que aparece en estas páginas no es, por tanto,
ángel o demonio, sino una mujer que, debido a sus peculiares circunstancias,
tuvo que conjugar el papel de esposa, madre y cristiana devota con el de
gobernante, estadista y legisladora. Es una Isabel menos idealizada, que
deseaba poner en orden sus asuntos temporales antes de partir hacia la
eternidad. Ahora bien, la trascendencia que tales asuntos tenían para la nueva
estructura política que había construido junto a Fernando de Aragón superaba el
ámbito meramente familiar o dinástico. Sus últimas voluntades eran una cuestión
política, la culminación de “una obra de alcance universal que se inserta
plenamente en la Europa del Renacimiento”, como explica Manuel Fernández
Álvarez.
A diferencia de su marido, Isabel se negó a pensar en la
sucesión hasta que la enfermedad le hizo darse cuenta de que el fin de sus días
se acercaba. El título por el que se rigió su herencia,
dice el autor, está compuesto por tres piezas: Testamento, Codicilo y Memoria
Testamentaria, una multiplicidad que plantea ciertos problemas de interpretación
jurídica que se abordan en el libro. Lo que no debemos olvidar es que el
contenido de estas disposiciones no es simple ingeniería legal; responde
también al contexto sociocultural y a la geopolítica de principios del
Quinientos.
Recordemos que la Europa de los albores de la Edad
Moderna acababa de atravesar por una fase de guerras, hambre y pestes que,
sumadas a la corrupción del clero y al avance de los infieles por el
Mediterráneo, generaron un clima de incertidumbre. Cuando la Reina falleció en
1504, el mundo era el escenario en que se libraba la batalla entre las fuerzas
del bien y el mal por el dominio de las almas humanas. Esto se traduce en que
el componente sobrenatural tenía un peso significativo en el espacio mental de
los individuos, inquietos por el fenómeno del tránsito hacia la otra vida que
prometía la Iglesia. Tal era el temor al Purgatorio que la preocupación
principal de cualquier moribundo, independientemente del lugar que ocupara en
la pirámide social, era obtener la salvación. Por ello, el testamento
desempeñaba una doble función económica y espiritual: no solo constituía el
cauce para regular la disposición del patrimonio del difunto, sino también la
forma de impedir futuras disputas que obstaculizaran el cumplimiento de su voluntad
y de asegurar el descargo de su alma. En aquel entonces, a falta de un año para
la promulgación de las Leyes de Toro, la sucesión testada aún se regía por el
Ordenamiento de Alcalá de 1348, al que debemos la reforma de los rígidos
fundamentos romanos contenidos en las Siete Partidas y la consagración del
principio de respeto a la voluntad del causante.
El libro aborda muchas cuestiones relativas al Derecho
sucesorio de Castilla al tiempo de morir Isabel, pero como revela su mismo
subtítulo (El pago de deudas hereditarias
y la legítima castellana del XVI), se centra en dos grandes quaestio iuris.
El pago de las deudas de la herencia es la primera y en
ella el cambio respecto a nuestros días es total, por dos motivos. Porque en el siglo XVI ese pago tenía un
sentido trascendentemente religioso, imperativo para que el alma del testador
pudiera alcanzar la paz y el descanso eterno (“en descargo de mi ánima”). Y porque en ese siglo se perseguía que todas
las deudas de una persona debían ser pagadas y cumplidas a su muerte por sus
testamentarios (más que por sus herederos); de ahí la práctica de la almoneda,
tan frecuente entonces y hoy desaparecida. Podemos entender que el Derecho
occidental moderno, aparte de su evidente secularización, persigue la subrogación
de las deudas del difunto en las personas de sus herederos; sin embargo,
también contempla la posibilidad de que estos no tengan que hacerles frente. A
tal efecto, el Código civil de 1889 recoge la figura de la aceptación de
herencia a beneficio de inventario. Así, si el caudal heredado no cubre la
totalidad de las deudas del difunto, estas quedan impagadas en lo que excedan
de aquel. Solo con la aceptación pura y simple se asumen todas las deudas,
respondiendo en este caso el patrimonio heredado y el del propio heredero.
Luego la subrogación es voluntaria.
La segunda quaestio
iuris, la legítima de los descendientes, es el
tema que posee mayor interés científico entre los numerosos que se examinan en
el testamento. Expone Sáenz de Santa María que, a principios del siglo XVI, las
legítimas castellanas eran más amplias que las de nuestro Código civil: los
herederos tenían derecho a cuatro quintos del caudal, si bien cabía la
posibilidad de que el testador mejorase a cualquiera de ellos en “el tercio”, equivalente
a cuatro quinceavos. El otro quinto era de libre disposición, siempre que no se
destinara a extraños o personas ajenas a los descendientes. Como los dos hijos
mayores de la Reina de Castilla (Isabel y su sucesor Juan) habían premuerto sin
descendencia, el círculo de legitimarios quedó reducido a Juana, María y
Catalina. Conforme a la cláusula 23, Juana fue instituida “heredera universal”
de todos los reinos, tierras, señoríos y bienes raíces de su madre; en cambio,
sus dos hermanas pequeñas recibieron en herencia la dote que a cada una
correspondía por matrimonio. Ante esta situación, se pone en tela de juicio que
Isabel respetara las legítimas de María y Catalina. La opinión del autor –que
compartimos, en vista de los números que aporta– es que no se cubrieron sus
derechos, equivalentes a casi un 18% del total para cada una de ellas. Sin
embargo, puesto que la discusión fortalece la agudeza, creemos oportuno debatir
aquí acerca de la calificación jurídica del título en virtud del cual heredaron
estas dos hijas “perjudicadas”.
La teoría de Sáenz de Santa María es que, dado que
ninguna de ellas fue instituida heredera, se les pagó la legítima mediante una
donación inter vivos, esto es, a
través de la dote. En consecuencia, se habría producido (previa computación)
una imputación de donaciones, siendo la dote el título de atribución. La
pregunta que viene a continuación es inevitable: si la dote es una institución
propia del Derecho de familia, ¿es posible calificarla como “título de
atribución” de una herencia? Según el libro, se trata de un negocio jurídico
matrimonial con una proyección sucesoria, que “constituye un título de
atribución inter vivos que proyecta
sus efectos en el fenómeno mortis causa de
la herencia de la dotante, en tema de legítima”. Efectivamente, la dote es una
donación por razón de matrimonio que puede afectar a las legítimas, de ahí que
sea colacionable. Lo que ocurre es que esto no la convierte en un título de
atribución, ya que una persona hereda en calidad de lo que el causante haya
dispuesto en el testamento. Así que, al analizar la cláusula 39, no debemos
fijarnos en la palabra “dote”, sino en la palabra “mando”.
Nos conduce esto al siguiente punto de nuestro
planteamiento. María y Catalina, como reconoce el autor más adelante, sí
gozaban de la consideración de herederas. Primero porque así lo dispuso su
madre: “en las cuales dichas dotes, si e en cuanto neçesario
es, las ynstituyo [herederas]”; y segundo porque no
concurría ninguna de las once causas de desheredación previstas en el
Ordenamiento de Alcalá. El hecho de ser hijas legítimas de la causante las
convertía en herederas forzosas a ojos de la ley, con lo cual tenían derecho a
una cierta parte de la herencia y la obligación de colacionar sus dotes. La
evolución histórica de la colación ha sido ampliamente tratada por José María
Manresa y Navarro en sus Comentarios al
Código Civil español, trabajo que hemos consultado para elaborar esta
hipótesis. Si aplicamos su definición al caso de la Reina Católica, tendremos
que entender esta figura como la agregación al caudal materno de los bienes que
en vida dio a sus hijas para que, contándoseles en parte de su haber, no
resultaran perjudicadas las legítimas ni existieran desigualdades entre las
hermanas.
Teniendo esto en cuenta, podemos determinar cuál fue el
título hereditario de María y Catalina. El uso de la palabra “mando” en la
cláusula 39 nos conduce a pensar que heredaron a título particular, como
legatarias de parte alícuota. Al incluir en el testamento la fórmula “sean
contentas con las dotes e casamientos que yo les dí”, Isabel estaba disponiendo de una parte proporcional de
su patrimonio –de unos bienes indeterminados dentro del universum ius– en concepto de legado, pero sin
privar a sus hijas de la condición de herederas. El Ordenamiento de Alcalá, al
igual que el Código civil de 1889, preveía este caso tan particular, donde el
testador separa “una parte alícuota de la herencia” y la asigna como legado.
Cuando así ocurre, sigue diciendo Manresa y Navarro, la ley admite que el
interesado sea denominado legatario, aunque limita sus derechos y obligaciones
a fin de que sea solamente un sucesor a título singular. Por consiguiente, para
conocer la verdadera voluntad de Isabel la Católica hemos de entender sus
palabras de manera literal, sin complicados artificios. Y lo que la literalidad
nos transmite es que sus dos hijas pequeñas eran tan legitimarias como Juana,
constituyendo las dotes esa parte de la herencia que les correspondía por ley.
Igualmente, reseñable nos parece el estudio del codicilo
que complementa al testamento otorgado en Medina del Campo. Considera el autor
que su justificación no se encuentra en los contenidos propiamente codicilares
–dos legados en favor de las almas de quienes murieron sirviéndola a ella y a
su madre Isabel de Avís–, sino en otras materias
secundarias que nos permiten conocer nuevas facetas de la protagonista.
Mientras que el testamento se refería a cuestiones más personales, el codicilo
presentaba a una auténtica soberana. Por destacar solo algunas de las
cláusulas, nos centraremos en las relativas a los asuntos de Estado,
clasificadas en tres categorías que obedecen a los diferentes papeles de la
Reina: reformadora, legisladora y conquistadora.
Naturalmente, el primer compromiso que adquirió la Reina
Católica fue con la Iglesia. El historiador Tarsicio de Azcona explica con gran
acierto que “gastó media vida por orientar con perfección el hecho
eclesiástico, como quien se empeña en limpiar de malezas un bosque para
situarlo en un estado de crecimiento y de riqueza”. En la práctica, sus
esfuerzos se materializaron en una ambiciosa reforma religiosa que afectó a la
totalidad de los súbditos, desde el estamento eclesiástico hasta el pueblo
llano y las minorías étnicas. Una reforma que podemos incluir entre los pilares
del proyecto político que había orquestado junto a su esposo, de ahí que
ordenara comprobar que en los Monasterios se estuviera cumpliendo
diligentemente la obligación de cura de almas.
Resueltos los asuntos espirituales, el codicilo se
ocupaba del gobierno terrenal de cuantos territorios conformaban la Corona de
Castilla. Desde el punto de vista jurídico, la mejor herencia que Isabel podía
dejar a sus súbditos era una legislación sistemática, breve y sin
contradicciones que enmendara los defectos del Ordenamiento de Montalvo de
1484. Tras la proclamación de Juana como reina, sus pretensiones se hicieron
realidad. En 1505 se aprobaron las Leyes de Toro, descritas en La sucesión testada de Isabel la Católica
como “núcleo fundamental del Derecho privado castellano para materias tan
importantes como derecho de las personas, filiación, capacidad de la mujer y
otras materias de Derecho matrimonial y de Derecho sucesorio, así como la
relevante institución del mayorazgo”. Es más, este compendio legislativo que
Isabel proyectó en vida permaneció vigente hasta el siglo XIX a través de las
Recopilaciones, primero en la Nueva
Recopilación de Leyes de Castilla de 1567 y después en la Novísima Recopilación de las Leyes de España
de 1805.
El otro asunto terrenal que encomendó a Juana y a
Fernando fue la gobernación de las Indias, aquellos reinos transoceánicos que
se habían incorporado recientemente a Castilla. Como es bien sabido, las Bulas
Alejandrinas de 1493 habían confiado a los Reyes Católicos y a sus sucesores la
misión de evangelizar el Nuevo Mundo. Esto significaba dos cosas: que habían
sido elegidos por Dios para portar su mensaje y que se obligaban a asumir las
funciones tutelares de los naturales, cuyo desconocimiento de la fe verdadera
les colocaba en un estado de indefensión asimilable al de los niños. Por eso la
cláusula 11 hacía hincapié en el buen trato hacia los indios, a quienes debían
guiar mandando prelados, clérigos y religiosos que enseñaran la doctrina. Como
indica Sáenz de Santa María, esta última preocupación fue atendida mediante las
Leyes de Burgos de 1512, destinadas a garantizar el bienestar de los nuevos
súbditos de Castilla evitando potenciales abusos por parte de los españoles.
Siendo conscientes de que la obra encierra otras muchas
cuestiones relacionadas con las últimas voluntades de Isabel de Castilla, por
razones de espacio –y para no adelantar el contenido a los futuros lectores–
nos limitaremos a citarlas en este breve inciso final. Aunque el Testamento y Codicilo
conforman el eje central del texto, no se olvida Alberto Sáenz de Santa María
de las materias apendiculares que completan el rompecabezas que desarrolla a lo
largo de nueve capítulos: la Memoria Testamentaria, la figura del Notario
Gaspar de Grizio y la iconografía, con una mención
expresa al pintor Eduardo Rosales.
De la lectura de estos últimos puntos y de los anteriores
podemos concluir que el gran mérito de La
sucesión testada de Isabel la Católica es el tratamiento sistemático de las
complejas cuestiones de Derecho sucesorio. Contra todo pronóstico, es un
estudio científico, pero no está reservado en exclusiva a especialistas o
estudiantes; más bien es un trabajo de divulgación, asequible para cualquiera
que esté interesado en la materia gracias a la exposición razonada de los
tecnicismos que caracterizan a esta disciplina. Desde la óptica particular de
un Notario con una dilatada trayectoria, la obra que reseñamos nos transporta
hacia el prólogo de la Monarquía Hispánica a través de la mente de la
todopoderosa Reina de Castilla. Una mujer a quien, según Fernández Álvarez,
“Dios, y solo Dios había puesto en lo más alto. Y eso solo tenía una
explicación: que se esperaba de ella una alta misión que cumplir”.
En suma, el lector encontrará en este libro el permanente
análisis de las diferentes cuestiones desde una doble perspectiva, siempre
presente: la del Derecho civil (en
especial, el Derecho sucesorio) y la del Derecho notarial (el que regula los
documentos notariales). Por eso, cuenta con dos notas introductorias: la Presentación, a cargo del catedrático de
Derecho civil de la Universidad de Sevilla Guillermo Cerdeira Bravo de
Mansilla; y el Prólogo, a cargo de
Ignacio Martínez-Gil Vich, Notario de Madrid y Presidente del Jurado que
concedió el Premio. Dos avalistas de prestigio para las dos perspectivas del
trabajo ahora recensionado.
Elisa
Díaz Álvarez
Doctoranda
en Derecho (Historia del Derecho)
Universidad
de Extremadura
diazelisa005@gmail.com
https://orcid.org/0000-0002-9380-5902