Doi: https://doi.org/10.17398/0213-988X.35.703

 

 

 

Gabriel MORENO GONZÁLEZ. La democracia humanista. Sevilla: Editorial Athenaica, 2020, 200 pp. ISBN: 978-84-173-2595-4

La lógica de la ciencia jurídica, en notabilísimas ocasiones, es insuficiente por sí sola para comprender la vastedad de una realidad con la que, sin embargo, el jurista ha de lidiar en tanto es móvil de búsqueda de la prosperidad de las sociedades. Adecuando la conceptualización aristotélica, habría de ser el humanismo la nueva “intelección de intelección” (noésis noeséos) que actuara como motor de aquellos que, versados en Derecho, sin mermar el rigor propio de la ciencia, amplían sus miras más allá de lo jurídico en pos de una democracia plena; una democracia humanista.

En la obra aquí recensionada encontramos un riguroso estudio que, desde la humildad de su planteamiento, da sentido al porqué de la acción política orientada hacia la búsqueda y defensa de la democracia, aun y especialmente en tiempos de cólera. Gabriel Moreno González construye “La democracia humanista” desplegando las características del humanismo y afrontando sus crisis y embates actuales mediante la reformulación de la dignidad, el afán de perfección humana y cultivo de la virtud pública en libertad y el principio de unidad en la diversidad del género humano. Epiloga el autor con un Somnium donde Petrarca, Borges y Madame de Staël claman, desde un mirífico optimismo, por “mantener alta la llama de Prometeo” en un mundo donde la inhumanidad se pretende abrir paso en el Mare Nostrum.

La primera parte de la obra está dedicada al análisis de los rasgos caracterizadores del humanismo. El primero de éstos nace al considerar la carencia de una dignidad que vincule a la persona en las primeras teorizaciones clásicas del movimiento, desde la República romana. No es adventicio, como acertadamente se refleja, que el giro antropocentrista del Renacimiento sea coetáneo de un humanismo que ensalzó al sujeto y a la dignidad de éste abanderando la transición de la Edad Media a la Moderna y haciendo converger el legado antiguo de manera paulatina, desde Cicerón hasta el Platón de San Agustín pasando por Vitoria o Francisco Suárez, en aras de alcanzar la idea universal de dignidad humana (dignitas hominis) de Pico della Mirandola, que se desprende del trascendentalismo, siendo inmanente pero no materialista, autónoma pero no individualista y secular pero no atea. Esta nueva conceptualización será fuente intelectual de las primeras declaraciones de derechos y, subsecuentemente, de los primeros experimentos constitucionales que las sucedieron.

Se caracteriza el humanismo en segundo lugar por la aspiración a la perfección y el cultivo de la virtud pública en libertad. Se ilustra como paradigma de este hecho el ingenioso hidalgo de la Mancha, quien ante un mundo marchito alumbra un optimismo individual que no es otra cosa que la necesidad humana de enriquecerse espiritualmente por la vía de la cultura en su sentido normativo.

En directa relación con los anteriores, el tercer atributo definitorio es la tendencia a la unidad humana en la diversidad del ser, conditio de la propia humanidad. Esa unidad universal es buscada por el humanismo en el propio sujeto, no en la naturaleza que lo condiciona y rodea. Así pues, se deja de lado la concepción imperial del reino final sobre la tierra para abrazar un núcleo de comunión y copertenencia, que alejado de la uniformidad sobre la diferencia se fundamenta, como advirtió Chesterton, en un sustrato común, cultural y retórico inherente a nuestra condición.

La efectiva realización de estas tres características se vio ensombrecida por los embates de un capitalismo con una afección cada vez mayor a lo largo del siglo XIX y, especialmente, por las tragedias que asolaron a la humanidad en la primera mitad del siglo XX. Tras la advenediza II Guerra Mundial, con la llegada de los nuevos proyectos de paz supraestatales y los avances del Estado social de posguerra, a pesar de cuya porfía no se pudo completar el ideal humanista, el proyecto parecía afrontar un clima menos desfavorable pero marcado por los nuevos planteamientos de los tres maestros de la sospecha (en palabras de Ricoeur: Marx, Freud y Nietzsche).

El autor nos recuerda que la crisis actual del Estado Social, la mutación de sus estructuras, los ritmos existenciales de las personas sumidas en la posmodernidad y la mercantilización del mundo han llevado al ser humano al desprecio de los saberes humanísticos en favor de la especialización práctica y la dedicación quasi absoluta a la búsqueda del beneficio económico mediante la actividad industrial o laboral, convirtiendo al hombre posmoderno, en palabras de Byung-Chul, en un ser “no muerto”, pero tampoco vivo. Es por ello por lo que Moreno González aboga por una democracia humanista que parta de la educación, con base en la dignidad humana y, como sostiene Nussbaum, alejada del estrecho panorama nacional, a fin de mejorar la condición ética y moral de los seres y promover la virtud pública. Esas finalidades últimas, que no son sino el contenido de una vida humanista desarrollada en el seno de una comunidad política, requieren de un Estado, una Constitución y unas instituciones también humanistas tanto en principios y mandatos cuanto en el modo de alcanzarlos y garantizarlos. Para ello, la humanización del Derecho y la creación del nomos han de manar, necesariamente, del respeto al hacer colectivo de la comunidad.

La segunda parte del libro se focaliza sobre el humanismo integral. Lo hace a través de la recuperación tomista de la persona, en tanto la dignidad integral de los seres humanos aparece en los textos constitucionales de la posguerra como el fundamento primero y mínimo indisponible del que se alzan cualesquiera derechos o libertades públicas. Por ello es necesario que la acción de la polis esté orientada a los fines de la persona (que para Gabriel Moreno debe seguir la concepción tomista-maritiana) y no al contrario. Esta dignidad se define más por lo que no es, es decir, por las situaciones que tienden a negarla, que por lo que teóricamente debe ser.

El autor limita con dos parámetros la concepción de dignidad integral, que tiene que resultar la piedra angular del fundamento inmanentista de la democracia humanista: por un lado, la prudencia en la memoria; y, por otro, los límites imaginados. La relevancia del conocimiento histórico debe ser tomada en consideración para conducir y cercar las experiencias pasadas a través de la conciencia y la memoria de las acotaciones propias del género humano. En este sentido, la predilección del humanismo por quienes nos han precedido pudiera parecer un sesgo conservador insalvable, mas no se basa en cosa distinta, como afirmara Gregorio Luri, a la historia leyendo el presente.

Sentadas estas bases y con la modernidad líquida de Bauman de trasfondo, Moreno analiza la amenaza del transhumanismo, que, como clarifica, pretende aplicar los últimos avances tecnológicos y científicos al propio ser humano con el objetivo de aumentar su grado de perfeccionamiento no a su virtud pública o a su maduración intelectual o cultural, sino a su soporte vital: cuerpo y materia, alejado de cualquier consideración ética o moral. Un paso más allá, el posthumanismo rechaza expresamente las tres características clave del humanismo ya enunciadas, considerando al ser humano un animal más con pretensiones materiales. Frente a estos postulados, recuerda acertadamente el autor que la dignidad puede servir de parámetro ético y de límite infranqueable para el ideario transhumanista, cortando sus posturas más cercanas al posthumanismo cuando atenten contra aquel valor absoluto y desterrando al propio posthumanismo del horizonte político. La gran acometida posthumanista consiste en la reconfiguración de las bases educativas bajo sus postulados a fin de suprimir la ética y la memoria colectiva humanista que pudieran frenar este movimiento. Asimismo, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación y la robótica pueden suponer un embate además de a la privacidad, a la autonomía personal y al desarrollo intelectual propio. Es aquí donde una vez más el humanismo debe enriquecerse de la experiencia pasada y los límites imaginados para hacer frente a postulados que atenten contra la dignidad integral.

En el tercer cuarto de la obra, destinado al humanismo retórico, se muestra que, no obstante lo anterior y como es lógico, la suscripción a la corriente humanista está lejos de ser unánime, siquiera mayoritaria. De este modo, quizá uno de los mayores críticos con la misma fuera Heidegger en su Carta sobre el humanismo (Brief über den Humanismus), afirma Moreno González; tal vez anticipando aquella famosa cita de Adorno: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Sería Ernesto Grassi, discípulo del propio Heidegger, quien haría la mayor objeción a la Carta; por un lado, por el desprecio del autor de Ser y Tiempo al pensamiento práctico y concreto de los países del sur de Europa, y, por otro, porque la naturaleza del humanismo nada tiene que ver con la del racionalismo especulativo dominante en el pensamiento moderno.

El humanismo sobrepasa la abstracción y las metodologías exactas a través de la contradicción, la alteridad y la discusión para alcanzar la phronēsis aristotélica, esto es, el saber práctico y ético orientado a la perfectibilidad de la actualidad social. Como metafórica y lúcidamente alude el autor, el humanismo no es El Pensador de Rodin, sino La Academia de Atenas de Rafael. Así, el humanismo retórico, caracterizado por Vico por una pluralidad de sujetos discutidores, el desapego a la tecnocracia y el reconocimiento de la limitación del ser humano, ha de perseguir la retórica al servicio de la democracia y la democracia al servicio del bien común. En este contexto, en tanto la educación humanista es el engranaje del dinamismo democrático y juega el esencial papel de estar orientada a la buena gobernación de la Res Publica, está obligada a adherirse a la ética y alejarse de la actual tónica de encauzamiento al mercado laboral, carente de educación cívica y ligada a la ultraespecialización. Para Moreno González, tiene esta educación dos requisitos: en primer lugar, la reflexión necesita de desconexión y pausa en un mundo de hiperconectividad e instantaneidad en el que el propio sistema educativo, en consonancia con la agitación vital actual, impide el estudio sosegado e ininterrumpido; en segunda instancia, se torna imprescindible el debate libre y sin condición y la crítica fundada, amparada en la puesta en común de relatos y posturas contradictorias de todos y para con todos, sin exclusión elitista alguna, a través de un modelo popular-democrático desde parámetros pluralistas, cosmopolitas y heterogéneos. Se debe construir una educación para la ciudadanía fundada en el desarrollo y las capacidades y desorientada a la productividad, el sometimiento y el crecimiento económico, entendido en sentido amplio; una idea próxima a la segunda formulación del imperativo categórico kantiano.

La última parte de la obra, referida al humanismo cosmopolita, se refiere a la también última característica del humanismo: la unidad en la diversidad. Para superar las fronteras nacionales en consecución de la cosmópolis, el humanismo bebe de la simbiosis entre las concepciones estoicas y cristianas, a las que se añade la idea kantiana del ius cosmopoliticum, esto es, la institucionalización de lo jurídico para lograr una comunidad jurídica internacional basada en el Derecho y la libertad. Ello no excluye el mantenimiento de los Estados, sino que reivindica un patriotismo republicano cívico desde la libertad de individuos insertos en comunidades políticas que, a su vez, son constituyentes de una polis mayor y progresivamente universal y federal. Extrapolado al tiempo presente, este arquetipo sería capaz de afrontar de manera común retos como el calentamiento global, los movimientos migratorios y la globalización.

Sin embargo, para Gabriel Moreno el cosmopolitismo puede adolecer de dos problemas: la sacralización de un ideario particular, generalmente, como la historia nos ha enseñado, eurocéntrico o cristiano, y la falta de un sentimiento de pertenencia común (thymos). Ante estas vicisitudes, Moreno reivindica el patriotismo democrático apoyado en el compromiso del zoon politikón con la consecución de la cosmópolis kantiana frente al aislamiento, a veces típico, del intelectual. Este patriotismo parte de su concepción republicana de defensa de la libertad común frente a intereses particulares, siendo compatible con el ideal cosmopolita basado en el Derecho a la vez que con la búsqueda humanista de la paz y la concordia. Ante el peligro de que ello derive en la unidad de uniformidad, la democracia humanista ha de velar por el reconocimiento cultural de la diversidad y la garantía de los derechos de las minorías desde la conciencia de su sustrato común, la integración constitucional y política. La ciudadanía mundial y la educación cívica basada en presupuestos humanistas encontrarían en este contexto un idílico marco de desarrollo.

En definitiva, la obra aquí recensionada arroja luz, crítica y reflexión en la propuesta de una democracia con base humanista. Gabriel Moreno González resulta paradigma de la tesis que defiende por cuanto en su trabajo se vislumbra no sólo un notorio conocimiento de la ligazón entre el humanismo y la historia político-constitucional, sino también una defensa de la reivindicación de los ideales humanistas fundada, amén de en la teoría política y el Derecho, en la interpretación y contextualización de la historia de la filosofía, que, además, alea con frecuencia a cualesquiera vertientes del arte. Si no se yerra al afirmar que el conocimiento en busca de la garantía de la dignitas hominis está en la propia base del humanismo, se puede concluir sin temor a la equivocación que, pese a la amarga queja de Píndaro recogida en la introducción del libro (“¡Se han dicho ya, y de forma tan distinta, tantas cosas!”), esta obra se tornará imprescindible en el proceso de reconstrucción de un edificio vetusto como el humanismo a través de nuevas y necesarias elaboraciones. No es alejarse de Dostoyevski proclamar que el humanismo salvará al mundo.

 

Miguel Ángel Sevilla Duro

Área de Derecho Constitucional

Departamento de Ciencia Jurídica y Derecho Público

Universidad de Castilla-La Mancha